Mercè Domínguez
Okupa llegó a mi vida una tarde sofocante de verano. Apenas podía sostener su cabecita. Probablemente por falta de potasio. Una entre otras tantas carencias que arrastraba. No le quedaba casi pelo, le habían afeitado al cero, aunque sin demasiada traza. Lucía su oreja izquierda mordida, signo de una de las muchas peleas entre machos a causa de alguna linda gatita en celo. O cuestión de marcaje de territorio. O simplemente ese medirse las fuerzas para saber quién manda. Además, su cuello estaba rodeado por una circunferencia de heridas más o menos cicatrizadas, con costras. Signos evidentes de que había luchado con todas sus exiguas fuerzas contra esos lazos de metal o cuerda, que utilizan a menudo las perreras para cazar gatos o perros abandonados. Evidentemente en esa contienda él había ganado. Otro en su lugar estaría orgulloso de semejante hazaña. Sin embargo, para Okupa no era el caso. Su mirada inmensamente triste hablaba de hambre. Mucha hambre, miedo y desamparo.
Primero fue un plato de pienso y agua. Para llenar la tripa y aliviar la canícula. Cuestión indispensable… Poco a poco fue aprendiendo que yo jamás le haría daño. Así que, a ritmo lento ma non troppo, me fui acercando. Día tras día ganaba un centímetro o un minuto de más a su lado. Justo ese espacio que él me cedía en confianza.
Cierto que al principio desaparecía de forma intermitente. Algún día ni se le veía… Quizás vagabundeaba por ahí. Escondiéndose por si acaso. No lo fueran a pillar otra vez. Pero siempre volvía. Para recibir su ración de sustento y, por supuesto, mimos. Un gato muy mimoso. También agradecido. Siempre expresando ese deseo de querer corresponder a tantos cuidados recibidos. Por eso, cuando llegaba alguien a casa, se interponía entre el extraño y yo en actitud de alerta. Por si, llegado el momento, fuera necesario defenderme. Sin embargo, al mínimo gesto de mi parte, olvidaba su tensión y se convertía de inmediato en un gato juguetón con ronroneo. Ahora raramente muestra esos desafíos a los extraños. Sólo se comporta fiero cuando la persona lleva consigo la careta de enojo. De lo contrario saluda afablemente restregando su lomo en los pantalones o las faldas de quienquiera que sea. Porque si es buena gente, él también quiere marcarlos como suyos. Tal vez para así compensar tanta crueldad y humillación hallada en otros humanos. Aquellos que maltratan animales, porque todavía no han tenido la oportunidad de maltratar personas… Sí, Okupa ha aprendido a distinguir ya a la buena gente. Esa le importa. Quizás tanto como a mí. Pero, de otra manera. A estilo felino…
DdA, XVIII/5.333
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