martes, 11 de octubre de 2022

EL IMPUESTO PROPORCIONAL A LOS GRANDES PATRIMONIOS NO VALE



PATRIOTAS DE PATRIMONIO

Luis Dial

Era una vez un país al que algunos decían querer tanto que le llamaban “gran país”. La querencia de aquellos recibía el nombre de “patriotismo” y era exhibida con banderas, pegatinas, insignias y toda suerte de quincalla como si alguien, desde algún lugar remoto, hubiera lanzado una competición con premio para saber quien era más patriota. Se trataba de una exhibición bastante absurda, pues de antemano era sabido que los patriotas de verdad confundían patria y patrimonio y amaban tanto su patrimonio que rechazaban con ahínco los impuestos y ocultaban sus fabulosas ganancias y posesiones detrás de sociedades tramadas con testaferros y constituidas por abogados muy listos en “paraísos fiscales” y capital en Suiza. Por extraño que parezca, aquellos patriotas ricos, muy ricos, preferían la evasión a la contribución a la mejora de la vida de su “gran país”. Algunos llevaban la trampa fiscal en su ADN, les venía de familia. Otros, enriquecidos con la corrupción de las privatizaciones de empresas y patrimonio público y, sobre todo, con los planeamientos urbanísticos, la promoción y construcción de viviendas que hipotecaban la vida y los salarios de los jóvenes trabajadores, consideraban que ya pagaban bastante imposición sufragando caprichos y ambiciones de ediles, regidores, técnicos meramente administrativos y políticos de su cuerda. Las prácticas corruptas iban pasando de padres a hijos, sobrinos, cuñados, primos y demás familia. En algunas regiones y nacionalidades (autonomías) gobernadas por aquella suerte de patriotas se contaban en cientos y hasta en miles de millones de euros los dividendos anuales de la corrupción (“sistémica” le llamaban). Así las cosas, solo los asalariados, ocuparan el puesto que ocupasen, fueran ejecutivos, oficiales de primera, trabajadores intelectuales o manuales, autónomos o contratados, pagaban impuestos. Mejor dicho, el Estado se los detraía de sus salarios con una regla proporcional: a más salario, mayor detracción. El impuesto sobre la renta de las personas y el que gravaba los bienes de uso y consumo, incluidas las viviendas, que eran muy caras, constituían los principales ingresos del Estado para sufragar la educación, la sanidad pública, los servicios sociales, la asistencia a los ancianos y otras prestaciones de primera necesidad, administradas, todas ellas, por los gobiernos autonómicos.

Se produjo entonces una crisis económica provocada por los especuladores financieros. Y los patriotas al frente del Gobierno del “gran país” cargaron más impuestos sobre los únicos que pagaban, trabajadores y consumidores, congelaron y bajaron las pagas de los jubilados, de los empleados públicos (administrativos, docentes, sanitarios, policías…), ajustaron algunos impuestos sobre los beneficios de las empresas que, a falta de demanda y consumo nacional e internacional, redujeron la producción o cerraron dejando a miles de trabajadores en paro. Los patriotas en el gobierno transfirieron miles de millones de euros de las rentas del trabajo al capital para salvar a la banca, ya que los propios banqueros, usureros tramposos que agarraron la pasta y huyeron, habían sido incapaces de restablecer el equilibrio apelando al Banco emisor y engañando a los pequeños ahorradores con tretas para dejarles in albis (“preferentes”, le llamaban). La descapitalización humana de los servicios públicos esenciales del “gran país” fue vertiginosa: colegios sin profesores suficientes, con más alumnos por aula, sin calefacción ni aire acondicionado; centros de salud sin el número de facultativos necesarios para atender a la población, sin equipamiento, sin servicio de urgencia; universidades con cátedras en precario, menos profesores cada año; hospitales con menos especialistas y cirujanos y más largas listas de espera de pacientes necesitados de intervenciones quirúrgicas. La regla de reducir los gastos manteniendo congelados los salarios y amortizando los puestos de trabajo se aplicaba a rajatabla, de manera que sólo se cubría una de cada diez vacantes. Incluso se expulsó de mala manera de los hospitales universitarios a los catedráticos eméritos que brindaban su saber y experiencia gratis et amore a los médicos de distintos departamentos y resultaban muy valiosos en casos de duda. Una gobernante autonómica muy, pero que muy patriota, les quitó hasta la magra ayuda para el transporte y para un café de máquina que les daban por su generosa ayuda desinteresada. “Ustedes quédense en casa”, les dijeron. No querían testigos eminentes de la progresiva degradación sanitaria. Lógico. La supresión de recursos (“recortes” les llamaban) de los servicios esenciales afectaba con toda la crudeza a las residencias de ancianos (“asilos” les decían en otro tiempo) de titularidad pública: pocos empleados mal pagados para atender a muchos ancianos desvalidos, menús de mínimos, mucho frío en invierno y demasiado calor en verano. Algunos protestaban por las malas condiciones y el sufrimiento suplementario que les infligían en su último tramo de la vida. Pero turris burris lo que dijeran, pues carecían ya de valor de mercado. En alguna ocasión, algún medio de comunicación se hacía eco de aquellas críticas y obligaba a los patriotas en el poder autonómico a dar una respuesta. Y la respuesta era: “Si no están a gusto que vayan a una residencia de pago”. ¿Es que no habían pagado suficiente en décadas de trabajo, por lo cual eran pobres y con pensiones iguales o inferiores al salario mínimo? La pregunta era inoportuna y además inútil, pues aquellos patriotas “neoliberales” despreciaban la cordialidad de Adam Smith, al que ni siquiera habían leído. En plena descapitalización de los hospitales públicos, con vistas a convertirlos en centros de negocios privados, la mamá de un menda muy alto e importante en el escalafón del gobierno autonómico pisó el aire en vez del suelo, se cayó, sufrió una lesión en la cara, magulladuras y lo más grave: se fracturó una vértebra. La trasladaron rápidamente al hospital, la atendieron en el servicio de urgencias, le administraron calmantes, le hicieron los preceptivos análisis: sangre, radiografías, resonancias. La mujer sentía unos dolores terribles en la espalda. Ni los calmantes más potentes lograban mitigarlo. Llegó el diagnóstico: “Desprendimiento de cadera”. Eso era lo que le pasaba. Pero la mujer, ya entrada en años, decía que no le dolía la pierna sino la espalda. ¿Qué sabría ella? La operaron de una cadera. En aquel “gran país” valía todo. Todo, menos cobrar los impuestos proporcionales a los ricos y muy ricos, a los grandes patrimonios.

VIAJE A LA SITUACIÓN  DdA, XVIII/5.283

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