Aurelio Peláez Morán
“Dios y la patria son un equipo invencible;
baten todos los récords de opresión y derramamiento de sangre”. (Luis Buñuel)
Aunque parezcan lo mismo, son conceptos
opuestos: el patriotismo es un sentimiento subjetivo, mientras que la
ciudadanía es un hecho objetivo que otorga derechos inalienables. El
sentimiento patriótico español, andaluz o catalán es inducido desde que
nacemos, y el individuo puede aceptarlo y asumirlo o no; por contra, sienta
lo que sienta cada cual, todos somos ciudadanos de un Estado, que es la forma objetiva
de organizarse la sociedad. Los apátridas, aunque no estén encuadrados en un
Estado, están amparados por los derechos humanos, y son la prueba de que se
puede vivir sin patria, pero no sin ciudadanía, porque no existe el concepto de
a-ciudadano. La subjetiva patria da derechos particulares y excluyentes, pero
la ciudadanía da derechos generales, absolutos e iguales para todos, porque
ningún ser humano puede ser ilegal.
Trump,
entre otros grandes pensadores y políticos, presumía de patriota, y la inefable criadora de ranas
Esperanza Aguirre quería más patria y menos Estado; otro personaje, que también
vive de la política y que responde al patriótico nombre de Smith, afirmó, al
recuperarse del coronavirus, que había sido gracias a sus anticuerpos
españoles, a los que suponía más potentes. ¿Qué puede esperar el ciudadano
común del modo en que administraría este individuo lo que es de todos? ¿Qué
país quieren para sus conciudadanos los tres millones y medio de patriotas que
votaron al partido de semejante energúmeno? ¿No es sospechoso tanto ridículo en
nombre del patriotismo?
La patria es un sentimiento cultural impuesto
por el nacimiento, que nos obliga a creer que millones de extraños pertenecen a
la misma comunidad excluyente que nosotros y que tenemos en común con ellos
intereses vitales, una creencia imaginaria a la que sus ideólogos y defensores
se esfuerzan vivamente en dar una apariencia de realidad. El Estado es una
voluntad de organización del grupo, y una de sus finalidades ha de ser la de realizar
un reparto más justo de la riqueza, aspecto que a la patria le da igual porque
su esencia es ser inmutable, apolítica, inmovilista y desigual. La
patria no tiene por qué ser democrática ni justa, el Estado, sí.
Los poderosos utilizan la patria y el
patriotismo para justificar lo injustificable, injusticia, corrupción, porque
son incapaces de convencernos con la razón, el debate, la transparencia, la
dignidad, la honestidad o el respeto. En el siglo XVIII, Samuel Johnson decía
que el patriotismo es el último refugio de los canallas, y en el siglo XXI, podría
decir que continúa contaminando el contrato social y que se sigue utilizando
para tapar vergüenzas, aprovechándose del honesto y sincero amor por su tierra
que sienten muchas personas para manipularlo en favor de
una minoría. Tanto
el lugar como la familia donde uno nace son fruto del azar y, aunque es
comprensible tenerles cariño, no es obligatorio que nos gusten ni el uno ni la
otra. Cuando el verdadero poder
habla mucho de patrias y se envuelve en banderas es que no le gusta algo de lo
que ve, y por eso en España llevamos
siglos sufriendo el patriotismo de quienes no han dudado en destruir la patria sin
miramientos cada vez que han visto peligrar sus intereses y su modo de vida, con
el objetivo de imponérnoslos a todos.
Se les llena la boca de patria a esa caterva
de proxenetas del lenguaje que llama libertad a sus privilegios y opresión a
los derechos de todos, esos patriotas que se enriquecen fomentando la
globalización para diluir el poder de los Estados, los que defienden que
empresas extranjeras se apoderen de empresas españolas estratégicas y puedan
cortar el suministro de energía a millones de compatriotas en beneficio de
accionistas con variados pasaportes y la patria en la cartera. A esos patriotas
les parece bien que las grandes empresas transnacionales no respeten la ley o
creen sus propios tribunales para impedir que el Estado tome alguna medida
justa que los perjudique. Son patriotas de boquilla, de bandera en la pulsera,
en el cuello del polo y pegatina en la correa del reloj, que llevan a sus hijos
a colegios extranjeros, compran coches fabricados en otros países y van de
vacaciones a países exóticos bien alejados de su “querida” patria, esos que
tienen su dinero en paraísos fiscales, oiga, que el dinero y la patria no
tienen por qué ir de la mano. Son los mismos que apoyan la libre circulación de
mercancías, que no de seres humanos, para producir barato en el Tercer Mundo y
vender caro en su patria a trabajadores en paro cuyo subsidio se paga con los
impuestos de los demás; son los patriotas que añoran aquella patria una, grande
y ¡libre!, un cortijo de su propiedad habitado por esclavos a su servicio y no
por ciudadanos libres. Sólo los ricos son patriotas coherentes
porque ellos tienen mucho que ganar con trabajadores esclavos y, cómo no,
patriotas.
En el intento del siglo XIX por emancipar a
los pobres, el internacionalismo era la bandera de los trabajadores frente al
patriotismo de los ricos, y es que las guerras, como las crisis, siempre las
ganan los mismos. No es casualidad que patriotas fueran los nazis, porque el patriotismo
es la creencia de que ese azar que somos todos nos hace mejores por haber
nacido en un determinado lugar. Tampoco es casualidad que las regiones
separatistas sean siempre y en todo el mundo las más ricas, pero en la España
de la transición, con la inexistente cultura política del país y la represión
franquista contra todo lo que no fuera unidad territorial, se confundió nacionalismo
centrífugo con progresismo, y la izquierda, huérfana de ideología y tradiciones
políticas recientes, compró la idea para regocijo de los partidos nacionalistas
de derechas, o sea, todos. ¿Cómo va a querer independizarse un
pobre, que sólo puede sobrevivir si hay solidaridad?
Los milmillonarios, grandes patriotas y
mayores filántropos en apariencia, han privatizado la solidaridad con fines
publicitarios y para que nada cambie, pero con la pandemia se han clarificado
muchas cosas, entre otras, que sólo hay dos patrias, y que la patria de los que
salen en las listas de Forbes no es la misma que la de las camareras de hotel
ni la de las cajeras de supermercado -casi todas mujeres, otra patria- ni la de
los pensionistas pobres, ni la de los parados, ni la de los trabajadores
precarios, que pronto serán todos. Sólo hay que ver, dentro de cada patria,
quienes se mueren antes, a quienes afecta más la pandemia y quienes hacen
turismo de vacunas.
Los de la patria de arriba utilizan el
patriotismo y sus símbolos para su provecho, y los de abajo se guarecen bajo su
trapo para convencerse de que pertenecen a una entidad fuerte, compartida por
millones de personas, entre las que se encuentran grandes deportistas, famosas
actrices, adulados empresarios, triunfadores en definitiva con los que los de
abajo solo comparten el pasaporte, ni siquiera el domicilio fiscal y los
impuestos que pagan. La vida del español pobre se parece más a la del polaco,
griego o italiano pobre que a la del español rico. ¿A quién le interesa que sea
más importante el corte vertical (patria) que el horizontal (riqueza y
estatus)? ¿Qué le aporta a una pensionista octogenaria que vive sola y sin
recursos pertenecer a la misma patria que la multimillonaria y joven presidenta
de un banco multinacional? ¿Qué tienen en común, aparte de la patria y que no
respiran por branquias?
Como todo en este mundo, los sentimientos patrióticos también se pueden vender, y si no, que se lo digan al gobierno de Malta (UE), que concede la nacionalidad a quien abone 650.000 euros, invierta 150.000 en bonos del Estado y compre una casa de 350.000; o al de Chipre (UE), cuyo pasaporte está valorado en una casa de 500.000 euros y una inversión estatal de 5 millones; o al de España (UE), que, en 2013, concedió permisos de residencia a grandes inversores, fundamentalmente rusos, por su acendrado patriotismo. Eso sí, España deniega papeles a extranjeros arraigados si no tienen ingresos y, para vergüenza de todos, niega sistemáticamente la nacionalidad a los saharauis aunque cumplan los requisitos porque vienen de un "país no reconocido".
La patria, como el Estado, es un concepto grupal en el que sólo cabe lo común, pero, en medio de esta pandemia de ultraindividualismo que estamos sufriendo, ¿qué concepto de patria, de Estado, de grupo, puede tener esa mayoría enferma de egoísmo? ¿qué sentimiento de pertenencia pueden tener esas personas para quienes la idea “nosotros” es un arcano porque jamás han pensado que hubiera algo más allá del “yo”?
DdA, XVIII/5.324
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