En la tarde de del pasado 9 de diciembre despedimos en el crematorio del cementerio de Toledo a Pedro Carlos Díaz Zazo, con una ceremonia laica y sencilla, con sentidas intervenciones y con un emocionado Viva la República, dado por Laura, la hija de nuestro amigo. Su muerte, el pasado día 6, en trágico accidente casual, tuvo eco en los medios de comunicación, y es posible que sepamos más a través de la autopsia. Un gran corazón dejó de latir, el de una persona de bondad machadiana y de una generosidad que daba vértigo, alguien que compartía siempre lo que tenía con sus amigos. Se dice que las personas no mueren del todo mientras las recordemos, por lo que es seguro que Pedro Carlos vivirá en los sentimientos más arraigados de quienes lo quisimos.
Lo cierto es que he perdido, demasiado pronto, a mi amigo más próximo, y que lo ha sido a lo largo de casi cincuenta años, por lo que los recuerdos se agolpan en estos días aciagos. La última vez que nos vimos fue el pasado día 28 de noviembre, en nuestro Toledo, y, como era costumbre, almorzamos juntos y después nos sentamos un rato en una conocida cafetería de la barriada de Santo Tomé, para despedirnos de la manera habitual, y que en el caso de Pedro Carlos consistía en recomendarme que condujera con cuidado, pues a continuación me esperaba la ruta con destino a mi pueblo de residencia. En ocasiones me costaba trabajo arrancar, particularmente cuando percibía que su estado de ánimo no estaba en su mejor momento, aunque en los últimos años, en parte por haber tenido durante un tiempo un estupendo compañero en casa, además de gran médico y amigo, José, “el doc”, lo llamaba con cariño, y en parte por haber recuperado la autoestima, lo cierto es que me transmitía mejor presencia de ánimo. A pesar de los sinsabores que en ocasiones le deparó la vida, y algunos fuertes desengaños, siempre conservó un temple adusto, de estoicismo castellano, que hacía difícil para quienes no le conocían percatarse de sí se encontraba bien o no, más allá de la melancolía que se dibujaba en su perfil.
Al hacer memoria creo que nuestra relación amistosa, de manera más firme, se fraguó en los tiempos en que Pedro Carlos realizaba sus estudios en Madrid, a finales de los setenta, en la misma facultad en la que yo estudiaba, cuando él era un gran cinéfilo y quería ser director de cine, y yo, por mi parte, periodista. Los dos nos quedamos a mitad de camino, si bien hay que decir que nuestro amigo tuvo un gran talento para la fotografía, e incluso fue varios años profesor de Imagen en centros de enseñanza oficial. Lo cierto es que desde entonces hemos mantenido una amistad, cada vez más cercana, de gran compenetración y de coincidencias en la mayor parte de las cosas, incluida la militancia política republicana. Para mí era algo más que un amigo, era una relación fraternal, en la que a veces me tocaba, puede que por la diferencia de edad, hacer de hermano mayor, con todo lo que conlleva de obligaciones, si bien a veces podían tornarse los papeles, pues mi amigo tenía una intuición para algunas cosas, más apegada a la tierra, menos quijotesca, lo que no restaba un ápice a sus convicciones éticas y a sus valores mas arraigados.
Hace ya bastantes años, una amiga muy especial, me preguntó por el grado de firmeza de mis amistades, y sacó sus conclusiones tras hablarle de varios amigos. Para Angelines, que así se llamaba, un amigo de verdad es aquel que en alguna ocasión te ha llevado a casa tras una indisposición etílica, o te ha sujetado la cabeza que para que vomites; también es esa persona a la que puedes llamar de madrugada, con total confianza, si un problema te acucia, y a quien puedes recurrir si te quedas literalmente en la calle, como consecuencia del desempleo o por apuros económicos. De igual modo, para mi amiga, también es esa persona con la que has hablado tantos días, tantas horas, y de todo lo humano y divino que sobran a veces palabras; y que comparte contigo, o no, inquietudes políticas o sociales, inquietudes culturales o pasión por los viajes. Con ese amigo o amiga, -según explicaba también a su modo el torero Rafael el Gallo, de su amistad con el también torero Juan Belmonte-, se puede estar dos horas ante una copa sin dirigirse la palabra, que no hace falta decir nada. Ese arquetipo, también muy apegado a lo elemental y básico de la vida, era mi amigo Pedro Carlos, de cuya perdida no se si me voy a reponer. Hasta siempre amigo del alma, que la tierra te sea leve.
En la imagen aparece a la izquierda.
DdA, XVIII/5.325
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