Luis García Montero
Hay algunas frases que
hacen mucho daño. Y el verdadero dolor social no se produce exactamente en las peleas,
los gritos, los insultos y los altercados. La vida es una conversación. El daño
íntimo que no hacen los insultos puede abrirlo la frase que se cuela en una
conversación y convierte las relaciones cotidianas en un espacio degradado. Esa
frase tiene aire de conclusión, de experiencia irreparable, de vida fracasada.
Una de las frases que más duele en la
convivencia democrática es la de todos son iguales. Los
que quieren tener las manos libres para el ejercicio sin límites de su poder
invierten tiempo y estrategias comunicativas en esa epidemia. Se busca, por
ejemplo, que los estados de ánimo de la política pasen de la normalidad al
lazareto, después la sala de urgencias y finalmente al cementerio. Quien impone
esta idea consigue un doble juego: camufla al verdadero corrupto en la
descalificación general y, al mismo tiempo, desactiva cualquier proyecto
decente. Parece que no se puede creer en nada.
El escándalo de una corrupción verdadera
queda disfrazado en el ruido del siempre es lo mismo, las cosas son
así, qué más da, ya se sabe, unos y otros… Cualquier deseo de tomarse
en serio la actuación pública queda enfangado en el paisaje del descrédito:
otro que viene a engañarnos, quién puede creérselo, ya sabemos lo que pasa, una
mentira más… Y como vivimos en una esfera de comunicación en la que estamos
todos muy fichados, a cada político se le corta un traje a la medida de su
descrédito. Si la atracción del consumidor se consigue ofreciendo aquello que
despierta sus instintos, el desprestigio de cada político afila la silueta de
su caricatura: nunca cumple sus promesas, es un chaquetero, sólo ambiciona
mantener su puesto, demasiado frío, demasiado caliente, demasiado protagonista,
muy desleal, va a lo suyo. El apellido acaba siendo empleado como un adjetivo
descalificativo. Conviene no olvidar en esta dinámica que las murallas
institucionales derribadas con el descrédito de la política provocan un
vacío que nunca es ocupado por una nueva libertad, sino por los buitres de
siempre.
Las estrategias de descrédito de la
política son muy amplias y van desde la posibilidad de extender la idea de que
todos los políticos mienten por intereses partidistas hasta la consigna de
repetir que los impuestos son un robo, que el Estado se queda con el dinero sin
que nada revierta en la sociedad, que no es justo redistribuir la riqueza, que
no existen contextos sociales y que los éxitos o fracasos dependen del mérito
de los individuos. Estas leyes de la selva hacen imposibles los marcos
de convivencia.
Nos conviene mucho evitar que se imponga la idea de
que todos los periodistas mienten, porque no es verdad, no todos son iguales, y
porque es otro misil lanzado contra la democracia
Si ya resulta difícil mantener la dignidad
de la democracia ante las estrategias del ofensivo sentimiento antipolítico, la
tarea se hace más complicada cuando entra en crisis otro de los ejes decisivos
de una comunidad: la información. Trasladar al periodismo la idea negativa de
que todos son iguales es otra forma de diluir bajo el ruido
general la culpa del mentiroso concreto y de desactivar los efectos de las
informaciones reales y de las denuncias hechas con datos y a través de una
investigación. Nos conviene mucho evitar que se imponga la idea de que
todos los periodistas mienten, porque no es verdad, no todos son iguales, y
porque es otro misil lanzado contra la democracia.
Como respuesta a esta estrategia
devastadora, propongo cinco medidas:
- No cerrar los ojos ante la degradación y la
falsificación del oficio de informar. Deben quedar expuestos y en
vergüenza los medios o las personas que ensucian su oficio.
- No olvidar, no pensar que hubo en el pasado una
información sin miserias. Hoy existen muchos modos de romper las normas de
control, de lanzar grabaciones o descubrir infamias. Vivimos en un tiempo
muy rápido en el que hasta la verdad sale en medio del diluvio y sin
posibilidad de ser contextualizada. Eso genera confusión y una dinámica
pesimista. Pero no olvidemos que antes del ruido hubo silencios ominosos,
posibilidades de controlar hasta la sonrisa de una fotografía, padres de
la patria periodística que creyeron propio de su deber la tarea de
encubrir muchas tropelías y de falsificar los acontecimientos. Y no hace
tanto que con la estación de Atocha llena de cadáveres hubo periodistas y
políticos que jugaron a acusar en falso a ETA para buscar ganancias
electorales. La mezquindad informativa viene de lejos. Que hablen hoy de
inestabilidad los que convirtieron la indecencia en estabilidad no deja de
ser un sarcasmo profesional.
- Negarse a que los horizontes de la ética queden
cada vez más alejados de nuestras sociedades. Negarnos a convivir no ya
con la mentira, sino con la violación sistemática de los derechos humanos.
La infamia de un hecho contagia infamia a otros hechos.
- Hacer posible que las asociaciones profesionales
sean ámbitos de vigilancia de la honestidad profesional. En vez de declaraciones
gremiales sobre la libertad de opinión, estaría bien que las asociaciones
denunciasen al que pretende confundir la libertad de opinión con una
cloaca.
- Dar apoyo a la prensa decente, impedir que paguen justos por
pecadores, reflexionar sobre las inercias sociales que hacen del público
un rebaño tan fácil de manipular. Hay muchos lugares limpios a los que
mirar. Aconsejo, por ejemplo, la lectura de un libro de la periodista
Patricia Simón: Miedo. Viaje por un mundo que se resiste a ser
gobernado por el odio (Debate, 2022).
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