Josefina L. Martínez
¿Cómo no vamos a tener ansiedad si este
sistema es una mierda?” gritaba una joven de 17 años frente a una concentración
de cientos de estudiantes hace unos días en Madrid. En los carteles, algunos
escritos a mano, podía leerse: “Stop suicidios”, “Si no hay salud mental, habrá
revolución”, “Huelga por la salud mental”. Puede llamar la atención que se
organice una movilización estudiantil por este tema. Sin embargo, tiene
especial relevancia cuando el suicidio se ha convertido en una de las causas
más importantes de muerte entre los jóvenes en el Estado español.
Si hay algo que los números nos indican,
cuando vemos el incremento del malestar emocional, es que se trata de un
problema social, estructural. Así como el movimiento feminista señaló en su
momento aquello de que “no es un caso aislado, se llama patriarcado”, lo mismo
podríamos decir del dolor, la depresión o la ansiedad que afectan a miles de
jóvenes. Si no son casos aislados, ¿cómo lo llamamos? Incertidumbre,
precariedad de la vida, múltiples violencias, machismo, racismo, competencia
feroz, bullying, individualismo y meritocracia, explotación, y
mucho más… se dice capitalismo.
En su libro Sedados. Cómo el
capitalismo moderno creó la crisis de la salud mental (Capitán Swing,
2022), James Davies señala que desde los gobiernos y la industria farmacéutica
se promueve una visión individualista de la enfermedad mental. Una
despolitización e individuación del sufrimiento, al que se despoja de sus
múltiples condicionantes sociales, para reducirlo a una serie de disfunciones
internas de las personas. La respuesta suele ser la “intervención
medicalizada”. “Preferimos recurrir a la medicalización, que apuntala las
condiciones existentes con intervenciones e interpretaciones despolitizadas”,
señala Davies.
También apunta que la patologización de
los problemas emocionales transforma a estos muchas veces en un estigma para
niñes y adultos, aumentando la ansiedad general. Al mismo tiempo, este tipo de
aproximaciones al sufrimiento tiende a normalizar las duras condiciones
sociales que actúan “detrás de escena” alimentando el malestar. En un mundo de
precariedad, ansias consumistas frustradas y exigencias al autorrendimiento
productivo, donde nunca hay tiempo para nada, el sufrimiento emocional no es
algo extraño, pero debería politizarse mucho más.
En este sentido, Davies menciona estudios
sobre el aumento de la depresión entre los campesinos de la India, mientras
otras investigaciones han puesto el foco en el caso de los trabajadores y
trabajadoras de las fábricas de IPhone en China y Taiwán. Varios trabajos
académicos indican una correlación entre estas tendencias y el aumento del
desempleo en diferentes países y períodos. Sin negar, por supuesto, la
singularidad propia de cada historia de vida, nos encontramos ante fenómenos de
gran calado social.
¿Y qué papel juega la educación pública en
este sentido? “Actualmente estamos aprendiendo en un sistema educativo que no
se preocupa por nuestro bienestar, ni por nuestra salud mental. Que lejos de
querer que nos formemos para tener espíritu crítico ante la realidad, nos está
formando para ser máquinas que no nos cuestionemos las cosas y que le sirvamos
al capitalista de turno que nos quiera explotar. No nos preparan para el
fracaso, nos preparan para ser ultraproductivos, haciendo que cuando algo nos
sale mal, no sepamos qué hacer con nuestra vida”. Así lo explicaba Leonor,
estudiante de bachillerato, en un video de TikTok que se ha viralizado estos
días.
¿Estamos ante un modo de sentir extendido
en la juventud? Hay que preguntarse entonces cuáles son las condiciones de
posibilidad de esa subjetividad y cuáles las vías para transformarla. Hace unos
días leía una carta de Nuria Alabao a los lectores de CTXT, quien plantea que que la
salida pasa irremediablemente por la lucha. Me adhiero por completo. Lo peor
que podríamos hacer es naturalizar ese tipo de tristeza social en miles de
jóvenes y adultos, sin hacerle frente. Porque no se trata solo de comprender que
el capitalismo deprime y angustia, se trata de oponerle batalla y
responder golpe a golpe. Solo así podrá emerger una nueva subjetividad
creativa.
Politizar el malestar, organizar la rabia
En 1846, el joven Marx escribió un
artículo titulado Acerca del suicidio. Marx reformula allí un texto
del archivista Jacques Peuchet sobre el tema, introduciendo frases propias, en
una suerte de intervención textual. El texto parte del estudio de varios casos de
suicidios en la sociedad francesa de la Restauración. Marx se detiene en las
historias de dolor que llevan a varias personas a quitarse la vida, con
especial atención a las mujeres, que soportan situaciones de gran opresión en
la vida familiar y social. De acuerdo con el autor original, destaca que se
trata de una cuestión social. Marx establece una crítica aguda a las relaciones
familiares patriarcales y al matrimonio como propiedad, tan
característicos de la sociedad capitalista naciente.
“¿Qué clase de sociedad es ésta, en la que
se encuentra, en el seno de varios millones de almas, la más profunda soledad;
en la que uno puede tener el deseo inexorable de matarse sin que ninguno de
nosotros pueda presentirlo? Esta sociedad no es una sociedad; como dice
Rousseau, es un desierto, poblado por fieras salvajes.” Marx, retomando a
Peuchet, pone el foco en esa interacción entre lo individual y lo social,
apuntando que, en ese terreno, “fuera de una reforma total del orden social
actual, todos los intentos de cambio serán inútiles”.
Con una gran sensibilidad por las
desigualdades y oprobios que genera el capitalismo en la vida cotidiana, su
pregunta resuena en la actualidad. ¿Qué clase de sociedad es ésta que
transforma lo que deberían ser fuentes de placer y alegrías en dolores y angustias?
¿Qué clase de sociedad es ésta que convierte las potencias del trabajo humano
en fuerzas destructivas de la humanidad y de la naturaleza? ¿Qué clase de
sociedad pone la ganancia de unos pocos por encima de la vida de millones?
Imaginar otro futuro
La idea de que el capitalismo nos lleva
hacia catástrofes globales también está cada vez más extendida en la juventud.
Aún más después de la pandemia, va tomando forma en variadas geografías. Cada
cuatro segundos, una persona muere de hambre en el mundo. ¡Cuatro segundos!
Debería bastar para que arda todo. Esta percepción sobre la catástrofe social y
la crisis climática puede ser un disparador para transformar la tristeza en
indignación, la rabia en organización.
Si la fórmula trágica de Jameson señalaba
que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, se trata
de invertir la fórmula. Ya que no ansiamos el fin de la humanidad y del
planeta, urge despertar la imaginación acerca de un “más allá” del capital.
Solo así, despertando el deseo por otra sociedad, puede tomar forma un nuevo
optimismo del futuro.
Pero, ¿cómo imaginar otra sociedad? Por
empezar, desnaturalizando todo lo existente. Que las relaciones sociales no
están grabadas sobre piedra. La irracionalidad de este sistema se mostró en
estado puro cuando la vida de millones quedó expuesta ante la especulación de
las grandes farmacéuticas y las clínicas privadas. Las mismas multinacionales
que hacen fortunas medicalizando el sufrimiento individual y las consecuencias
psíquicas de las desigualdades.
En situaciones extraordinarias, adquieren
contornos visibles los talleres del capital. De un lado, las esenciales:
trabajadoras y trabajadores sin los cuales no se mueve el mundo. Allí se
encuentran las fuerzas, junto a las mujeres, las migrantes y la juventud, para
dar vuelta todo. El hecho de que en Estados Unidos, cuna del neoliberalismo más
extremo, crezcan las simpatías de la juventud por el socialismo, es un dato
auspicioso de cambios subjetivos profundos. Claro que también las fuerzas
conservadoras y la extrema derecha quieren explotar las pasiones tristes
aumentadas por la desigualdad para transformarlas en odio y resentimiento hacia
los “otros”. Por eso, nada está asegurado. Hace falta la lucha.
No se trata de esperar un acontecimiento
milagroso, ni de encontrar puntos de fuga para unos pocos en los márgenes del
sistema, sino de trazar el camino hacia una sociedad alternativa. Desde mi
punto de vista, se llama socialismo. Una perspectiva que no tiene nada que ver
con la monstruosa experiencia estalinista, sino que se funda en la cooperación
social, autoorganizada y democrática desde abajo. Eso sí, antes debemos ser
capaces de dinamitar las ataduras de la propiedad privada y la acumulación
capitalista.
En estos días, cuando la conversación
política gira en torno a la extrema derecha, la crisis energética, la guerra,
la inflación y el papel cada vez más adaptado de la izquierda institucional,
también es importante rechazar las trampas de un nuevo “mal menor”. Porque ese
conformismo con el estado de cosas solo puede consolidar la desmoralización
como estado de ánimo general. Por el contrario, como asegura el filósofo
francés Frederic Lordon en un libro que leí estos días: “Solo un increíble
despliegue de energía política logrará evitar que el capitalismo lleve a la
humanidad al límite del límite, un despliegue que suele llevar el nombre
de revolución”.
CTXT DdA, XVIII/5.302
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