Es difícil contemplar el culebrón de la
ruptura entre Vargas Llosa e Isabel Preysler sin que vengan a la cabeza juegos
de palabras hechos con los títulos de algunas grandes novelas del pasado siglo.
Podrían ser Crónica de un divorcio anunciado o Porcelanosa y el escribidor. Tampoco es fácil entender
cómo pudo durar tanto tiempo una historia de amor que prácticamente todo el
mundo sabía condenada al fracaso, ese fotogénico romance de la prensa rosa
entre uno de los novelistas mayores de nuestra época y una reina de la
frivolidad a la que los periódicos rinden pleitesía con el burdo
anglicismo socialité. Después de su fiasco en
la política peruana y de ganar el premio Nobel, parece que a Vargas Llosa sólo
le quedaba conquistar la portada del ¡Hola!, un objetivo
que cumplió con creces. No hace mucho llegó a definir al clásico de las
revistas cardíacas como la novela por entregas del siglo XXI: "Hay
millones de personas que quieren algo que les haga soñar y que antes ofrecían
la novela y la poesía. Ahora lo ofrece ¡Hola! con
enorme talento".
En efecto, la última entrega parece sacada
de la imaginación delirante de Pedro Camacho, el guionista de radionovelas
boliviano que protagoniza La tía Julia y el escribidor.
No falta ni un detalle, incluidos supuestos ataques de celos, una bronca de
madrugada que una amiga de la Preysler escuchó por el altavoz del teléfono y un
mensajero que llegó al día siguiente con el manuscrito de su última novela y un
inútil mensaje de perdón. Por lo visto, las desavenencias entre ambos eran el
pan nuestro de cada día en el entorno de la pareja: ella tiraba hacia la
farándula; él hacia el teatro, la ópera y las exposiciones. Vargas Llosa le
contó a su ex, Patricia, que durante unas vacaciones en Miami, en la enorme
mansión de Enrique Iglesias y Anna Kournikova, ni siquiera había encontrado un
sitio donde poder sentarse a trabajar: todo eran piscinas y pistas de tenis,
sin un solo rincón donde sentarse a leer y escribir en paz. No es extraño que
un novelista termine transformado en un personaje literario, pero Vargas Llosa
debía de sentirse como un pulpo en un garaje al descubrir que, de repente,
estaba metido en una novela de Francis Scott Fitzgerald en lugar de en una de
Mario Vargas Llosa.
En cierto modo, es el pulpo Paul de la
política sólo que equivocándose siempre, apoyando a los candidatos de la
derecha iberoamericana antes de que los defenestren en las urnas y viendo cómo
su nombre aparece en las listas de evasores fiscales en una compañía de las
Islas Vírgenes. Pero esta última equivocación, íntima y estrepitosa, venía
vaticinada en un relato publicado hace poco más de un año en Letras Libres, Los vientos, que narra el desconsuelo de un anciano
arrepentido de haber abandonado a su esposa de toda la vida por otra mujer:
"Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya
no me sirve para nada, salvo para hacer pipí".
Es una verdadera lástima que tantos
lectores y, sobre todo, tantos no lectores vayan a quedarse únicamente con
estas dos frases del inmenso legado literario de Vargas Llosa. Yo prefiero
acordarme de uno de sus grandes libros, La orgía perpetua,
en el que se dedicó a desmenuzar meticulosamente su entusiasmo por la obra
maestra de Flaubert, Madame Bovary. Al
releerlo estos días, he llegado a preguntarme si de algún modo Vargas Llosa no
estaría repitiendo en su idilio con Isabel Preysler el espléndido viacrucis de
Emma Bovary en busca de la pasión y la aventura a cualquier precio.
En la admiración por su figura hay algo
"que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo,
nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro
respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida
terrenal a cualquier otra". Más adelante habla de un momento en que se le
pasó por la cabeza la idea del suicidio y cómo recobró el gusto por la vida al
releer el angustioso envenenamiento en las páginas finales de la novela.
"El elemento melodramático me conmueve porque el melodrama está más cerca
de lo real que el drama, la tragicomedia que la comedia o la tragedia".
Entre la tragicomedia y el melodrama empieza y acaba este amorío de prensa
rosa. "Madame Bovary c'est moi"
dijo Flaubert, una frase que ahora Vargas Llosa puede suscribir en carne
propia. En una foto publicada por su hijo se le ve despidiendo el año sentado
en un sillón, leyendo por enésima vez una primera edición de Madame Bovary.
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