Enrique del Teso
Es más fácil sumar que restar. A los niños se les enseña primero.
La izquierda, sin embargo, es más de restar. Le gusta que cada idea sea una
frontera, que cada conducta sea el contraste de proyectos diferentes. Le doy
vueltas a si se debe prohibir la prostitución. Leo y pienso. Completo el
convencimiento de que debe prohibirse. Necesitaré entonces poco tiempo para
tener la certeza de que el izquierdista que quiera mantener el mercado del sexo
no es de izquierdas, está con los proxenetas y no vamos en el mismo barco. Se
convoca una manifestación por la enseñanza pública. Acudo y hay poca gente.
Enseguida pensaré que hay mucho progre de boquilla, que allí en la
manifestación se ve quién está y quien no está con la enseñanza pública. Un
individuo de izquierdas necesita muy poco para restar y sentir que Esos De Ahí
no son de los suyos. En los seis meses que van de las elecciones de diciembre
de 2015 a las de junio de 2016, un millón de progresistas que habían votado a
Podemos o IU se dijeron eso tan de izquierdas de
«huy, no me representan». Los izquierdistas tienden a exhibir doctrina,
identidad y coherencia. Pero hay un punto de coherencia que solo se consigue no
haciendo nada; o creyendo que hacer algo es escindirse y reiniciar un proyecto
porque lo anterior «ya no nos representa». Los izquierdistas confunden con
frecuencia la exigencia con la falta de compromiso. Suelen creer que sus
fracasos se deben a sus virtudes. A todo esto se añade lo que es habitual en
política: los clientelismos, las ambiciones, los egos y ese activismo frenético
cuando hay pocas sillas para demasiados culos. Así se llega a esa tendencia
tenaz de que en la izquierda haya más bandas que músicos, como dice con gracia
Gerardo Tecé. El esperpento de Por Andalucía y Adelante Andalucía es solo una
caricatura, una exageración bufa de lo habitual. Las izquierdas no parecen
saber sumar. Yolanda Díaz hace bien en elegir como
marca lo primero que los niños aprenden en la escuela: sumar. Lo más fácil.
El coeficiente de Gini sitúa la distribución de la riqueza entre
el cero (igualdad perfecta, todos ganan lo mismo) y el cien (desigualdad
perfecta, un solo individuo lo tiene todo). España tiene uno de los
coeficientes más altos de Europa (33), es decir, es uno de los países más
desiguales y el cociente volvió a subir unas décimas (en Portugal bajó
un par de puntos). Este coeficiente no mide la riqueza, sino su distribución.
España no es de las más pobres de Europa. Pero los datos de Bankinter y
otras entidades, sintetizados por Kiko Llaneras, indican que la mitad de los
contribuyentes españoles ganan menos de 15.000 euros al año. España se hizo más
rica y los españoles más pobres. Cada crisis (por la deuda, por la pandemia,
por la guerra) hace un efecto de lupa: con cada crisis aumenta la desigualdad,
el número de pobres y la riqueza de los ricos porque a eso apuntan las
tendencias de nuestro sistema, las crisis solo ponen aumentos en la maquinaria
acelerando los procesos.
A la vez, se envenena la política haciéndose explícitos fragmentos
de barbarie cuya negación debería ser transversal en todos los partidos:
racismo explícito, machismo explícito (¡se negocia la existencia de crímenes
machistas!), clasismo explícito (el número de contribuyentes que gana entre
60.000 y 100.000 euros al año anda por el 3,5% y a ese afortunado 3,5% le darán
becas en Madrid, porque «también sufren»). El caso Ferreras muestra lo que ya
sabíamos. El periodismo gordo fue un papagayo de las oligarquías. Cuando a las
oligarquías no les gustaron determinados grupos políticos, el periodismo fue
parte de la mafia y cloacas que llenaron el país de mentiras, apaños y corrupciones.
Entre la infamia de los grupos editoriales y la degradación inducida por la
aparición de la ultraderecha, quedan ya al mismo nivel la ciencia y los
antivacunas, los análisis y los chismorreos, la verdad y la calumnia. Y además
veremos que no pasa nada (tras oír los audios de su marido Ferreras, qué gracia
hace recordar a Ana Pastor, cuando Pablo Iglesias decía
que debía investigarse a los medios y ella decía que qué miedo, huy qué miedo
me da eso que está diciendo). Y todavía no está interiorizado lo que significa
una guerra de la que somos parte. Si la culpa de Rusia es
tan evidente y la resistencia de Ucrania tan
justa, todos estamos encantados de tener razón. Recordemos a Toni Cantó
exultante, yendo a la Puerta del Sol «contra el comunismo», rugiendo su
ignorancia y encantado de tener algo que hacer.
Este es el cuadro en el que la izquierda tiene que aprender lo más
fácil que aprenden los niños: sumar. Esta es la situación en la que tienen que
pensar con la cabeza puesta en su país o con el culo buscando una silla. No hay
suma posible en la izquierda, si no se cumplen dos condiciones: que se pueda
uno añadir sin autocrítica y que la succión de la suma sea tan fuerte que no se
pueda uno quedar fuera. La suma de Yolanda Díaz no puede ser un elemento en el
que se disuelvan grupos y grupúsculos de izquierdas. Tiene que ser una emulsión
en la que floten esas izquierdas, como grumos en la papilla, y dejar que el
tiempo vaya armonizando. Por ejemplo, cuando la corriente pase por Asturias, no
sumará si para sumar Daniel Ripa tiene
que darle la razón a Sofía Castañón o
a la inversa. Tendrán que estar los dos con la convicción de tener razón, sin
autocrítica, en emulsión. Y la corriente tiene que ser fuerte, adivinarse
sólida, mostrarse como el escenario donde pasarán las cosas. Tiene que ser la
plaza en la que no se puede no estar. Así no armonizará, pero sumará.
Yolanda Díaz ya consiguió algo que falló en el arranque de
Podemos. No ofende a los votantes socialistas y es reconocible y reconocida en
la izquierda clásica. C’s acosó al PP,
pero no molestó a sus votantes. Vox los
llama cobardes, pero no molesta a sus votantes. Podemos arrancó convirtiendo a
los votantes del PSOE en erizos e incomodando a la
clientela de IU. Yolanda Díaz, sin embargo, no parece provocar rechazo en
ningún caladero progresista relevante. No sobrevuela ese adanismo de nada de lo
anterior vale. Podemos bajó en cada elección y, de ser una opción transversal,
es ahora la menos capaz de conseguir el apoyo de quien no se identifique con su
ideología. Pero sus logros son indiscutibles. Rompió la modorra en la que había
derivado la post transición, rasgó los cortinajes que ocultaban las tramas
ilícitas de poder, caricaturizó las inercias plomizas de los partidos de poder
y puso lupa de aumentos en las necrosis de la democracia. Se degradaron las
estructuras del Estado para atacar a sus líderes, sobre todo a Pablo Iglesias,
hasta niveles que comprometen a la democracia en sí. Yolanda Díaz tiene que
sumar más allá de Podemos, pero llevar consigo la renovación de la que los
morados son protagonistas y parece llevar con naturalidad esa representación.
La gran incógnita que siempre lastra a las izquierdas es la eficacia y la
política real. Díaz precisamente se presenta desde el poder, desde la gestión
eficaz y desde las negociaciones y pactos solventes, presenta como bagaje real
lo que siempre genera dudas sobre la izquierda. Parece estar en la modernidad,
pero con raíz. Iván Redondo dice que quien conecte abuelos con nietos es
demoledor y que el otro día Díaz ya conectó a la nieta con su abuelo. Las
circunstancias y su valía la hicieron la persona perfecta en el momento
adecuado. No tiene que convencer a tanto líder y lumbrera izquierdista
adiestrado en la resta. Tiene que abducir, mover el carro con tanta fuerza que
no puedan estar fuera de él. Tiene que interpretar los miedos y la confusión de
la gente desde su estilo apacible, romper a la ultraderecha no llevándoles la
contraria sino siendo lo contrario a lo que son ellos. Y los izquierdistas de
todo pelaje tienen que recordar antes de «buscar su propio camino» y del «no me
representa» el contexto de todo esto: desigualdad y aumento de la pobreza;
racismo, machismo y clasismo explícitos en la gestión pública; alianzas
mafiosas de cloacas, inmundicia política y periodismo; la guerra y sus efectos.
Lo primero que aprenden los niños es a sumar.
La Voz de Asturias DdA, XVII/5223
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