Pablo Elorduy
Hace sol y la gente pasea por la ciudad,
corren y montan en bicicleta. Comen helados o polos, y huelen bien. La
crispación no ha atravesado la cuarta pared. Desde la pandemia, las encuestas
han dado un vuelco en la percepción de la situación económica personal. Antes,
cundía el descontento, ahora una mayoría de la sociedad —las hegemónicas clases
medias— reconocen o quieren creer que su posición es buena, aunque la del
conjunto siga viéndose como mala. Llamarlo problema supondría un juicio, así
que hay que calificarlo como una cuestión de percepción: la atmósfera política
es irrespirable y, sin embargo, el sol sigue saliendo en mayo. ¡Hay tantas
personas hartas de estar hartas!
¿Quién será capaz de encarnar esa demanda de tranquilidad? Esa es la
apuesta de Yolanda Díaz, en sintonía con Más Madrid y un ramillete de figuras
políticas, entre las que destaca Alberto Garzón. Quiere abrir ese nuevo tiempo
contra la crispación. La hipótesis es que desdramatizar es el paso
imprescindible para desarticular a la extrema derecha, que crece a medida que
la angustia circula por entre las venas de las clases medias. No estamos tan
mal.
Simplemente hartos. Es el polo que aun hoy representa Pablo Iglesias. El
Iglesias desencadenado de La Base es aún más ácido que el que concurrió a las
elecciones europeas hace siete años. Nunca fue el encargado de repartir
sonrisas. Ahora reparte mamporros, con un estilo de agit-prop inédito
en España. La serie de programas sobre el caso Pegasus ha sido,
hasta ahora, la mejor muestra de que la salida de la política de representación
por parte de Iglesias —hace este mes un año exacto— le ha permitido colocar una
nueva óptica en la información política. Iglesias y su equipo tienen los
teléfonos de mucha gente que sabe y una capacidad de análisis excepcional.
Encarnan el deseo de impugnarlo todo.
Pero eso no se corresponde con la acción del partido del que sigue siendo
el principal referente, demasiado atado por compromisos que se contradicen
entre sí: formar parte del Gobierno y denunciar el Estado profundo, confiar en
una candidata y no compartir su visión política. En este momento, Podemos no
puede poner el cuerpo a un malestar que podría ser la base de su acción
política: el sueldo no llega, los precios están disparados. Para una capa de la
población, los contratos, se llamen indefinidos o temporales, no alcanzan para
vivir una vida en condiciones de seguridad y estabilidad.
Pese a la literatura, pese a los rumores y pese a lo que se ha filtrado, hasta
hoy no es estrictamente un problema de egos. No sólo. Se enfrentan dos
posiciones legítimas, dos maneras de afrontar la crisis social y económica, que
desde 2017 no han convivido en armonía. Reformar o impugnar. Cuando nadie
entiende nada la respuesta automática es que todo es un problema de egos.
La historia del bueno y la mala, de la buena y el villano, está demasiado
bien dispuesta como para ser cierta. Es verdad que Iglesias y Díaz hoy
representan dos polos que atraen y ahuyentan a partes iguales, pero la
situación de la izquierda federalista en España no está solo determinada por
esa noble confrontación de ideas, y tampoco Iglesias y Díaz son las únicas
figuras en el tablero de la representación institucional. Los actores laterales
también juegan, tienen sus propios proyectos y son capaces de generar otras
broncas. Como la que ha estado a punto de ser la madre de las broncas en
Andalucía.
Otra historia
22 de marzo de 2015. Podemos se presenta en Andalucía por primera vez como
partido a unas elecciones. Encabeza la lista Teresa Rodríguez, militante de
Anticapitalistas, que roza el 15% del voto tras una campaña financiada a través
de microcréditos. Ha nacido un nuevo estilo de hacer política. En el retrovisor
queda la Izquierda Unida de Antonio Maíllo, que pierde siete escaños, castigada
por sus pactos con el PSOE, pero conserva grupo parlamentario en la Junta y la
organización más asentada en el territorio.
Tres años después de aquella noche, en 2018, no ha nacido un proyecto
regional unitario, más bien ha pasado todo lo contrario. Pese a la fusión fría,
el resultado de 2018 es malo. Se evapora un
4% del voto conseguido por Podemos e Izquierda Unida por separado, desaparecen
más de 250.000 votos. IU ha aceptado que el futuro político —hace solo cuatro
años— es la integración en frentes amplios, eso que más tarde se llamará Unidas
Podemos. Por su parte, Teresa Rodríguez, junto al núcleo de Anticapitalistas,
está desarrollando un proyecto autónomo que poco después de las elecciones
requerirá de su salida de Podemos y la creación de una alternativa netamente
andalucista. Esto desembocará en otra reyerta incomprensible hasta para el ojo
experto. Una bronca de la que solo sacan partido alguna tele y un par de
cronistas del esperpento izquierdista.
La extrema derecha se da su primer banquete: la impugnación del sistema del
78 degenera en una variante autoritaria que no ha perdido desde esa noche de
invierno. La derrota de 2018 inicia una secuencia ininterrumpida de derrota
tras derrota electoral para el espacio de Unidas Podemos. Nadie ha aprendido
cómo evitar que el voto del desencanto sea mayoritario, nadie ha aprendido como
llevar a cabo una impugnación del sistema y al mismo tiempo formar parte del
Gobierno. Se reparten culpas, se repiten chanzas —frente judaico por aquí,
cainismo por allá— pero la desunión, antes que culpables, tiene perdedores.
Concretamente, todos.
Breve espectáculo
El breve espectáculo de la negociación sobre las listas para la próxima
convocatoria del 19 de junio, que tuvo lugar ayer viernes, y se vino gestando
durante toda la semana, ha mostrado que el vértigo de jugar a ese juego en el
que todos pierden se repite una y otra vez desde 2018.
Tal vez la historia sea más sencilla de contar y resulta más atractiva si
se contrapone al macho alfa y a la dama roja, pero no es veraz. A principios de
enero, Alfonso Torres publicaba en un artículo para la revista de El Salto un balance sobre cómo
llegaban las principales fuerzas políticas de izquierdas al año electoral. El
diagnóstico era que el encuentro era casi imposible. Sin proyecto no hay
ilusión ni rabia, solo cálculo. Las primarias ya son una reliquia, los
procesos participativos son material para chistes.
Es difícil sacudirse siete años de suspicacias y desencuentros en unas
semanas de mesas de negociación. Ya pasó en Galicia y antes en Madrid. Podemos
es una marca en un momento antipático pero no quiere verse arrasada, IU tiene
la mano en Andalucía y la fuerza para imponer sus condiciones. Sobre la bocina,
se alcanza un acuerdo.
El personal se come el helado y piensa que se le ha escapado algo. Pero no
se le ha escapado nada importante, todo es así de incomprensible. Hay acuerdo
pero nadie sale contento. No hay un plan. Ni se asaltan los cielos, ni se
planta un suelo. Ni el bueno supera los obstáculos, ni la buena se deshace del
malo. El camino hacia el 19 de junio comienza así de raro. Todo puede cambiar
en las próximas seis semanas. No tiene pinta.
El Salto DdA, XVIII/5162
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