Con motivo del octogésimo aniversario de la
muerte del poeta Miguel Hernández en una cárcel de la dictadura: contra una juventud en el ataúd.
Félix Población
Cada vez que releo este poema de Miguel
Hernández, La vejez en los pueblos, que tan viva presencia debería
tener en las clases de Literatura de nuestros colegios e institutos -en lugar
de ser desconocido por buena parte de las jóvenes generaciones-, recuerdo que
formaba parte de los textos que un grupo de adolescentes utilizamos para
componer el libreto de un espectáculo teatral contra la guerra y la violencia a
finales de los años sesenta del pasado siglo.
Si bien algún autor de los incluidos había
que buscarlo en las trastiendas, todo ese material estaba entonces en las
librerías, por lo que en principio no era previsible que el espectáculo que se
iba a celebrar en el teatro de la Universidad Laboral de Gijón pudiese ser
prohibido “textualmente”. Pero a la postre aquellos siete u ocho meses de
ensayos intensivos, todos los fines de semana, se quedaron sin escena, después
de que la censura vigente viera la puesta en pie del espectáculo, unos días antes
de que se estrenara, y la considerase subversiva o atentatoria contra el orden
establecido.
La vejez en los pueblos y el odio sin
remedio, los versos de Hernández –de cuya muerte en las cárceles franquistas se
cumple en 2022 el octogésimo aniversario- , era lo que entonces pretendíamos
combatir, como debería ser el caso de las generaciones jóvenes de cada época,
algo a lo que parece, a juzgar por un artículo dominical de Manuel Vicent
publicado en el diario El País hace unos meses, no parece que sean proclives.
Según el escritor valenciano, el fantasma de la resignación recorre el mundo y
se trata, esta vez, de un fenómeno nuevo que, en lugar de ser propio de los
ancianos, afecta a los jóvenes, incapaces de reaccionar “ante la basura
mediática, la peste de las redes sociales, el ascenso imparable de la extrema
derecha u otras inclemencias propias de nuestro presente”.
Para Vicent, la resignación era hasta
ahora una especie de artrosis del espíritu que calaba sobre todo en los viejos
y que en nuestros días, sin embargo, se ha afincado en el mocerío, que no
parece inmutarse ante “la mierda que le cae desde el palo más alto del
gallinero”. El escritor dice ignorar si esa actitud “constituye una alta
conquista del espíritu o se trata de una infame derrota que te
convierte en la mermelada ideal para que el poder se haga contigo una tostada”,
aunque me supongo que se decanta por lo segundo.
En todo caso, las generalizaciones siempre
son poco aconsejables -sobre todo si parten de la edad provecta hacia la más joven-
, porque nos consta, en este caso, que al lado de esa juventud resignada o
pasota que tanto se publicita mediáticamente, sigue habiendo otra, minoritaria
tal vez y muy poco expuesta a la luz pública, que trabaja, estudia, investiga y
crece con impulsos de superación. Quizá a esta no se le dirigen los focos
porque en el tinglado de la información/espectáculo no hay sitio para ella.
Cuando desde el proscenio del teatro de la
Laboral de Gijón gritábamos los versos del poeta alicantino, estábamos echando el
primer aliento de libertad contra la resignación forzada a la que los
vencedores obligaron a una mocedad que no quiso en su día resignarse y buscó un
mejor porvenir para su horizonte que el ofrecido en un tiempo de oscurantismo y
represión. Gritábamos con Hernández lo que queríamos condenar, reparando en lo
posible la frustración y mordaza que les fue impuesta durante la dictadura a
quienes nos precedieron
La
vejez en los pueblos. / El
corazón sin dueño./ El amor sin objeto./ La hierba, el polvo, el cuervo./ ¿Y
la juventud?/ En el ataúd./ El árbol, solo y seco./ La mujer,
como un leño/ de viudez sobre el lecho./ El odio, sin
remedio./ ¿Y la juventud?/ En el ataúd.
Estábamos empeñados en no resignarnos ante
la mierda que nos caía desde lo más alto del gallinero, ante una juventud en el
ataúd, ante ese rotundo verso que el poeta resumió en tres palabras y que
constituye la más negra sombra para el porvenir de un país: el odio, sin
remedio. Lo que a la juventud le toca son estos otros versos de Hernández:
Sangre que no se desborda, / juventud que
no se atreve, / ni es sangre, ni es juventud, / ni reluce, ni florece. /
Cuerpos que nacen vencidos/, vencidos y grises mueren; / vienen con la edad de
un siglo, / y son viejos cuando mueren.
La cultura no es una válvula de escape
sino una tabla de salvación, acaba de decirnos en un magnífico artículo el
escritor argentino Juan José Saer. Ayer, hoy y mañana. Sin cultura no hay
mañana.
*Artículo publicado hoy también en El Salto
DdA, XVIII/5165
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