lunes, 9 de enero de 2023

EL SABOR DE MUCHO DINERO


Guillem Martínez

En aquel tiempo mi padre estaba vivo y me llamó por teléfono. Estaba fuera de sí, copado por la alegría. Hacía mucho tiempo que le desconocía esa euforia densa, de manera que, desde el momento en el que descolgué el teléfono, tuve la sensación de recibir una llamada desde el pasado. En breve sabría que esa llamada era, precisamente, todo lo contrario. Era una llamada determinante, si bien desde el futuro. Con la voz trémula por el júbilo, una de las emociones más turbadoras cuando se produce en su nitidez, me dijo que le había tocado la lotería. Le di la enhorabuena. Mi padre vio que no lo entendía, de manera que me repitió que le había tocado la lotería. Varias veces. Hasta que comprendí que no era una anécdota, sino que aquello suponía cientos de millones. Más de 1.000, dijo mi padre. La verdad, todo eso me dejó un tanto impasible, pues, de alguna manera, sospechaba que era imposible que nos hubiera tocado una gran cantidad. Así que se lo dije. “Mira bien, te habrás equivocado de número”.  Mi padre respondió recitándome, como todo argumento, un número que había sido consultado tantas veces que ya se lo sabía de memoria. En ese instante, de manera tímida, pero efectiva, empecé a creérmelo. Nos había tocado la lotería. No soy una persona fría, por lo que no sé de dónde saqué la extrema frialdad para decir lo que dije a continuación: “Cuelga. Deja pasar 10 minutos, vuelve a cotejar el número y llámame”. A mi padre eso le debió parecer divertido, de manera que lo hizo. Permanecí, entonces, 10 minutos solo, saboreando la noticia. Era consciente de que se trataba de un sabor nuevo, que nunca antes había probado. No pensé en el dinero. El sabor que paladeaba en aquel momento no era el sabor rancio del dinero. Era el sabor de algo completamente diferente y alejado del dinero: el sabor de mucho dinero, lo que convierte al dinero en otro objeto. De pronto, suavemente, como cuando se disipa la niebla, vi que desaparecían de mi interior otros sabores, amargos, que eran paulatinamente olvidados. El sabor de la preocupación por facilitar, precariamente, alimentos tres veces al día a varias personas. El sabor de la inquietud de las llamadas del banco. El sabor nocturno de una fecha, ya fijada, para un desahucio. El desasosiego de que una familia, calada por la ruina, se rompiera, en primer lugar, por su eslabón más débil, de manera que luego diera igual el resto de eslabones. Sentí, en ese momento, una sensación imprevista, no calculada, y que ahora llenaba todos los ángulos de mi ser, hasta cambiarlo. Era la indolencia. Por primera vez, me daba igual todo. Y comprendí que eso era la riqueza. Y que ya la tenía tatuada en mi alma. En tan solo 10 minutos, los que tardó mi padre en volverme a llamar. Su voz era otra. Había vuelto a consultar el número y esta vez se había impuesto la realidad a la fantasía y el apremio: su billete de lotería era casi igual al premiado. Casi. Solo casi. Bromeamos sobre la suerte. Nos volvimos a reír. Poco después  todo lo que tenía deparado el destino para nosotros, y que solo hubiera podido ser detenido por ese premio que no ganamos, se cumplió. Cuando esa ola pasó por encima de nosotros, me sorprendió lo poco que me había afectado. Apenas me alteró pues, gracias a un equívoco, yo ya era, para entonces, indolente. Nada de este mundo me perturbaba, como les ocurre a todos los grandes poseedores o a todos los grandes desposeídos de miles y miles de millones. 

CTXT  DdA, XVIII/5.346

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