miércoles, 18 de enero de 2023

PEDRO OLALLA RECUERDA A CALÍRROE PARREN, QUE LUCHÓ POR LA DIGNIDAD DE LA MUJER


Pedro Olalla

Tal día como ayer, en 1940, fallecía en Atenas Calírroe Parren, una mujer que dedicó su vida a dignificar la condición de la mujer.Para cultivar su recuerdo, comparto ahora el capítulo que le dediqué, con toda mi admiración, en "Historia menor de Grecia".

Hidra. 1918
Bien pensado, esta tranquila isla apartada del mundo no es un mal sitio para pasar los días ahora que el mundo está envuelto en la mayor y más sangrienta guerra de su historia. No sólo Europa y el Imperio Otomano, sino Estados Unidos, Japón, Nueva Zelanda e incluso las tierras de África y de Asia se han arrojado a esta masacre sin igual.
Desde el alto donde acaban las casas del pueblo, Calírroe Parren contempla el mar azul y las costas cercanas de Dokos y del Peloponeso. Los paseos por el paisaje agreste de esta isla ofrecen sosiego y un horizonte limpio para el alma. Hace unos meses, mientras Venizelos recorría Francia e Inglaterra tratando de recabar de la Entente créditos para armamento y promesas territoriales en caso de victoria aliada, Calírroe escribió en su periódico que sólo las mujeres, haciendo oír su voz en los parlamentos de los poderosos con las manos limpias de sangre, podrán garantizar la supervivencia de la humanidad el día que termine la Gran Guerra. Ahora, su periódico ha dejado de editarse.
Mezclados con la brisa del mar y el aroma del espliego que crece al borde del camino, le llegan a Calírroe los recuerdos de aquel ocho de marzo en Atenas, hace ahora treinta años. Desde la ventana de su oficina en la Calle de las Musas, veía cómo abajo, en la plaza de la Constitución, la gente se abalanzaba sobre el primer número de su periódico, el Diario de las Señoras, aquel valiente empeño que nacía para despertar a la mujer, para avivar la fuerza adormecida en su alma, para devolverle la valentía y la autoestima reprimidas durante siglos de servidumbre y de barbarie. Hubo que reimprimir al cabo de una hora y se vendieron en un día diez mil ejemplares.
Con una sonrisa y un enigmático suspiro, recuerda ahora también su disputa en la prensa con Roídis. El literato sostenía que las mujeres que se empeñan en escribir deben moverse dentro de los límites que impone su condición femenina, pues de lo contrario, al entrar en el terreno de los hombres, hacen aún más patentes los defectos de su género y resultan estrepitosamente ridículas. Citando a Proudhon, Roídis se atrevía incluso a defender que las dos únicas profesiones propias de la mujer son la de sus labores y la de ramera. Hubo que decirle que desconocía por completo a las mujeres; y explicarle también que las incorrecciones gramaticales que las griegas cometen cuando escriben son la patética consecuencia de que tengan prohibido el acceso a las instituciones de enseñanza superior.
Calírroe está cansada de defender lo obvio y aún se pregunta con asombro cómo es posible que una mentalidad cimentada sobre la estupidez, el egoísmo y la injusticia haya logrado perpetuarse durante tantos siglos. Al año siguiente de aquella enconada disputa y tras varios recursos ante el gobierno de Deligiannis, las mujeres fueron admitidas en la universidad. Calírroe lo recuerda como un logro. En realidad, aunque ella sólo vea lo mucho que aún queda por hacer, su lucha por la dignidad de la mujer es un continuo esfuerzo jalonado de logros: la fundación de la Escuela Dominical de Mujeres y Niñas del Pueblo sin Recursos, la fundación de la Unión para la Emancipación de la Mujer, la del Asilo de Incurables, la del Liceo de las Mujeres Griegas y tantas otras iniciativas suyas para poner remedio a la injusticia; su participación en todos los congresos internacionales de mujeres celebrados en París y Chicago; y también el valiente memorándum que dirigió a Trikoupis solicitando el voto para la mujer y, cómo no, sus veinticinco años de lucha infatigable por ese derecho.
Ahora, Calírroe Parren se pasea por Hidra bajo el sol de invierno para llenar sus días de exilio. El gobierno de Venizelos la ha confinado aquí para acallar una voz de mujer que se pronuncia por la neutralidad en esta guerra infame. Han cerrado su periódico y la han mandado a este lugar para apartarla de una vez de la opinión política. Sin embargo, sentada en una piedra frente al mar, Callírroe Parren sigue aspirando a una política que no combata más que a un enemigo: el egoísmo. Sigue pensando y seguirá diciendo que las mujeres sostienen con su esfuerzo a la familia, enriquecen el país con su trabajo, dan hijos a la patria, apoyan a las tropas en la guerra y soportan las cargas de todo ciudadano sin disfrutar a cambio de los mismos derechos. Sigue gritando que la sociedad está hecha de hombres y de mujeres, mientras que la política sólo de hombres. Sigue confiando en que ellas pueden sanear el viciado patriarcado político y poner sus virtudes y experiencias al servicio del bien común. Y sigue creyendo que la grandeza de un país reside en la grandeza de sus hijas.
Calírroe Parren está exilada en Hidra, tiene cincuenta y siete años y se pregunta cuántos han de pasar aún para que llegue el día del sentido común.

DdA, XIX/5.353

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