Carmen Ordóñez*
El viernes, poco después del
mediodía, empezó a nevar. Los funcionarios fueron los primeros en apresurarse
en apagar sus ordenadores pero también los pequeños comercios echaron el cierre
antes de la hora habitual, con la intención de volver a abrir por la tarde, y
todo aquel que tuvo la oportunidad de hacerlo, con la connivencia de un jefe
comprensivo, dejó el trabajo para refugiarse en casa o quizá para aprovechar un
rato y jugar con los críos en la nieve a la salida del colegio. Los profetas de
la meteorología habían vaticinado una gran nevada en la ciudad y en sus
alrededores.
A las cuatro de la tarde
cerraron los parques. Los árboles, muchos de ellos centenarios o enfermos, que
daban su aliento de oxígeno a la metrópoli no iban a poder soportar el peso de
la nieve y había riesgo de que sus ramas envejecidas cayeran sobre los
transeúntes. La mayoría de los comercios no abrieron por la tarde.
Lo peor fue para aquellos que salieron de trabajar siendo ya de noche. Para entonces, seis horas después de los primeros copos, la nieve ya caía de forma abundante y persistente, y se acumulaba hasta una altura considerable. Aquella noche muchos se quedarían atascados en las carreteras de circunvalación y allí tendrían que pernoctar -un clásico en estas circunstancias, en una ciudad que no estaba acostumbrada a este escenario- para ser rescatados a la mañana siguiente, dejando sus vehículos empantanados en medio del caos.
A medianoche Wally
empezó a encontrarse mal. Era ya muy mayor y tenía muchos achaques: le habían tenido
que extirpar varios tumores y desde años atrás padecía del corazón. Los perros
boxer tienen una expectativa de vida inferior a la de otras razas caninas. A
los ocho años empiezan a presentar una sintomatología que les acompaña hasta el
final de sus vidas, que no suelen superar los trece. Wally, a punto de
cumplirlos, era ya un anciano venerable pero estaba tan bien atendido que su
calidad de vida era mucho mejor que la de muchos humanos a los ochenta.
Luis y Mamen pasaron
pues una noche de perros atendiendo al animal que giraba sobre sí mismo
constantemente, se daba golpes en la cabeza con los muebles, vomitaba todo lo
que entraba en su cuerpo, perdía el equilibrio y, en fin, mostraba todos los
síntomas que anunciaban un final próximo que el propio Wally parecía vislumbrar
en el horizonte.
En circunstancias
normales lo habrían llevado al veterinario de inmediato y, seguramente, éste
les habría ofrecido la opción de un sacrificio indoloro que ayudara al perro a
morir dignamente aquella misma noche. Pero ¿qué hacer cuando era imposible
coger un coche para trasladarlo y tampoco era factible que ningún especialista
se desplazara hasta el domicilio? Buscaron por los alrededores la ayuda de
alguien que pusiera fin a esta situación pero seguía nevando sin parar, de
forma más copiosa aún a medida que avanzaba la noche, y la movilidad era
imposible incluso a pie.
Por la mañana, Wally seguía estando igual de enfermo y desorientado pero en un momento dado, hacia el mediodía, se tumbó en el sofá con la cabeza sobre las piernas de su dueño, en una actitud de calma y de renuncia que suponía la aceptación del reto final, y pareció calmarse. Apenas una hora después, Wally levantó la cabeza y miró de frente a su amigo Luis para agradecerle todos los años de vida que habían compartido y despedirse de él definitivamente.
Se diría que, con el fin
de la agonía, Luis y Mamen tendrían un respiro y podrían descansar después de
tan traumática experiencia. Sin embargo, aún les quedaba lo peor: ¿qué hacer
con el cuerpo de Wally?
Se asomaron al balcón y
pudieron contemplar un panorama más que inquietante: la calle estaba desierta y
no se distinguía la acera de la calzada; los coches, las motos y hasta los
cubos de basura, que algún portero diligente había sacado la tarde anterior, estaban
absolutamente cubiertos, casi sepultados; los árboles, alguno de ellos ya
tronchado, parecían a punto de desplomarse, combados bajo el peso de la nieve.
Al fondo, al final de la cuesta en que se empinaba su calle, pudieron
distinguir a un sólo individuo que caminaba con dificultad abriéndose paso con
la ayuda de una pala.
Y seguía nevando después
de veinticuatro horas sin dar tregua.
Entonces fue Mamen quien
tomó las riendas del asunto. Llamó a Emergencias; luego, al Ayuntamiento;
después, a varias asociaciones protectoras de animales, a clínicas veterinarias
de urgencia e incluso a la perrera municipal, piadosamente renombrada como
Centro de Protección Animal.
Mamen gritó, lloró,
suplicó y amenazó pero no le sirvió de nada. Tomaron nota del caso y le
aseguraron que retirarían el cadáver pero no antes de tres días. Había
emergencias de mayor calado, incluso personas que habían fallecido en sus casas
y cuyos familiares se encontraban en las mismas circunstancias que ellos, sin
que ni ambulancias ni funerarias -ni siquiera un médico que firmara la
defunción, en muchos casos- pudieran acceder a los domicilios.
- ¡Ah!, le advirtieron.
Y le aconsejo que, para una mejor conservación del cadáver, lo metan en la
bañera y corran las cortinas, claro. O...¿tienen ustedes balcón o terraza? ¿sí?
Pues eso es lo mejor: sáquenlo al balcón.
Cuando escuchó esto, a Mamen le recorrió un escalofrío de arriba a abajo por toda la médula espinal, mientras se imaginaba los cadáveres de decenas de abuelillos metidos en las bañeras de sus casas.
La noticia empezó a
difundirse entre los allegados que enviaron, además de sus condolencias, no una
lluvia sino un auténtico chaparrón de ideas. Algunas de ellas eran
descabelladas; las más, imposibles de ejecutar. En todas ellas intervenía el
factor humano, pero era precisamente el factor humano con lo que no se podía
contar. Por muy buena intención que hubiera entre los voluntarios, la movilidad
era más que complicada.
Eso no arredró a
Mercedes quien, sin más explicaciones, les dijo: Voy para allá.
Y es que no hay como
tener a la familia en el vecindario. Y ése era el caso de Wally. El perro de
Mercedes era su hermano y la madre de ambos también venía del mismo hogar.
Mercedes, además, tenía un plus de conocimiento en la materia: se había criado
en Estrasburgo y para ella eso de salir a la calle con una pala a retirar la
nieve para facilitar los accesos formaba parte de la normalidad. La ciudad de
Estrasburgo no se paraliza así como así por una nevada.
Se asomaron al balcón y
enseguida la vieron venir a lo lejos, como una ardillita astuta y diligente,
empujando un carro enorme, desmesurado, de dimensiones y forma dementes: era el
que utilizaba para hacer la compra cuando regentaba una residencia de
estudiantes afincada en un chalet de los alrededores. Por fuera asomaban un par
de palas quitanieves.
Porque seguía nevando como si no hubiera un final, de forma pertinaz, tanto que uno llegaba a pensar que nunca dejaría de nevar y que ya para siempre iba a ser así. Mercedes vivía a escasos trescientos metros pero aun así el breve recorrido se hacía con dificultad. Al verles en el balcón, les saludó y les hizo señas para llamarles la atención sobre un andamio y un gran contenedor donde se apilaban unos palés de diferentes medidas.
Ya dentro del ascensor,
Mercedes iba calibrando sobre la marcha sus dimensiones para saber de antemano
si podrían bajar en él con el improvisado ataúd que tendrían que construir, y
pensando cómo iban a montar el operativo para que la pesadilla acabara cuanto
antes. Una vez arriba, enfrascados en la tarea, el dolor por la pérdida se fue
difuminando en aras de la preocupación por llevar a cabo esta fase del duelo
con la mayor dignidad y decoro posibles. Había que hacerlo bien y había que
hacerlo rápido. Y no era fácil en absoluto. Nada era fácil en esas
circunstancias.
Una vez constatado que
el cuerpo, ya rígido, no podía acoplarse dentro del voluminoso carro de la
compra, bajaron a la calle para examinar los palés y cargaron con dos de ellos,
que eran iguales y parecían los más adecuados, hasta el portal. Se hicieron con
todas las cuerdas que pudieron encontrar en casa, incluso las del
tendedero. Buscaron la clínica
veterinaria más cercana, no por proximidad sino por accesibilidad, teniendo en
cuenta que el metro era el único medio de transporte disponible, y se
cercioraron de que estaba abierta y de que podrían recibir el cuerpo.
Encontraron una, en
línea directa y a sólo tres estaciones, con la ventaja de que a la salida el
recorrido era cuesta abajo. Lo peor sería subir la pendiente de su calle hasta
llegar a la boca del metro y, por supuesto, abordar las escaleras.
En el mismo portal
construyeron el féretro. Después de envolver a Wally con unas mantas y de
encajarlo bien en el interior de uno de los palés para que el cuerpo no se
desplazara durante el trayecto, colocaron el otro a modo de tapa y engancharon
uno con otro ayudándose de las cuerdas y dejando sueltos los cabos para
servirse de ellos como tirantes.
Calzados con buenas
botas y con el ánimo que el ingenio presta a los valientes, se dispusieron a
enfrentarse con la cuesta. Mientras uno iba abriendo paso con la pala para
facilitar el arrastre, los otros dos tiraban de las cuerdas. Se turnaron en la
tarea procurando no pensar siquiera en lo que hacían y así, tras veinte minutos
de esfuerzos, llegaron hasta el metro. Para bajar las escaleras, hicieron
resbalar la caja sobre los escalones con mucho cuidado, sujetándola bien desde
abajo para que no se les fuera de las manos. Las escaleras mecánicas, el acceso
al andén y el trayecto en sí no supusieron grandes problemas.
Salieron finalmente a la
calle, una vez superado lo peor, y empujaron suavemente el ataúd como si se
tratara de un trineo. Así les pareció al menos a los escasos transeúntes con
quienes se cruzaron. De repente, uno de ellos empezó a aplaudirles, sin saber
exactamente por qué, y otros se unieron al espectáculo en la misma actitud.
Wally tuvo una despedida gloriosa, propia de una celebridad.
Así, haciendo resbalar
el féretro por la nieve, llegaron a la clínica, donde les hicieron entrar por
la puerta del tanatorio, asombrados de que hubieran podido trasladar el cuerpo
en tales circunstancias y con semejante parafernalia. Tras hacer los trámites
oportunos y entregar oficialmente el cadáver, se miraron los tres para darse
mutuamente la aprobación por el trabajo bien hecho.
Y es que a veces surgen
obstáculos con los que uno no se ha enfrentado nunca y para superarlos lo mejor
es tomar aliento y no pensar en ello: tan sólo hay que contar con la audacia y
una férrea voluntad de hacer las cosas como es debido.
Cuando salieron a la
calle, Luis dio un respiro profundo y de repente se sintió ligero como una
pluma. Levantaron la vista y sólo entonces se dieron cuenta de que había dejado
de nevar.
La borrasca que bautizaron
como Filomena -por orden alfabético le correspondía la F como letra inicial- y que asoló Madrid
aquel día de enero había durado treinta horas.
*Periodista, escritora y astróloga, doctorada en Ciencias de las Religiones, es autora del libro de crónicas Del siglo pasado y de una investigación sobre los sueños, Las mentiras de la noche.
DdA, XVIII/5204
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