miércoles, 25 de enero de 2023

SIN LUCIÉRNAGAS EN LA TIERRA NI ESTRELLAS EN EL CIELO



Pablo Batalla

Las estrellas se apagan. Las va apagando la contaminación lumínica: una polución que, como todas, ha ido acelerando su incremento anual. Del 2% al 7 o incluso 10%. Una persona que nazca ahora en lugares en los que sean visibles 250 estrellas, cuando cumpla dieciocho verá 100. Un tercio de la humanidad, un sesenta por ciento de los europeos, no ha visto jamás la Vía Láctea. Los astrofísicos claman angustiados contra este apagamiento del objeto de su estudio; angustia que la indiferencia general acrece. Casandras de un desastre ignorado, piden soluciones sencillas, como farolas que alumbren hacia abajo y con intensidad moderada. Se les hace poco caso, y aún menos en España. Madrid es una de las capitales más lumínicamente contaminadas de Europa. Marinetti, enloquecido futurista, soñaba con apagar la Luna; que «la electricidad logr[ara] apagar con sus rayos de yeso deslumbrantes a la antigua reina verde de los amores». Ese camino se lleva.

No verán las estrellas los niños del futuro; no las conocerán, si no lo remediamos, más que por los cuentos. Cuentos que se escribieron por primera vez mirando las estrellas, trazando en el misterio puntillista del firmamento el dibujo de constelaciones que eran dioses, héroes, animales, el chorro de leche de una diosa madre lactante. Se enlazaban los astros como en el pasatiempo de unir los puntos y, luego, una sintaxis más amplia relacionaba entre sí las propias constelaciones, en una dramaturgia prodigiosa que planeaba todas las noches por sobre las cabezas de los helenos, los chinos, los mayas, los polinesios, que por ella se sentían vigilados y protegidos.

La luz de la modernidad va borrando aquellos dibujos. Primero, los desvitaliza. La Osa Mayor pasa a ser un carro o un cazo; Orión, su cinturón. El cosmos se convierte en un escaparate de mercancías. Ahora se esfuman el carro y el cinturón. «La noche ha prendido sus claros diamantes en el terciopelo de un cielo estival», escribía Jacinto Benavente en Los intereses creados. Hoy el cielo estival es un gran espacio mudo, un Telesketch o un MUPI vacío en el que Elon Musk o Jeff Bezos puedan trazar con drones y satélites Starlink sus dibujos publicitarios. También nos roban el cielo, también recalifican esa parcela del procomún. El cielo sordociego del capital tampoco es pregonero de la revolución, como otros cielos lo fueron. Siempre se fijaron en las estrellas los rebeldes de todo tiempo: era la revolución la estrella de cinco puntas o el Starry Ploughel arado estelar, que fue bandera primera del socialismo irlandés. El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, tituló Alberto Sánchez una célebre escultura encargada por el Gobierno republicano para ubicarse en la entrada del pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937; escultura que hoy se yergue –como para humillarla, como para recordarle al pueblo español que sigue cortado el camino que Francisco Franco cortó con una montaña de cadáveres– delante de un museo con nombre de reina. Un lucero había señalado, dos milenios atrás, el camino al pesebre del humilde nacimiento del Redentor.

Aquí no se salva ni Dios: lo asesinaron, como a James Connolly. Murió asaeteado por sables de luz. Goethe lo hizo gritando «Licht! Mehr Licht!»: «¡Luz, más luz!», lo que tal vez era el anhelo desesperado de un hombre que agonizaba y veía oscurecerse el mundo, su mundo, a su alrededor, pero que vino a convertirse en un lema racionalista. Todo lo arreglaría el incremento de la luz. «Construid escuelas, y cerraréis cárceles», decía, en España, Concepción Arenal. La luz se incrementó, las escuelas se construyeron. Pero en ellas no se aplacó la médula maldita de los hombres, que allá aprendieron a fabricar metralletas, a organizar campos de exterminio, a leer y escribir los prospectos del Zyklon-B. Resultó ser la Ilustración un río doble, un Tigris-Éufrates, Kant pero también Sade, su fantasía racionalista de orgías reglamentadas y violaciones con método, garantía de que no quedase orificio sin asaltar, tormento sin perpetrar. Del sádico centro de detención de Guantánamo, supimos que se torturaba también con luz, manteniéndola encendida muy intensa, para impedir dormir a los presos.

Con luz nos torturamos ahora a nosotros mismos en esta sociedad de la que lo único que no predijo Orwell fue que las cámaras las compraríamos nosotros. Crece entre nosotros la costumbre de dormirse mirando el smartphone, escroleando la pantalla encendida en la habitación a oscuras; ello envía al cerebro, con su chorro de luz, la información de que es de día y no de noche; hace que active el cuerpo en lugar de adormecerlo; dormimos, por ello, menos horas, dormimos peor, y un informe exhaustivo de 2012 muestra que, debido a ello, nos volvemos más propensos a la obesidad mórbida, el cáncer de mama, la diabetes y la depresión, e incluso que la pubertad puede llegar antes. De nuestra cama hacemos un Guantánamo despacioso, retardado: llegará Paco con las rebajas.

Un planeta desquiciado

No solo nuestros ritmos circadianos se descuadran. La florifauna toda de la Tierra se desquicia bajo la luz perenne del Antropoceno. Lo enumera Sigri Sandberg en párrafos desasosegantes de su Oda a la oscuridadrecién publicada el castellano por Capitán Swing:

«[Los insectos] se ven atraídos por la luz cuando oscurece; por eso, siempre hay que cerrar las ventanas en las noches oscuras de primavera y otoño. La teoría principal es que creen que la luz es la luna y vuelan en círculos hacia ella. Con el uso creciente de la iluminación exterior, el problema está aumentando y los bichos revolotean hacia una muerte segura. […] A los pájaros que surcan el cielo sobre el mar del Norte los despista la luz de las plataformas petrolíferas. Aletean hacia la luz flotante artificial y se agotan dando vueltas a su alrededor. Algunos nunca llegan a su destino. […] Los faros de un solo coche pueden cegar a las ranas durante varias horas. Además, cuando es tan difícil ver las estrellas, por ejemplo en las ciudades, a algunos animales les cuesta orientarse. A las tortugas marinas recién nacidas en las playas les cuesta llegar al mar como solían, con ayuda de la luz de la luna y las estrellas. Los escarabajos peloteros que se guían por la Vía Láctea también pueden confundirse de camino. Unos científicos suecos descubrieron esta forma de orientarse cuando empezaron a estudiar el Scarabeus satyrus, un escarabajo africano de pequeño tamaño. Trabaja por la noche rodando bolitas de estiércol, que son a la vez provisiones y el lugar en el que crecerán sus larvas. Para tener la fiesta en paz, es importante alejar un poco esas pelotas de estiércol de los demás escarabajos, y luego es absolutamente esencial encontrar el camino correcto y no desviarse ni deambular demasiado. Los científicos vieron que el insecto se manejaba hasta de noche. También vieron que se subía a la pelota y hacía una especie de danza, como si estuviera tratando de averiguar dónde se encontraba. El experimento demostró que los escarabajos se guían por la luz. Si no hay luna, se valen de las estrellas, e incluso, si está nublado, la luz de la Vía Láctea los ayuda a encontrar el camino».

Se desnortan los escarabajos igual que se desnortan los hombres. Se queman los mosquitos, se mueren del estrés de jornadas que no terminan, como lo hacemos nosotros. La masa de insectos que pueblan el planeta se ha reducido a la mitad en las últimas décadas, aplastada por varios inmensos matamoscas, y entre ellos el de la luz. Una luz egoísta, privada, que, igual que en el cielo, extingue implacablemente las luces adversarias: ya Pasolini nos advirtió –otra Casandra ignorada– que dejaba de haber luciérnagas en los campos de Italia. Su holocausto anticipa el nuestro.

El reto de nuestros días es recuperar la luz inmemorial que se apagó, sin renunciar a los beneficios de aquella que encendimos. El Starry Plough de nuestros días, la insurrección obligada del siglo XXI, es arar un labrantío de claroscuros, una siembra de sombras prudentes y equilibradas. Gracias a las sombras descubrió Eratóstenes la esfericidad de la Tierra, con sombras se consigue la perspectiva en el arte, de algún a-sombrarse nace toda filosofía. Para los griegos, era el mediodía y su sol inclemente, no la noche, el momento del terror. Hoy habitamos el infierno ático de un mediodía incesante; el mundo sin sueño(s) de las ciudades que nunca duermen. Corre prisa hallar la salida, antes de que la maldición, como en los cuentos, se vuelva definitiva.

LA MAREA  DdA, XIX/5.358

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