Valentín Martín
A los niños españoles de posguerra, monaguillos a la fuerza, algunas señoras nos daban pan y misericordia. A los niños italianos de posguerra, eternos paisanos del Papa, les daban pan y misericordia y Silvana Pampanini. Supongo que esa es la diferencia de tener un sueño a vivirlo. Todos éramos huéspedes de hontanares recónditos y los padres de cuarenta años parecían de sesenta. Ni siquiera nos servía la vanidad de los solitarios, aunque en la escuela nos enseñaban eso de la reserva espiritual para un camino sin aire y con el agua de sol por el barro. Ahora que se puede hablar cara a cara, podemos decirnos que ninguno ha visto cómo la raza mejora. Ellos han vivido el tránsito de Cicerón a Berlusconi, que no es moco de pavo. Y nosotros no sé de dónde venimos pero aquí estamos rodeados de marquesas henchidas de amor por sus niñas y ajenas a las barriadas del hambre. Me temo un empate. Porque aquellos niños que fuimos ellos y nosotros somos los de los colmillos zarcos, las irritadas calles, las generaciones rabiosas. Pero no nos bebimos el mar. Muchos nos encontramos lejos y fuera, limpiando platos en las tabernas y llenando las copas de los señores. Ahora mismo nosotros somos más de cuarenta millones de imposibles y ellos por ahí le andarán, por ahí. Yo mismo: me he vuelto mi eco. No me queda una bala, me guardo la última cerilla para ver mi último carnet de identidad y saber de verdad quién es el que se va. Y hasta entonces, sé que hubo una vez una mujer con las pestañas de espigas y ramas en las caderas. Pero era de ellos. Nosotros teníamos que conformarnos con el “amadísimos míos” del padre Venancio Marcos, una cuaresma sin baile, y los matrimonios que salvaba la señora Francis. Los niños italianos de posguerra podían hablar de su país sin guitarras, pero con la picardía de las sales del deseo mirando leyendas, mucho más allá de María Goretti. Había una mujer (varias mujeres, pero sobre todo ella) que les anunciaba el vicio como quien anuncia un mañana, un abrazo goloso, unos labios cercanos que les hablaban sin palabras y les besaban los destierros, mientras nosotros aquí rezábamos el jesusitodemivida porque era el único himno de amor que nos cuidaba las heridas, así nos engañaban. Esa mujer vivió siempre en domingo, se llevó muy bien con la aritmética, enamoró a todos los pronombres después de fusilarlos, tenía el apetito de las recién casadas y los pájaros del centeno, empezó muchos hombres y no acabó ninguno, siempre tuvo veinte años aunque ahora se ha muerto a los noventa. Adiós, Silvana Pampanini, menudo barbecho les dejas.
DdA, XIX/5.346
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