Luis García Montero
La Declaración Universal de los Derechos
humanos se presentó en diciembre de 1948. Tomó conciencia, en primer lugar, de
que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen como base el
reconocimiento de la dignidad intrínseca de todos los seres humanos. Se
culminaba así un proceso afirmativo de un contrato social equilibrado que debía
ir de los individuos a los espacios públicos y de los espacios públicos a los
individuos. Es la dignidad de cada individuo lo que permite establecer derechos
universales y es responsabilidad de los poderes públicos cuidar y
favorecer la dignidad de cada individuo.
El
derecho necesita a veces teorizar en abstracto las particularidades
individuales. El concepto de ciudadanía, que el Imperio Romano había usado
dentro de su mundo de privilegios esclavistas, fue recuperado por la democracia
ilustrada para consagrar la libertad, la igualdad y la fraternidad como valores
comunes. Pasar de la categoría privada de individuo a la categoría
social de ciudadano suponía fundar derechos colectivos. Era un modo de
reconocer públicamente la dignidad de cada individuo.
Como
la historia es conflictiva y nunca marca una línea recta hacia la Justicia, a
lo largo del tiempo el concepto de ciudadanía volvió a convertirse en un
privilegio de carácter nacional y clasista. El grado de ciudadano se
transformó en una excusa clasista para tratar con desprecio a los no
reconocidos. El espectáculo repugnante que ha protagonizado el mundo del fútbol
en Catar, al justificar una sociedad esclavista y despreciadora de la vida
humana, es un ejemplo de la actualidad de este peligro. Lo vemos a diario en
las alambradas de muchas fronteras. Por eso hizo falta una declaración de
derechos humanos para recordarnos que el viaje al nosotros de la ciudadanía se
fundaba en el reconocimiento universal de la dignidad de cada
individuo. Son los individuos en condiciones de igualdad los que deben
constituir y edificar libremente el nosotros.
Este
viaje de ida y vuelta entre las conciencias individuales y el Estado es el
fundamento de la democracia. Los individuos eligen unos representantes
políticos que aprueban leyes y el poder judicial se encarga de su aplicación.
Los individuos confían al Poder Judicial las condiciones de convivencia que han
decidido al elegir libremente a sus políticos. Fijar los marcos institucionales
sirve para dibujar el equilibrio sistemático de los movimientos entre el yo y
el nosotros, pero pretender que un Tribunal le diga a los políticos
democráticos cómo deben hacer una ley es tan perverso como utilizar el
concepto de ciudadanía para imponer situaciones de desigualdad, falta de
libertad y autoritarismo.
El PP lleva años intentando sustituir la política por una mafia jurídica y constitucional manipulada. Parte de la leña que alimentó el fuego del conflicto catalán nació de esta dinámica interesada. Bloquear el cumplimiento de la Constitución y la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional es una decisión muy grave que deteriora en su raíz el contrato social y que mina el prestigio de un poder judicial imprescindible en el equilibrio democrático entre el yo y el nosotros. Junto al estribillo del todos son iguales, el deterioro abre también la corriente de otra cantinela: las leyes son propiedad privada de una élite al margen de la voluntad de la ciudadanía. Y este vendaval tiene efectos muy negativos, ya que sólo puede desembocar en un sentimiento de vasallaje ante el autoritarismo o en una conciencia antisocial de que los jueces son más peligrosos para la democracia que los delincuentes.
La
responsabilidad de los partidos políticos es mucha. Pero pasando del nosotros
al yo, ¿qué ocurre con la dignidad individual? Parece que a
las personas que están siendo manipuladas, todas con nombres y apellidos
concretos, no les importa pasar a la historia como elementos dañinos que
contaminaron la libertad, la igualdad y la fraternidad de los españoles. ¿Y las
asociaciones de jueces? Sólo Juezas y Jueces para la Democracia parece sentir
la humillación democrática que para sus togas supone lo que está ocurriendo.
La
democracia española, por fortuna integrada en la Unión Europea, es
fuerte y hay motivos para esperar que resista. Pero sí conviene que la
ciudadanía y organizaciones políticas se tomen en serio una inercia
preocupante, porque tan dañino es el populismo demagógico como el clasismo
prepotente. El Poder Judicial no es un sindicato y por tanto es una barbaridad
decir que los jueces deben elegir la composición del Poder Judicial, apartándolo
así de la voluntad de la ciudadanía. Por otro lado, los partidos
políticos deberían acordar actuaciones que evitasen el sectarismo, la
manipulación y las servidumbres.
En
cualquier caso, el nosotros no funciona sin el respeto a la dignidad del
yo. Todo ser humano tiene derecho a no convertirse en una marioneta.
INFOLIBRE DdA,XVIII/5.330
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