Olga Rodríguez
Lo saben bien
muchos estrategas, militares, expertos en relaciones internacionales y en
diplomacia que asesoran a presidentes de gobiernos: las guerras terminan solo
cuando hay negociación y voluntad de encontrar acuerdos para detener la
violencia, no cuando proliferan las declaraciones públicas desafiantes. En el
conflicto bélico de Ucrania, si no se trabaja a fondo por una desescalada, los
enfrentamientos se prolongarán y con ellos proseguirá la destrucción de parte
del país, los asesinatos de civiles por las tropas de Putin, el daño en la
economía, el dolor en la población.
Como
estamos en semanas de tergiversaciones, permítanme que subraye que lo que acabo
de indicar -que las guerras son horribles- no significa que esté pidiendo
a Ucrania que se rinda sin más. Es importante evitar narrativas simplistas y
recordar que siempre es necesario buscar caminos para abreviar cualquier
guerra, porque incluso una simple tregua salva vidas. Vidas ucranianas. Quienes
me leen desde hace años saben que he mantenido esta posición en todos y cada
uno de los conflictos acaecidos en el mundo, algunos de los cuales he cubierto
como reportera en el terreno.
De
lejos, desde un cómodo despacho en el que se pueden recibir palmadas de los
dirigentes más poderosos del mundo y de las empresas que más se lucran con las
guerras, quizá no se perciba con detalle el daño que supone la perpetuación de
un conflicto. Menos aún si parte de los medios de comunicación transmiten furor
bélico y se olvidan de relatar cuánto puede dañar la prolongación de esta
guerra. Los conflictos de las dos últimas décadas nos recuerdan que no siempre
hay grandes ganadores, a no ser que se busque una gran victoria final con
riesgos potencialmente muy dolorosos, lo que en este caso requeriría la
participación directa de la OTAN e implicaría seguramente el uso de armas
nucleares. Es decir, la Tercera Guerra Mundial. Hay comentaristas que están
defendiendo esta posibilidad y, a la vista de las declaraciones públicas de
algunos dirigentes, parece que no hay un empeño contundente en evitarla. La
tentación está ahí, desconectada de los intereses prioritarios de nuestras
sociedades, castigadas por la pandemia, por la inflación, por la crisis
climática y energética, necesitadas de respuestas sociales y económicas que las
protejan.
Desde
el inicio de la invasión ilegal de Ucrania por parte de las tropas de Putin y
con el desarrollo de crímenes rusos contra la población civil han surgido
algunas voces activas en medios y redes que desprecian un esfuerzo de
explicación más allá del contenido inmediato, hasta el punto que se ha llegado
a desacreditar una de las actividades más necesarias y hasta ahora
reivindicadas dentro de la profesión periodística: la de contextualizar.
Explica David Simon, reconocido periodista estadounidense reconvertido en
guionista de excelentes series como The Wire, que contestar
los porqués es lo que distingue el periodismo de un juego de niños. Todas las
preguntas básicas que necesitan respuesta para elaborar una información -qué,
quién, cuándo, dónde, cómo- están incompletas sin el porqué, del mismo modo que
el porqué estaría incompleto sin el qué, el quién, el cuándo, el dónde y el
cómo. Los porqués facilitan al receptor entendimiento, contexto, claves,
profundidad. Así ocurre también en los saberes sociológicos, filosóficos,
políticos o históricos.
La Historia empieza hoy
El
porqué nos obliga a analizar todos los factores que
inciden en la actualidad, como son la existencia de una guerra comercial, los
pulsos por las vías de suministro, la lucha en el mercado del gas y de los
combustibles fósiles, la tensión en el Indo-Pacífico [de la que escribiré en
otro artículo], o las disputas por el poder y las órbitas de influencia
internacionales. Extraer de la ecuación estas realidades para simplificar el
relato sería un ejercicio de deshonestidad.
También
es preciso tener en cuenta el papel de la industria armamentística, que
representa elevados porcentajes del PIB de grandes potencias. Algunas
empresas de este sector se han reunido en días pasados con el Pentágono y con funcionarios
ucranianos para establecer nuevos contratos. El director de
una de ellas -Raytheon Technologies-
en una entrevista con Harvard Business Review,
preguntado por el aumento de sus ganancias, contestó que “estamos allí [en
Ucrania] para defender la democracia. Y el hecho es que eventualmente
veremos algún beneficio en el negocio con el tiempo. Todo lo que se envía
hoy a Ucrania, por supuesto, proviene de reservas, ya sea del Departamento
de Defensa o de nuestros aliados de la OTAN. Y todas esas son
buenas noticias. Eventualmente, tendremos que reponerlo y veremos un
beneficio para el negocio en los próximos años”.
Como
indicaba hace unos días William Hartung,
experto en seguridad nacional y política exterior del Quincy Institute,
las declaraciones de este directivo y vendedor de armas son “el colmo de la
hipocresía”, porque “si las ventas de armas son para defender la democracia,
los contratistas estadounidenses deberían dejar de armar a Arabia
Saudí, Emiratos Árabes Unidos, hay un acuerdo reciente con Nigeria, una
venta a Egipto, armas de fuego a Filipinas, etc. Todos estos países que son
grandes violadores de los derechos humanos y que utilizan armas estadounidenses
para reprimir a sus propios ciudadanos o en guerras devastadoras e imprudentes,
como en Yemen”.
La
guerra de Ucrania está siendo usada por algunos para intentar imponer nuevas
narrativas, como la de que las empresas armamentísticas solo se dedican a
defender la democracia o la de que países que en las últimas décadas impulsaron
invasiones ilegales, crímenes de guerra o apoyo al apartheid son los
grandes abanderados de la democracia, la justicia y los derechos humanos.
Para sostener esta posición se necesita algo fundamental: que la Historia empiece hoy. Que no exista contexto, que se margine el conocimiento, las claves, los porqués, la memoria, el dolor de los otros refugiados, de las otras víctimas, de los otros conflictos en los que los agresores son armados por países occidentales. Solo de ese modo será creíble que el motor de lo que está ocurriendo es exclusivamente la defensa de los derechos humanos, de la solidaridad, del derecho internacional, de la justicia universal. Solo de ese modo se podrá relatar nuestra actualidad excluyendo un factor clave que explica buena parte de los movimientos internacionales de las últimas semanas: la existencia de una guerra geopolítica.
En
esa guerra geopolítica varios actores internacionales buscan una hegemonía
determinada en el mundo, apuestan por un orden bipolar o de bloques frente a la
configuración multipolar o por una dominación a través de una narrativa que
defiende el rearme planteando una lucha entre el bien absoluto contra el mal
absoluto.
Los
análisis geopolíticos se emplean de forma cotidiana en las reuniones en las que
se toman las decisiones más importantes a nivel mundial. Están condicionados
por los intereses propios, tanto económicos como políticos. No pretenden
regalar los oídos de los votantes -por eso no suelen ser compartidos en
público-, sino explorar caminos de dominio. Suelen exponerse de puertas para
dentro y a menudo solo se conocen, en el mejor de los casos, décadas después,
cuando se desclasifican informes secretos. Quienes han ahondado en la
comprensión de las relaciones internacionales y en estudios militares deducen
las dinámicas de funcionamiento de la geopolítica, analizan en tiempo real cómo
los factores económicos condicionan el orden internacional y las relaciones
entre las naciones y los bloques.
Los
dirigentes -incluso de gobiernos democráticos- suelen ocultar públicamente
parte de las razones de su política exterior. En ese sentido, la gente con
derecho a voto tenemos la obligación de exigir más explicaciones, no
conformarnos con la opacidad como respuesta. Ahí está el ejemplo de lo
gestionado en las últimas semanas en relación con el Sáhara Occidental. ¿Se nos
ha facilitado información suficiente? La respuesta es clara.
Exponer
que estas son las dinámicas en la toma de decisiones no significa, ni mucho
menos, justificarlas ni defenderlas, todo lo contrario, como ya comenté en este
artículo. En el siglo XXI sería deseable una búsqueda de
entendimiento y de respeto a nivel global en la que se priorizasen los derechos
humanos, el derecho internacional y la solidaridad.
Ante
Ucrania las posiciones de algunos dirigentes animan a la continuación de la
guerra hasta la victoria final, sin tener la honestidad de explicar a la
ciudadanía todos los riesgos y consecuencias que podría tener esa apuesta sin
matices. Lo que está viviendo la población ucraniana es terrible. Por eso sería
imperdonable que quienes tienen responsabilidades políticas no hagan todo lo
posible en favor de una desescalada que ponga fin a las matanzas y la destrucción.
Cada día que pasa el riesgo de un conflicto bélico mayor aumenta. Cada día de
guerra es una mayor dificultad para la convivencia futura, un mayor daño a la
economía, un crecimiento del dolor, que puede durar generaciones.
Cuando
en el futuro nos pregunten qué hicimos para intentar evitarlo, sería
conveniente poder contestar con honestidad que nunca quisimos ridiculizar las
posibilidades de un acuerdo de paz.
ElDiario DdA, XVIII/5146
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