Matar a un ruiseñor
Leticia Gondi
Jamás he utilizado el adjetivo "desestructurada" para referirme a mi familia. ¿Peculiar?, ¿inusual?, probablemente; pero no desestructurada. Porque lo desestructurado carece de estructura, y la mía, no habría pasado el corte de HazteOir, eso seguro, pero en esencia estaba perfectamente constituida. Cada miembro ocupaba, no en vano, el lugar exacto que debía ocupar. Esta afirmación, en absoluto gratuita, se sustenta sobre los principios básicos de la casuística, cuyo enunciado advierte que la mínima variación en las condiciones iniciales desencadena comportamientos inesperados en los sujetos.
Cada conflicto, anomalía, límite, vínculo afectivo, el reparto consciente de funciones, los roles asumidos, la educación, la superstición o los valores morales que configuran un hogar, forja nuestra personalidad, es decir, el modo de relacionarnos con el resto, con nosotros mismos y con el medio estará directamente condicionado por el modelo familiar del que somos parte integrante. Con esto trato de explicar que, de haber crecido en Canarias, y no en Asturias; en el seno de una familia con recursos y medios suficientes; al cuidado de un padre y una madre al uso, y no de una güela, yo no sería yo. Y quien soy es, en definitiva, todo cuanto tengo. La herencia recibida y el legado que dejaré.
Mi padre se fue a Alemania una vez nació mi hermana; esta que os escribe, acababa de cumplir 18 meses. Cuando dimos con él, en una red social, sumamos dos hermanos, dos hermanas, cuatro tías, tres tíos, y siete primos y primas más a la familia. Mi madre vivía en Las Palmas de Gran Canaria, donde trabajaba como enfermera. Periódicamente, le hacía a mi abuela un giro postal, para colaborar con nuestra manutención. Mi abuela hacía las veces de madre y de padre. Mi tía Leti era nuestra hermana mayor. Mi tío el alcohólico, tenía el principal cometido de hacernos los días, y sobre todo las noches, insoportables. Entre otros aprendizajes nos dejó el inservible significado del miedo y del odio y a mí, personalmente, la confirmación de que no existe Dios. Mi tío el raro vivía en el desván, y no se comunicaba con nadie. Ni siquiera con nosotras.
Necesito aclarar que el hecho de que me sienta orgullosa de mis raíces no impide que vea los errores que cometimos de manera individual [aludo concretamente a los míos], al amparo de una sociedad poco evolucionada, cuando no incapacitada, en materia de salud mental.
Juacu, que así se llamaba y se llama, como su padre, "mio güelu qu’en paz tea", apenas se relacionaba con nosotras. Me atrevería a asegurar que apenas se relacionaba con alguien [es de justicia citar aquí a su amigo Manel, quizás la única persona de puertas para afuera capaz de ver el alma blanca de mi tío]. En los quince años que convivimos bajo el mismo techo, tal era la desafección, apenas intercambié con él un par de frases que podría citar textualmente con su fecha y hora aproximadas. Mi abuela le dispensaba los mismos cuidados que al resto de sus vástagos, por supuesto, también cocinaba para él, sin embargo, este únicamente se acercaba a la mesa, al aseo, una vez todos nos habíamos marchado. Asustadizo, desconfiado, huraño, mi tío Juacu era un sospechoso habitual. Ni su madre, mi abuela, resignada e impotente, ni la sociedad en general ponían de su parte por hacernos empatizar con él. Al contrario, sin habernos siquiera mirado, llegamos a temerle, a tenerle ojeriza.
No hace tanto que a lo que le sucede a mi tío le han puesto nombre y apellidos; trastorno de la personalidad paranoide-esquizoide, de etiología psicógena. Sin embargo, durante demasiado tiempo, a eso que hoy lo identificamos de manera unívoca, como enfermedad, o trastorno, lo teníamos por carácter de la personalidad, haciendo que pareciera un factor susceptible de modelar o modular a capricho; cualquiera es capaz de ser más amable, o más locuaz, o más divertido, a poco que se esfuerce; basta con tener la firme voluntad de adaptarse al resto; soy mejor persona en la medida que deseo serlo. A un enfermo, por contra, se le descarga de dicha responsabilidad.
La memoria de aquellos años me arroja un hombre antisocial y malhumorado, de quien no convenía fiarse, y su comportamiento [a nuestro juicio infantil], el propio de un ser despreciable. Desprovisto de toda humanidad. Malvado. Aunque de facto, mi pobre tío, no hubiese sido capaz de matar a ese ratón al que descubre comiéndose el grano en la despensa.
Cuando mi madre enfermó, por razones que no vienen al caso, ni quiero hacer de este, un relato demasiado extenso, fui perfectamente consciente de la gravedad de su trastorno mental. La realidad me asestó el penúltimo bofetón de mi vida. Pero entonces, a los ojos de las niñas que éramos mi hermana y yo, únicamente cabía una certeza; nuestro tío nos odiaba, quizás por ser el fruto de la "mala cabeza" de su hermana, quizás porque éramos ruidosas, molestas…
Como mi tío hubo otros, cada pueblo tenía su propio Boo Radley, aquel personaje que tan hábilmente supo dibujar en 1960 Harper Lee y que apenas dos años más tarde supondría el debut de un desconocido Robert Duvall en "Matar a un ruiseñor". El tipo raro, el "majareta", el "mongolín". En quienes las niñas y los niños materializábamos nuestros miedos, y más tarde, siendo adolescentes, hallábamos blanco fácil de mofa y humillación.
A la sociedad nos ha sido muy conveniente meterlos a todos en el mismo saco, y ocultarlo en un rincón; la diversidad intelectual, la conductual, la cognitiva, la psicosocial. Porque al unificar, evitamos el engorro de tener que aceptar las distintas realidades. Así no debemos adaptarnos, no es necesario empatizar. Basta una etiqueta y todo nuestro recelo, desprecio o lástima, quedan justificados. Seres humanos estigmatizados, a veces perseguidos, excluidos, ocultados, vejados, habitando casas a las que convenía no acercarse.
En apenas cuatro meses, un amigo de mi hijo de 15 años, se ha suicidado [vuelvan a leerlo; un niño de 15 años fue hallado ahorcado por sus padres], y un amigo de mi sobrino, de 21, miró cara a cara al abismo [literalmente], aunque la providencial intervención de la policía, evitó in extremis el aciago desenlace. Algo falla en una sociedad que tiene más de 100 términos distintos para referir una borrachera, y a la que le sobran un par de ellos (loco/retrasado) para aglutinar los cientos de patologías mentales perfectamente clasificada que nos asolan.
Y mientras a la bancada reaccionaria y sus valedores en la calle, les quitan el sueño las nuevas leyes a favor de la eutanasia, el aborto o la identidad de género, miran hacia otro lado ante el hecho de que medio millón de personas en España padezcan desórdenes mentales y neurológicos, afectando en algún momento, al 19,5% de la población. Que cada día, once personas se suiciden de media, 3 941 en 2020, o que hasta un 25,7% de los jóvenes de 18 a 25 años, reconozca haber tenido en algún momento [de su corta vida] ideas autolíticas.
*Mi tía Leti, la luz de la familia, y especialmente la de su hermano, ha realizado todas las acciones necesarias para que a día de hoy, Juacu, viva interno en un centro de salud mental subvencionado gracias a nuestros impuestos, donde recibe los cuidados necesarios y tratamientos que una persona de sus características, requiere.
016 [apoyo psicológico y prevención de la violencia machista]
024 [apoyo psicológico y prevención del suicidio]
116 111 [apoyo psicológico y prevención del maltrato infantil]
DdA, XVIII/5191
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