Ángel Viñas
Es una casualidad
que la semana pasada diese por zoom una conferencia desde Escocia sobre archivos
históricos y seguridad (pronunciándome por la rápida apertura de los generados
durante el franquismo) y que ayer leyera en la prensa que el presidente Sánchez
prepara una reforma con el fin de actualizar el acceso a la documentación
generada por el CNI y modernizar la Ley de Secretos Oficiales de 1968.
La idea me llena
de entusiasmo. Hasta ahora el acceso a los archivos de la dictadura (que empezó
hacia el bienio 1976/77 con la apertura de la documentación de Asuntos
Exteriores hasta 1945) se ha convertido en un baño de lágrimas para los
historiadores. La apertura de archivos se ha producido a trompicones en función
de numerosas variables. A tiempos amables les han sucedido otros de cierre
("el Ejército no está para desclasificar papeles"; "no deseamos
crear dificultades con nuestros amigos" -léase el Tercer Reich, la Italia
fascista, entre otros). Son argumentos aducidos por los dos últimos ministros
de Defensa del PP.
Nunca ha habido una ley -como en la mayor parte de los países europeos de nuestro entorno- que fijara criterios y plazos de desclasificación. Sin ellos, los archiveros (sin los efectivos de personal y sin los medios técnicos y materiales necesarios, con procedimientos de reproducción que a veces ignoran la posibilidad de usar aparatos de fotografía) no pueden dar los servicios a los historiadores que se encuentran por ejemplo en Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Bélgica y la Comisión Europea. Por no hablar de Estados Unidos. Tampoco pueden atender adecuadamente las peticiones de consulta.
No conozco ningún
caso en el que no se hayan fijado plazos de carencia en los cuales no es
posible consultar documentación histórica sin necesidad de permiso. Siempre
existen. Bajo Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez se adoptó en
Exteriores la regla de los 25 años. Nos adelantamos al resto de la UE. Nunca se
explicó públicamente por qué no se ha aplicado con generalidad y, de hecho, el
Estado español se ha convertido hoy en un caso relativamente anómalo en el
concierto europeo occidental.
La forma más
simple de abordar el período más controvertido de nuestra historia -el de la
dictadura franquista- tiene una fácil solución: declarar abierta y consultable
toda la documentación de todos los ministerios y centro oficiales hasta octubre
de 1975. Las excepciones -exclusivamente relacionadas con la seguridad
exterior- deberían considerarse no de forma absoluta, sino que requerirían de
una autorización especial.
No ignoro que se
levantarían gritos de alarma. Como ha ocurrido en otros países. La diferencia
estriba en que, en mi modesta opinión, la actual democracia española -según la
fórmula obligada, socialmente avanzada- no tiene nada que temer de la dictadura
que le precedió. La historia, documentada, analítica, no mata. Deshace
entuertos. Se contrapone a los mitos que siguen pululando por las redes sociales
e incluso por algunos medios de comunicación escritos. Esos sí que levantan
pasiones que pueden llegar a ser mortíferas. Numerosos historiadores asistimos
perplejos a la proliferación de tesis totalmente desautorizadas.
Para situar las cosas en su punto la apertura ilimitada de los archivos de la dictadura es condición necesaria, no suficiente. Hay que añadir otros empeños que todavía no han dado sus frutos o que siguen atascados, por razones entre fútiles o absurdas.Entre los primeros figura la educación. Hay que enseñar a las jóvenes generaciones lo que fue la dictadura de Franco. La nueva ley es un paso al frente. Veremos lo que da de sí. En segundo lugar, es preciso desatascar la Ley de Memoria Democrática. ¿Por qué no avanza?
Sectores amplios
de la sociedad española tienen miedo de su historia. También los tenía la
sociedad alemana en los años cincuenta. En ambos casos con numerosos motivos.
Si los alemanes lograron superarlos, ¿por qué no seríamos capaces de superarlos
nosotros?
Público DdA, XVIII/5182
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