viernes, 20 de mayo de 2022

CHEJOV Y SU MAR PEQUEÑO, AL QUE SE ASOMABAN RUSIA Y UCRANIA

Antonio Costa Gómez

Chéjov nació en Taganrog, una pequeña ciudad en el mar de Azov. Un mar pequeño, casi cerrado, parece un lago. Algo lírico en tiempos de epopeyas e imperios. Cerca de allí, mirando el mismo lago, está Mariúpol. En algunos cuentos Chéjov habla de Mariúpol y de los emigrantes griegos que la frecuentaban. Una vez fui a ver la casita verde de Chéjov. Pasaba unos días en Rostov y navegué en un barco por el río Don que me cuesta olvidar. Paseé ilusionado por las estancias y me hice una foto cerca de su cama. Una cinta prohibía acercarse, pero una empleada me indicó con una sonrisa que yo podía. Como si hiciera una excepción. Después lo repitió con otro visitante. Pero a mí me hizo ilusión. Como decían en Johnny Guitar: miénteme, dime que me has esperado estos cinco años.

En esa casa Chéjov escribió sobre cosas sencillas e intensas. No pensaba en grandezas ni en imperios. Y cuando los demás gritaban, él casi callaba. En La dama del perrito la mujer casada aburrida tiene un amor fugaz con un hombre en el mar Negro. Vuelve a Moscú y vive su frustración. Solo tuvo esa ilusión unos meses, esos escarceos, esos disfrutes ligeros, pero fue algo. Fue como tomar un vaso de vino. Nada trascendental. A Chéjov no le gustaban grandilocuencias ni imperios, sino su casita verde de médico escritor que sabe que incluso los más grandes tienen hígado, y mirar su mar pequeño como un lago al que se asomaban Rusia y Ucrania.

En La gaviota la muchacha de provincias comprende que sus sueños de grandeza y éxitos, de ser famosa y admirada, no son más que sueños. Es una gaviota inquieta que vuelve a la orilla del mar. Pero tuvo sus ilusiones. Y en eso consistió su vida. Eso que bien representó Mastroianni en el filme Ojos negros de Nikita Mikhalkov.

En Tío Vania al final el tío se da cuenta de que ha entregado su vida a los demás, de que todos lo han explotado y ninguneado, de que el gran hombre se hizo famoso a su costa. De que el otro vivía en grandezas y él tenía que cuadrar las cuentas. Esa lucidez es lo que tiene. Muchos somos como tío Vania. Sus charlas sinceras evocan las mías junto a la mesa camilla de mis tías de Chantada, que nunca llegaron a ser sinceras. Y me recuerdan que hay que apagar las iluminaciones tonitronantes y los discursos de los políticos.

En El jardín de los cerezos son las hermanas a las que se esfuma la vida. Y en El pabellón número 6 a los enfermos los van cambiando al piso de los casos más graves sin decirles nada. Al final desaparecen. Y esos traslados y días ilusos eran su vida. Nada menos que eso. Los leí en ediciones baratas, para acariciar entre las manos. Yo soy así, cutre, solitario y más bien pobre. Y me gustan los libros sin peso para llevar a todas partes.

Chéjov se empeña en desmontar las grandes palabras, las rimbombancias. Y nos dice que disfrutemos lo sencillo. Su casita verde parecía decir lo mismo. ¿Por qué no vivimos los segundos vibrantes y hondos en lugar de pasmar con tecnologías y ringorrangos? Y nos dejamos de prepotencias y de invadir a otros. Chéjov se empeñaba en desmontar lo grandilocuente. Sí, hay que desmontar todo lo desmontable. Igual que Sábato siempre hablaba de crisis, de cuestionar todos los valores. Pero si después de cuestionar todo, aún queda algo, ese algo debe de ser muy valioso. Como aquella casita verde de Taganrog. Y respetar al vecino que mira tu mismo lago, sin pensar en invadirlo.

La Voz de Galicia DdA, XVIII/5172

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