Aunque asistamos indiferentes a la noticia que conocimos esta semana pasada por medio de la propia presidenta, desde la muerte del dictador ningún gobierno autonómico o estatal había propuesto una medida de censura de textos y libros semejante a la que pretende el gobierno de Isabel Díaz Ayuso.
Lucio Martinez Pereda
La noticia salía en la
prensa en los siguientes términos: Ayuso revisará de forma «urgente» los libros
de texto. El Gobierno de la Comunidad de Madrid pretende censurar contenidos
con la excusa de proteger de «adoctrinamientos» a los alumnos y ha pedido al
Ministerio una Conferencia Sectorial de Educación «por la alarma social
provocada por su ideologización política». Según CCOO Ayuso impulsa una medida
“asociada a la historia de la Inquisición y el franquismo. Es la muerte del pensamiento”.
Y no falta razón
histórica en esta frase que nos conduce a uno de los aspectos peores del
fascismo español. Dentro del proceso de purga educativa franquista la
depuración de los libros de texto constituyó un componente fundamental. Desde
la muerte de Franco en 1975 ningún gobierno autonómico o estatal había
propuesto una medida de censura de textos y libros semejante. Pese a que se han
escrito abundante trabajos de investigación histórica sobre la depuración del
libro realizada durante la dictadura franquista, esta aún sigue siendo un
aspecto insuficientemente conocido por la opinión pública.
La depuración educativa
franquista, iniciada en el verano de 1936 en los territorios donde venció el
golpe de estado, no solo afecto a miles de docentes. La “purga” realizada con
profesores y maestros republicanos quedaría incompleta si los medios escolares
no se veían libres del “contagio de todos los males” que habían “contaminado”
las instituciones educativas durante la Republica. En consecuencia, la purga
también se extendió́ a los contenidos curriculares educativos y los libros de
texto.
El patriotismo belicista y la religión fueron los dos ejes sobre los que se
vertebró el nuevo sistema de enseñanza. Sobre la escuela convergieron la
propaganda exaltadora de la guerra civil y los fundamentos educativos del
nacional catolicismo. La identidad histórica de España estaba ligada a la
Religión. Los hitos históricos creados por el carácter patriótico religioso de
la Nación Española: la lucha contra el infiel durante la Edad Media, la
conquista y cristianización de América, las luchas contra los protestantes
europeos y la Guerra de Independencia contra el invasor ateo francés, fueron
transmitidos como los símbolos forjadores del espíritu marcial y católico sobre
el que habría de asentarse el Estado Nuevo.
Los textos escolares se
llenaron de paralelismos históricos parangonando la guerra civil con las
circunstancias históricas que evidenciaban el papel jugado por la Religión en
las grandes empresas del pasado. La fusión entre religión y patriotismo quedaba
perfectamente reflejada en este texto de un inspector de Primera Enseñanza
” que se haya restablecido la enseñanza religiosa no quiere decir solamente que
el maestro se limite a dedicar una o varias sesiones semanales a la enseñanza
del Catecismo e Historia Sagrada. Esto es indispensable, pero lo es más, que el
ambiente escolar esté en su totalidad influido y dirigido por la doctrina de
Cristo (…) el maestro ha de ambicionar formar apóstoles que ansíen llevar la doctrina
de Jesucristo a todos sus actos cotidianos. En las lecturas recomendadas, en la
enseñanza de las Ciencias, de la Historia, de la Geografía, en todo momento,
aprovéchese cualquier tema, para deducir consecuencias religiosas. (…)
Programa, escuela, libros y maestro han de responder a estas aspiraciones.
Respecto a la Educación patriótica se acabó́ el desdén por nuestra historia.
Terminó la agresión a todo lo español, como en la enseñanza de la Religión,
también pedimos un ambiente total para la enseñanza de la Historia, como medio
de cultivar el patriotismo. Y una y otra estrechamente unidas.”
Las circunstancias
bélicas en las que esta depuración se llevó́ a cabo fueron fundamentales para
conformar la nueva escuela franquista: la educación debía ponerse al servicio
de los valores bélicos. La guerra producía el “engrandecimiento de la patria”;
si a los niños no se les inculcaba el militarismo social, no se podría
desarrollar el sentimiento de amor patriótico. Las escuelas, según se repetía
en un slogan de fortuna en el momento, habían de parecerse a la España que
lucha en el frente.
La Orden que regulaba el concurso para dotar a todas los centros escolares del
“Libro de España” lo expresaba en los siguientes términos: “las Escuelas de la
Nueva España han de ser la continuación ideal de las trincheras de hoy (…) han
de prolongar en el futuro esta guerra de ahora”. Los autores, según se recogía
entre los requisitos de participación, habían de ser españoles de probado
patriotismo y adhesión al Movimiento Nacional y no haber sido objeto de sanción
por parte de las comisiones depuradoras.
En todo este proceso de
purga por el que pasó la institución escolar, la depuración de los libros de
texto constituyó un componente fundamental. La censura de libros y publicaciones
había dado comienzo el mismo día que los militares toman el poder. Las primeras
órdenes militares censoras se dictan en fechas tempranas; en los bandos
provinciales de Declaración del Estado de Guerra, se ordenaba la quema de toda
la prensa, libros y folletos de “ideas extremistas, así́ como la de temas
sociales y en general todos aquellos que encierren propaganda reñida con los
principios de la buena moral, así́ como los que combatan la religión cristiana
y católica, base del sentimiento religioso español.”
La incautación y
posterior destrucción de estos libros fue considerada como una cuestión de
salud pública, según se decía en la Orden 13 de la Junta de Defensa del 4 de
septiembre de 1936. Los gobernadores civiles, alcaldes y delegados gubernativos
estaban obligados a proceder “urgente y rigurosamente, a la incautación y
destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en
bibliotecas ambulantes y escuelas.” Los inspectores de Primera Enseñanza
adscritos a los rectorados serían los encargados de autorizar: “el uso en las
Escuelas únicamente de obras cuyo contenido responda a los sanos principios de
la Religión y de la Moral cristiana, y que exalten con sus ejemplos el patriotismo
de la niñez.” Los directores de los Institutos debían comprobar que en los
textos usados en la enseñanza secundaria” no haya cosa alguna que se oponga a
la moral cristiana, ni a los sanos ideales de la ciudadanía y patriotismo.”
La Inspección de Primera
Enseñanza fue la encargada de llevar a la practica la Orden 13. Los gobiernos
Civiles ordenaban a las Inspecciones proceder a la revisión de los textos y
libros de las bibliotecas escolares. Los maestros estaban obligados a enviar,
antes de 3 días a los inspectores de su zona una relación de títulos,
autores y fechas de publicación de los libros de cada una de las bibliotecas
escolares. La justificación de la medida se hacía en los siguientes
términos:
“Entre los factores que más directamente contribuyen a la formación del
espíritu del niño, figura en primera línea el libro de texto. Por esta
razón es de importancia que los libros que se ponen al alcance de los niños
tengan aquella orientación que requieren las conveniencias espirituales del
alumno y reclamen a un tiempo mismo el bien de España y las necesidades del
momento, que el Movimiento Salvador de la Patria está imprimiendo. Y no puede
admitirse (…) que los libros escolares contengan nada que se oponga a esta
orientación y acusen, no ya antirreligion o anti patriotismo, sino ni siquiera
tibieza en la expresión de estos grandes sentimientos.”
El 16 de septiembre de
1937, la Comisión de Cultura y Enseñanza de la JTE promulgada una nueva
Orden, por la que la depuración de textos con ideas “disolventes conceptos
inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique falta de
respeto a la dignidad de nuestro Ejército, atentados a la unidad de la Patria,
menosprecio de la Religión y de cuanto se oponga al significado y fines de
nuestra gran Cruzada Nacional” se extendía a la totalidad de bibliotecas
públicas.
Los gobernadores civiles
disponían de 15 días para hacer una relación de todas las bibliotecas
públicas y escolares. En cada distrito universitario se constituía una
Comisión Depuradora compuesta por el Rector o una persona por él delegada, un
catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad, un
representante nombrado por la autoridad eclesiástica de la capitalidad
universitaria, un vocal propuesto por el cuerpo de archiveros y bibliotecarios,
un vocal designado por la autoridad militar , un vocal nombrado por la
Delegación de Cultura de F.E.T y un padre de familia propuesto por la
Asociación Católica de Padres de Familia del distrito.
Los gobernadores civiles
ponían a disposición de la Comisión Depuradora la relación de las
bibliotecas acompañada con los índices y ficheros de las publicaciones de sus
fondos. La Comisión, después de examinar las listas y siguiendo las orientaciones
establecidas por la Comisión de Cultura y Enseñanza calificaba las obras en
tres grupos: el primero estaba formado por obras pornográficas, el segundo por
publicaciones de propaganda revolucionaria o de ideas subversivas, y el tercero
por “Libros y folletos con mérito literario o científico que por su contenido
ideológico puedan resultar nocivos para lectores ingenuos o no suficientemente
preparados para la lectura de los mismos.” Las obras pertenecientes a los dos
primeros grupos debían ser destruidas, las del tercer grupo habían de
situarse en un lugar no visible de la biblioteca, de difícil acceso y
solamente podían ser consultadas por personas que dispusieran de un permiso
especial dado por la Comisión de Cultura, “previo asesoramiento de autoridades
competentes”.
Los conceptos
clasificatorios en los que se basaba la tipología depuradora eran tan
inconcretos que la clasificación de los libros destinados a ser destruidos fue
muy variada y enormemente mudable, según se llevara a cabo teniendo en
consideración la propagandística o la literatura legal- represiva: “libros
perniciosos, disolventes, satánicos, marxistas, masónicos”. Cada ira
política personal, encontraba acomodo en una tipología calificatoria
singular; hubo quien incluso propuso una taxonomía represiva delirante: el
escritor José María Salaverría escribía en el ABC que la Revolución de
Asturias había sido” provocada por la literatura rusa, judaico vienesa,
judaico alemana y judaico americana.”
Habría que retrotraerse
a las persecuciones contrarreformistas contra el libro protestante para
encontrar un episodio histórico como el que se produjo durante la guerra en la
España controlada por los rebeldes. Ni tan siguiera- la en principio inocente
literatura infantil de evasión- se libró del vendaval de la purga; obras como
El Corsario Negro de Emilio Salgari, Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas,
Los cuentos de Andersen, o Los viajes de Gulliver de Swift se convirtieron en
peligrosos relatos que podían pervertir las conciencias infantiles y
juveniles. La fobia persecutoria, llegó hasta extremos, nos atrevemos a
concluir que solamente comparables a lo producido en la Alemania nazi y el
stalinismo; una purificación inaudita en ningún otro episodio de biblioclastia
de los que asolaron la cultura europea del periodo de entreguerras. Ni la
mismísima Caperucita Roja fue ajena a una depuración que le obligo a ser
publicada bajo el título de Caperucita Azul, y posteriormente como Caperucita
encarnada.
Nueva Revolución DdA, XVIII/5186
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