Pablo Batalla
Las estrellas se apagan. Las va apagando
la contaminación lumínica:
una polución que, como todas, ha ido acelerando su incremento anual. Del 2% al
7 o incluso 10%. Una persona que nazca ahora en lugares en los que sean
visibles 250 estrellas, cuando cumpla dieciocho verá 100. Un tercio de
la humanidad, un sesenta por ciento de los europeos, no ha visto jamás la Vía
Láctea. Los astrofísicos claman angustiados contra este apagamiento
del objeto de su estudio; angustia que la indiferencia general acrece.
Casandras de un desastre ignorado, piden soluciones sencillas, como farolas que
alumbren hacia abajo y con intensidad moderada. Se les hace poco caso, y aún
menos en España. Madrid es una de las capitales más lumínicamente contaminadas
de Europa. Marinetti, enloquecido futurista, soñaba con apagar la Luna; que «la
electricidad logr[ara] apagar con sus rayos de yeso deslumbrantes a la antigua
reina verde de los amores». Ese camino se lleva.
No verán las estrellas los niños del
futuro; no las conocerán, si no lo remediamos, más que por los cuentos. Cuentos
que se escribieron por primera vez mirando las estrellas, trazando en el
misterio puntillista del firmamento el dibujo de constelaciones que
eran dioses, héroes, animales, el chorro de leche de una diosa madre lactante. Se
enlazaban los astros como en el pasatiempo de unir los puntos y, luego, una
sintaxis más amplia relacionaba entre sí las propias constelaciones, en una
dramaturgia prodigiosa que planeaba todas las noches por sobre las
cabezas de los helenos, los chinos, los mayas, los polinesios, que por ella se
sentían vigilados y protegidos.
La luz de la modernidad va borrando
aquellos dibujos. Primero, los desvitaliza. La Osa Mayor pasa a ser un carro o
un cazo; Orión, su cinturón. El cosmos se convierte en un escaparate de
mercancías. Ahora se esfuman el carro y el cinturón. «La noche ha prendido sus
claros diamantes en el terciopelo de un cielo estival», escribía Jacinto
Benavente en Los intereses creados. Hoy el cielo estival
es un gran espacio mudo, un Telesketch o un MUPI vacío en
el que Elon Musk o Jeff Bezos puedan trazar con drones y satélites Starlink sus
dibujos publicitarios. También nos roban el cielo, también recalifican
esa parcela del procomún. El cielo sordociego del capital tampoco es pregonero
de la revolución, como otros cielos lo fueron. Siempre se fijaron en las
estrellas los rebeldes de todo tiempo: era la revolución la estrella de cinco
puntas o el Starry Plough, el
arado estelar, que fue bandera primera del socialismo irlandés. El
pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, tituló Alberto
Sánchez una célebre escultura encargada
por el Gobierno republicano para ubicarse en la entrada del pabellón español de
la Exposición Internacional de París de 1937; escultura que hoy se yergue –como
para humillarla, como para recordarle al pueblo español que
sigue cortado el camino que Francisco Franco cortó con una montaña de
cadáveres– delante de un museo con nombre de reina. Un lucero había señalado,
dos milenios atrás, el camino al pesebre del humilde nacimiento del Redentor.
Aquí no se salva ni Dios: lo asesinaron,
como a James Connolly. Murió asaeteado por sables de
luz. Goethe lo hizo gritando «Licht! Mehr Licht!»:
«¡Luz, más luz!», lo que tal vez era el anhelo desesperado de un hombre que
agonizaba y veía oscurecerse el mundo, su mundo, a su alrededor, pero que vino
a convertirse en un lema racionalista. Todo lo arreglaría el incremento de la
luz. «Construid escuelas, y cerraréis cárceles», decía, en España, Concepción
Arenal. La luz se incrementó, las escuelas se construyeron. Pero en
ellas no se aplacó la médula maldita de los hombres, que allá aprendieron a
fabricar metralletas, a organizar campos de exterminio, a leer y escribir los
prospectos del Zyklon-B. Resultó ser la Ilustración un río doble, un
Tigris-Éufrates, Kant pero también Sade, su
fantasía racionalista de orgías reglamentadas y violaciones con método,
garantía de que no quedase orificio sin asaltar, tormento sin perpetrar. Del
sádico centro de detención de Guantánamo, supimos que
se torturaba también con luz, manteniéndola encendida muy intensa, para impedir
dormir a los presos.
Con luz nos torturamos ahora a nosotros
mismos en esta sociedad de la que lo único que no predijo Orwell fue
que las cámaras las compraríamos nosotros. Crece entre nosotros la costumbre de
dormirse mirando el smartphone, escroleando
la pantalla encendida en la habitación a oscuras; ello envía al cerebro, con su
chorro de luz, la información de que es de día y no de noche; hace que active
el cuerpo en lugar de adormecerlo; dormimos, por ello, menos horas, dormimos
peor, y un informe exhaustivo de 2012 muestra que, debido a ello, nos volvemos
más propensos a la obesidad mórbida, el cáncer de mama, la diabetes y la
depresión, e incluso que la pubertad puede llegar antes. De nuestra cama
hacemos un Guantánamo despacioso, retardado: llegará Paco con las rebajas.
Un planeta desquiciado
No solo nuestros ritmos circadianos se
descuadran. La florifauna toda de la Tierra se desquicia bajo la luz perenne
del Antropoceno. Lo enumera Sigri Sandberg en párrafos
desasosegantes de su Oda a la oscuridad, recién publicada
el castellano por Capitán Swing:
«[Los insectos] se ven atraídos por la
luz cuando oscurece; por eso, siempre hay que cerrar las ventanas en las noches
oscuras de primavera y otoño. La teoría principal es que creen que la luz es la
luna y vuelan en círculos hacia ella. Con el uso creciente de la
iluminación exterior, el problema está aumentando y los bichos revolotean hacia
una muerte segura. […] A los pájaros que surcan el cielo sobre el mar del Norte
los despista la luz de las plataformas petrolíferas. Aletean hacia la luz
flotante artificial y se agotan dando vueltas a su alrededor. Algunos nunca
llegan a su destino. […] Los faros de un solo coche pueden cegar a las ranas
durante varias horas. Además, cuando es tan difícil ver las estrellas, por
ejemplo en las ciudades, a algunos animales les cuesta orientarse. A las
tortugas marinas recién nacidas en las playas les cuesta llegar al mar como
solían, con ayuda de la luz de la luna y las estrellas. Los escarabajos
peloteros que se guían por la Vía Láctea también pueden confundirse de camino.
Unos científicos suecos descubrieron esta forma de orientarse cuando empezaron
a estudiar el Scarabeus satyrus, un escarabajo africano de pequeño
tamaño. Trabaja por la noche rodando bolitas de estiércol, que son a la vez
provisiones y el lugar en el que crecerán sus larvas. Para tener la fiesta en
paz, es importante alejar un poco esas pelotas de estiércol de los demás
escarabajos, y luego es absolutamente esencial encontrar el camino correcto y
no desviarse ni deambular demasiado. Los científicos vieron que el insecto se
manejaba hasta de noche. También vieron que se subía a la pelota y hacía una
especie de danza, como si estuviera tratando de averiguar dónde se encontraba.
El experimento demostró que los escarabajos se guían por la luz. Si no hay
luna, se valen de las estrellas, e incluso, si está nublado, la luz de la Vía
Láctea los ayuda a encontrar el camino».
Se desnortan los escarabajos igual que
se desnortan los hombres. Se queman los mosquitos, se mueren del estrés de
jornadas que no terminan, como lo hacemos nosotros. La masa de insectos que pueblan
el planeta se ha reducido a la mitad en las últimas décadas, aplastada por
varios inmensos matamoscas, y entre ellos el de la luz. Una luz egoísta,
privada, que, igual que en el cielo, extingue implacablemente las luces
adversarias: ya Pasolini nos advirtió –otra Casandra ignorada–
que dejaba de haber luciérnagas en los
campos de Italia. Su holocausto anticipa el nuestro.
El reto de nuestros días es recuperar la
luz inmemorial que se apagó, sin renunciar a los beneficios de aquella que
encendimos. El Starry Plough de nuestros días, la insurrección
obligada del siglo XXI, es arar un labrantío de claroscuros, una siembra de sombras
prudentes y equilibradas. Gracias a las sombras descubrió Eratóstenes la
esfericidad de la Tierra, con sombras se consigue la perspectiva en el arte, de
algún a-sombrarse nace toda filosofía. Para los griegos, era
el mediodía y su sol inclemente, no la noche, el momento del terror. Hoy
habitamos el infierno ático de un mediodía incesante; el mundo sin sueño(s) de
las ciudades que nunca duermen. Corre prisa hallar la
salida, antes de que la maldición, como en los cuentos, se vuelva definitiva.
LA MAREA DdA, XIX/5.358
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