Luis García Montero
La forma de los árboles responde al viento que ha pasado a
través de ellos. Creo recordar que fue el poeta
griego Yorgos Seferis quien comparó la huella que deja en nosotros la vida con
la forma de los pinos atravesados por el viento. Cada rama es un diálogo entre
la voluntad de crecer y las cosas que nos envuelven, nos empujan y nos hacen.
Antes de ver el mar, yo conocí a
Espronceda. Mi padre tenía la costumbre de leer en alto sus composiciones
preferidas de Las mil mejores poesías de la
lengua castellana. Extraña era la mañana de domingo en la que su
voz no terminase por llenar el mundo con los cañones y el velero bergantín de
“La canción del pirata”. Me asalta hoy su
recuerdo en medio de un viaje. Saco de la mochila el ordenador y me pongo a
escribir. Desde la ventanilla de un avión observo la infinita piel azul del
océano, ese misterio en el que desembocan todos los ríos de la
vida. A muchos pies de altura y muy dentro
de mí, escucho la voz de mi padre, su forma algo teatral de sacudir el yugo del
esclavo y de imponer su libertad a despecho del inglés.
La tecnología tiene rodeada a la muerte
con todos sus avances. Cuando quieres pensar en otra cosa para ir navegando
por las aguas del duelo, el
teléfono móvil sorprende con un mensaje de voz o con un vídeo. La melancolía
que antes guardábamos para determinadas ocasiones en los álbumes de
fotografías, nos invade ahora desde una pantalla. Pero convivimos más con la
pérdida que con la memoria. Y no es lo mismo, porque la memoria, como el
viento, responde a aquello que pasó por nosotros y nos dio forma. Supone un
diálogo con la intimidad más profunda, algo que nos hace vivir y que se parece
mucho a la literatura.
Miro el océano, veo a mi padre, igual
que lo veo con frecuencia cuando paso por delante de algún espejo de mi casa.
El hombre de 95 años que murió hace dos meses llevaba dentro al niño que fue
internado en un colegio para huérfanos de militares. Siempre he pensado que su
carácter sentimental, con excesos en el amor y en los requerimientos, nació de
la larga conversación con la soledad que vivió desde muy joven. Yo vine
al mundo debido a su amor por la alta montaña y la nieve.
Militar de la quinta promoción de
infantería, pidió su primer destino en Jaca. Cuando en los años 50 se fundó una
compañía de montaña en Sierra Nevada, mi padre llegó como teniente a Granada.
El recuerdo infantil y el álbum de fotografías se mezclan en su uniforme blanco
y sus esquís cruzados en la espalda, mientras desfila al frente de sus
soldados.
Cuenta mi madre que ella tenía otro
pretendiente. Pero un día el joven militar famoso entre sus amigas, porque se
parecía a Gregory Peck, se le acercó, la llamó por su nombre y dijo que la
estaba esperando. Pensaba proponerle matrimonio en cuanto ella se cansase de
aquel novio que no le convenía. Así, así, el militar de Burgos se casó con la
joven granadina estudiante de Filosofía y Letras. Las ramas
de mi existencia, mi forma de amar, imaginar, discutir, el sentido de la
lealtad o de la indignación, tienen
mucho que ver con un militar de derechas que defendió siempre delante de sus
amigos al hijo que había salido rana y se había apuntado a la izquierda. Como
siempre es posible alcanzar orillas amables, pasados los años repitió también
que no hay nada más importante que ser un buen poeta. Y siguió recitando a
Machado, San Juan de la Cruz, Campoamor o el Duque de Rivas con voz de huérfano,
enamorado y padre de 6 hijos.
Algo tiene la poesía, desde luego. Por mucho que avance la ciencia, aunque haya grabaciones,
videos y capturas tecnológicas, la vida guarda su propia mecánica sentimental y
pasa por nosotros como pasa el viento entre los árboles, llenando nuestra
sombra, la que va con nosotros, de ramas, astillas y detalles silenciosos que
de pronto se ponen a decirnos quiénes somos.
Miro el mar, el mar infinito, y me
invade los ojos, y me devuelve de golpe las mañanas de colegio, el olor a gasolina
del primer coche camino de la playa, las comidas de Navidad con pavo y
discusiones, los partidos del Madrid y el Granada Club de Fútbol, el pirata de
Espronceda y tantas, tantas cosas, granos de arena en un reloj. Y todo lo que
está a miles de kilómetros de distancia vuelve a depender de la palabra yo. Sin
esa humilde verdad, sin las conversaciones en la cocina o las mañanas de
domingo, los grandes viajes pierden su sentido.
InfoLibre DdA, XVIII/5186
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