Recientemente, el presidente de las Cortes de Castilla y León retiró del uso de la palabra al portavoz de Unidas Podemos en el Parlamento de esa Comunidad por calificar al vicepresidente del gobierno autonómico de fascista, dado que para Pablo Fernández Santos esa es la ideología política que profesa Juan García Gallardo, del que Francisco Igea dijo ayer: "Es evidente que está sin educar, es evidente que no tiene tolerancia a la frustración, es evidente que no está capacitado para ocupar este cargo". Similar comportamiento tuvo en el Congreso de los Diputados su vicepresidente, reprendiendo a varios oradores por llamar fascistas a los parlamentarios de Vox y eliminando ese término del diario de sesiones. Este artículo del escritor y ensayista Robert Misik, publicado en Social Europe y CTXT, es muy aleccionador para quienes tratan de blanquear o silenciar al fascismo. ya sea desde un Parlamento o desde los medios de comunicación:
Robert Misik
Los ultraderechistas, algunos
descendientes directos o indirectos de los partidos fascistas, están llegando
al poder en Europa; el caso más reciente ha sido en Italia, donde Giorgia
Meloni ha alcanzado la cúspide del gobierno. El hilo negro de su Fratelli
d'Italia se remonta a la “posfascista” Alleanza Nationale y el “neofascista”
Movimento Sociale Italiano hasta ser lo que es hoy. En Austria, el
Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ), cuyo predecesor surgió en la década de
1940 como una especie de punto de confluencia exnazi, ya ha saboreado el poder
más de una vez.
Pero incluso los partidos de ultraderecha
de nuevo cuño, como los Demócratas de Suecia, de los que depende el nuevo
gobierno de la derecha en ese país, no son simplemente “populistas”. Por
decirlo de forma esquemática, tienen más en común con Benito Mussolini que con
Juan Perón y el epónimo “ismo” que derivó de su gobierno autoritario-populista
en Argentina.
Evitar la palabra que empieza con “f”
Abjuramos, no obstante, de la palabra que
empieza con “f”. La nueva ultraderecha rechazaría con indignación el
calificativo de “fascista”: insistiría, después de todo, en que bajo su
gobierno no habría supresión de la disidencia, ni anarquía ni violencia
callejera, ni siquiera campos de concentración. La oposición a la extrema
derecha también evita el término, ya que intuitivamente saben que sólo se
presentaría como una prueba más de que “el establishment” quería
socavar su legitimidad y secundar a sus maltratados electores.
Sin embargo, sigue existiendo un problema:
incluso los fascistas históricos no fueron tan “fascistas” hasta que se
aseguraron el gobierno de un solo partido; tampoco se convirtieron en ello de
golpe. Los nazis privaron legalmente a los judíos del derecho al voto y los
etiquetaron como Untermenschen –personas de segunda categoría
con rasgos de carácter reprobables– antes de que el ambiente estuviera
preparado para los pogromos violentos. El pogromo de noviembre tuvo lugar en
1938, casi seis años después del nombramiento de Adolf Hitler como canciller y
más de cuatro años después del referéndum que le confirió la condición de führer.
Incluso los fascistas históricos no fueron tan “fascistas” hasta que se
aseguraron el gobierno de un solo partido; tampoco se convirtieron en ello de
golpe
Los fascistas históricos también fueron
camaleones políticos: Mussolini anteriormente fue socialista. En el momento
crucial, hubo una toma de conciencia de la ambición de poder: la ira, el odio e
incluso el miedo son emociones políticas mucho más fuertes que la esperanza.
Los socialistas movilizaron la esperanza, los fascistas el cóctel embriagador
del miedo y el odio.
Marcar la agenda
Tanto si se trata de fascistas como de
“únicamente” ultraderechistas, cabe suponer que tales fuerzas celebrarán aún
más éxitos en el futuro. Es cierto que las sociedades modernas, especialmente
las economías avanzadas y las comunidades progresistas del occidente histórico,
son diversas en todos los aspectos: condiciones de vida, entornos sociales,
mentalidades políticas e ideológicas y criterios étnicos. Esto significa que,
incluso allí donde la derecha se ha radicalizado enormemente y es muy popular
entre sus bases, suele haber mayorías que la rechazan apasionadamente. Pero
esta derecha suele marcar la agenda, mientras que sus oponentes se mantienen a
la defensiva.
Se puede culpar de ello a la incapacidad
de la izquierda, los liberales y los progresistas en general, pero
probablemente haya razones más profundas. Éstas tienen que ver con fenómenos a
menudo analizados, como el neoliberalismo o el alejamiento de los partidos
obreros clásicos de sus ambientes tradicionales y el sentimiento entre las
clases trabajadoras de que ya no están representadas.
Pero ahora se añade algo más: un miedo
profundo a la inestabilidad global, al declive, a la pérdida de prosperidad. La
depresión es general y hay poco optimismo. Este estado de ánimo fatalista es el
combustible de la estrechez de miras agresiva.
Reacciones defensivas
Los que se sienten inseguros quieren
defender lo que tienen: prefieren tener muros a su alrededor para mantener a
raya las fechorías del mundo. La esperanza lo tiene difícil cuando el cambio
solo se imagina a peor. Las crisis económicas y energéticas interconectadas, la
guerra y la inflación oscurecen el ánimo. Las reacciones defensivas favorables
a la derecha son comprensibles.
“Hoy el fascismo no es expansivo, sino
contractivo”, escribe Georg Diez en el Tageszeitung de Berlín.
Kia Vahland sugiere en el Süddeutsche Zeitung que el fascismo
no es solo una forma de gobierno “sino también una actitud. Y esto, por
desgracia, está celebrando su regreso en diversas formaciones y sistemas
políticos”.
La extrema derecha de hoy no quiere
conquistar imperios, sino decir “paren el mundo: queremos bajarnos”. Entonces,
¿en qué se parece al fascismo histórico y en qué se distingue de él?
Un hábil camuflaje
El fascismo histórico era reaccionario
como forma de gobierno, en sus objetivos declarados y en la realidad. Estaba
explícitamente en contra de la democracia y el parlamentarismo, y también a
favor de un culto autoritario al führer. Aunque invocaba el
“sentido común” y la opinión supuestamente unificada del Volk, rara
vez se apropiaba de las preferencias democráticas. Nació de la guerra y fue
moldeado por la “disciplina” de los militares.
El fascismo actual invoca valores democráticos y pretende ser la voz de la
gran masa oprimida por una poderosa “élite” minoritaria
El fascismo actual, en cambio, invoca
valores democráticos y pretende ser la voz de la gran masa oprimida por una
poderosa “élite” minoritaria. Sus protagonistas saben utilizar los valores del
liberalismo y del consumismo hedonista, lo que significa que incluso se propaga
en ambientes antiautoritarios, como han señalado los sociólogos Oliver Nachtwey
y Carolin Amlinger: valores como la “autonomía”, la “autodeterminación” y la
“autorrealización” pueden integrarse sorprendentemente bien en movimientos
autoritarios.
La extrema derecha a menudo se camufla
hábilmente como un movimiento de libertad contra los gobiernos invasores que
ignoran los deseos de los ciudadanos. Los fascistas han aprendido a “utilizar
los principios de la democracia liberal para socavarlos y abolirlos”, como
apunta Diez.
Con la desinformación y la provocación,
sumadas a la distorsión de la realidad y la simplificación radical de su
complejidad, se alimenta una polarización de nosotros contra ellos. A partir de
esta guerra sintética dirigida a la opinión pública, solo hace falta que salte
una chispa para que surja la violencia real a la que la retórica política
apocalíptica ya ha otorgado legitimidad.
Cambiar los cimientos
En la época dorada de la democracia
liberal de posguerra, la derecha conservadora, cuando fue elegida, por supuesto
trató de imponer su programa. Pero incluso en su forma reaccionaria, a la
sombra del Holocausto, no cuestionó los principios y el funcionamiento de la
democracia y aceptó las derrotas. Actualmente, el conservadurismo autoritario y
la derecha fascista no lo hacen. Intentan cambiar los cimientos de la
democracia de tal modo que sea prácticamente imposible expulsarlos a través del
voto.
El conservadurismo autoritario y la derecha fascista intentan cambiar los
cimientos de la democracia de tal modo que sea prácticamente imposible
expulsarlos a través del voto
Están reprimiendo a los medios de
comunicación independientes y a la oposición, cambiando las leyes electorales,
manipulando las circunscripciones e invocando la falsa democracia de los
plebiscitos diarios, desde las encuestas de opinión hasta falsos referendos.
Allí donde cuentan con las mayorías necesarias, utilizan estas posibilidades
antidemocráticas sin escrúpulos.
Pensemos en la Hungría de Viktor Orbán.
Pensemos en los republicanos del “make America great again”. O el ansia
de poder del Gobierno de extrema derecha austriaco bajo el teóricamente
conservador Sebastian Kurz en alianza con el FPÖ entre 2017 y 2019, que aún
podría haber terminado muy mal si el gobierno no se hubiera derrumbado por las
revelaciones de corrupción que afectan al líder del FPÖ, Heinz-Christian
Strache, y al propio Kurz. En general, la derecha dura únicamente se adhiere a
las costumbres de la democracia mientras carece del poder de monopolio para
actuar de otra manera –como durante el tiempo que duran los gobiernos de
coalición–.
La máquina del odio
Las “imágenes del enemigo” –Feindbilder en
el mundo de habla alemana– se construyen sin freno y se provocan emociones . En
el ámbito nacional, el objetivo son los supuestos defensores de un “marxismo
cultural” que pretende prohibir a la gente “normal” disfrutar de sus estilos de
vida. En la línea de fuego externa están los “migrantes”, especialmente los
refugiados de países predominantemente musulmanes, con grupos étnicos enteros
estereotipados y con chivos expiatorios de la delincuencia, entre estridentes
advertencias de un “gran reemplazo” de los cristianos europeos.
Internet se ha convertido en una
gigantesca máquina de odio. La lógica de las “redes sociales”, impulsadas por
el comercio, amplifica la indignación, exacerbada por la competitividad dentro
de sus burbujas, en las que los participantes se radicalizan para impresionar a
los suyos.
Se establece un mundo de fantasía en el que
la población autóctona –o al menos el electorado de la extrema derecha– puede
redefinirse como una “víctima” tan amenazada que cualquier forma de resistencia
está justificada. Uno se siente amenazado por las hordas y, como siempre en la
historia –incluida la de la primera mitad del siglo pasado–, esta amenaza
fantasiosa legitima a los cautivados por ella a actos inhumanos que rechazarían
en circunstancias normales.
El embrutecimiento es lento, gradual, una
pendiente resbaladiza apenas visible. Sin embargo, independientemente de si
fascismo es la palabra correcta para referirnos a la amenaza, restarle
importancia sería un error mucho mayor.
DdA, XVIII/5.319
No hay comentarios:
Publicar un comentario