domingo, 24 de abril de 2022

QUÉ VIDA ERA ESA A LA QUE ANSIÁBAMOS TANTO REGRESAR




Xandru Fernández

Volvemos a vernos las caras. Después de dos años de saludarnos solo con la mirada, hemos recuperado la sonrisa, la mueca, la dentadura. Hacía falta. Nos habíamos vuelto demasiado perfectos, como todo ser humano cuya nariz permanece emboscada detrás de un trapo. La nariz, esa reminiscencia de la infancia-topo de nuestra especie, de cuando andábamos pegados al suelo, olfateando el peligro, el sexo, el alimento. Ahora es una antena que atrae todas las miradas, las discretas y las no tan discretas, el apéndice delator de nuestra animalidad. Taparse la nariz es lo que hacemos o decimos que hacemos cuando actuamos contra nuestras creencias, por ejemplo al votar. No hay mejor símbolo de doblez moral que ese estado permanente de ocultación de las narices en que hemos vivido estos dos años, como si hubiéramos convenido dejar a un lado nuestras convicciones y hacer de tripas corazón, otra metáfora anatómica de más dudoso gusto, transigir con lo que en cualquier otra circunstancia nos habría horrorizado o, cuando menos, preocupado.

Volvemos a vernos las narices y, por consiguiente, a tocárnoslas. La mascarilla impedía que fuéramos intrépidos en nuestras expresiones de gusto o disgusto, desplegábamos una cortesía gélida, de carnaval veneciano, proclive a la solemnidad y, en esa misma medida, enemiga del humor y la ironía. Pero ha sido volver a vernos las narices y experimentar la irresistible tentación del sarcasmo. Tal vez por eso algunos de nuestros políticos se resisten a quitarse la mascarilla en sus comparecencias públicas, porque en cuanto muestren el rostro se hará evidente también su vulnerabilidad, su mediocridad. Descenderán del púlpito. Serán gente.

Volvemos a tocarnos las narices y hay quien lo juzga prematuro, como si dos años en la vida de una persona no fueran nada. Hay que creer en Dios o en cosas peores para sostener un enunciado tan contrario al sentido común y al de las agujas del reloj. Dos años son mucho y en cierto sentido lo son todo. Dos años son un año repetido, implican la aceptación de que lo que se vivió durante un año en estado de excepcionalidad se puede convertir en algo permanente. En costumbre. En tradición. Desde el momento en que celebramos el primer año de vida de una persona o una institución, aceptamos que deja de ser provisional, que empieza a tener un futuro puesto que ya tiene un pasado. Es el momento en que los náufragos ya han acabado de explorar la isla y aceptan que tienen que vivir en ella y solo en ella, con solo esos recursos y ningún otro. El segundo año de pandemia fue, en ese sentido, más traumático que el primero, porque ya no teníamos la impresión de novedad sin la cual los traumas dejan de ser traumas y porque empezábamos a intuir que lo provisional, lo transitorio y lo excepcional podían convertirse en norma, hábito y buen gusto.

Volvemos a respirar con miedo, sin la falsa protección de ese filtro simbólico cuya utilidad nadie en su sano juicio pondrá en duda, al menos nadie que haya pisado alguna vez un quirófano, pero cuyo uso sistemático solo estaría justificado en el caso de que nuestro mundo fuese un hospital y solamente un hospital. Paradójica lección, también, la de estos dos años en que parecía que las calles fueran la sala de espera de una consulta médica. A menudo he recordado, estos últimos meses, un texto de Belén Gopegui, anterior a la pandemia, que habla de los hospitales como ciudades con sus propios ritmos y costumbres pero siempre lejanas, en los márgenes de lo visible. Ciudades en las que no queremos vivir y que nos son necesarias justamente por eso, porque no deseamos que nuestra vida transcurra dentro de ellas, tan solo el tiempo indispensable para poder marcharnos y olvidarnos de su existencia. Ha sido, estos dos años, como si esas ciudades nos vomitaran, incapaces de albergarnos, desparramándose por todas partes, mezclando salud y enfermedad, urbanidad e intimidad, normatividad y visceralidad. Seguramente sería todo mucho más sencillo si consintiéramos en seguir viviendo como en la antesala de una unidad de cuidados intensivos, pero dejaríamos de saber para qué nos estamos cuidando con tanta intensidad. Qué vida era esa a la que ansiábamos tan intensamente regresar.

CTXT  DdA, XVIII/5149

No hay comentarios:

Publicar un comentario