Irene Zugasti
Ninguna guerra se explica desde el presente y la prisa. Ninguna. Tampoco la
guerra contra las mujeres, parafraseando a Segato, porque es la madre de todas
las guerras. La guerra en Ucrania, sin embargo, se está narrando desde la
ansiedad y el apremio por tener razón, por asaltar las fronteras cámara en
mano; se cuenta desde la prisa por el titular y desde la batalla por la atención.
Resulta que el único blitzkrieg, el ataque relámpago, es el que ha
sufrido nuestro derecho a la información. Y eso también tiene género.
Primero vino la geopolítica, con los señores de la guerra preparados y en
sus puestos: militares y diplomáticos, telediarios y tertulias, fact-checkers y
canales de Telegram, consejos de administración y gabinetes de gobierno. El
conflicto llevaba cocinándose ocho años, las víctimas ya se contaban por miles,
también las desplazadas o las migradas, pero hasta entonces no había sido
suficientemente importante contarlo, y ahora era demasiado tarde para hacerlo.
¡Bajad la calefacción! ¡Arriba las renovables! ¡Nos quedamos sin aceite!
¡Enviemos esas armas!
Después, solo después del ruido de sables, llegaron las personas, el conteo
de víctimas, las fronteras, el asilo, y con ellas surgió la hermosa y necesaria
solidaridad popular ante la barbarie. Pero esa solidaridad resultaba pronto
apropiada por los insolidarios, y transformada en el cívico deber de
cuidar esa Europa que algunos llamaron “jardín”, frente a la
jungla que nos rodea. Un jardín muy selectivo, el nuestro, que puede ser
seguro, amable y acogedor, o colocar concertinas en el florido cercado y
fumigar sin remordimientos las malas hierbas que osen atravesarlo.
Ahora, por fin, parece el momento de hablar de las mujeres, ante la
evidencia de las redes de trata y tráfico que operan en toda la región y que
han alarmado a todas las organizaciones internacionales. Pero Cinthya Enloe ya
advertía en los noventa de que la victimización de las mujeres en la guerra es
tramposa, porque se construye sin nosotras y sobre nosotras, en tercera
persona, poniendo los datos y el sufrimiento como pólvora en el disparadero
para apuntar al enemigo. “Somos víctimas –legítimas, vulnerables, desamparadas–
mientras encajamos en el guión, pero, si resistimos a esa violencia, si
pasamos a la ofensiva, entonces nos volvemos muy incómodas”.
Los tratantes de mujeres, parafraseando a la película, no son como los
hongos, que nacen así, en una noche, al calor de las fronteras. No hay lobos
solitarios con furgonetas acechando en los campamentos de refugiados, ni existe
red criminal capaz de burlar las fronteras del jardín europeo si no cuenta con
una infraestructura construida durante décadas que permite esos flujos y
transacciones. Así que, para abordar el problema, es necesario hacer geopolítica
de las Natashas.
En los años noventa, se comenzó a utilizar el término “natashas” para
referirse a las prostitutas del Este de Europa. Un cliché profundamente
colonial y totalizante, que homogeneizaba a todas las mujeres al este del
telón, ignorando su diversidad étnica y cultural. Esas mujeres, estereotipadas
como rubias explosivas, apasionadas y muy jóvenes que llenaban pisos y burdeles
eran una consecuencia invisible de la caída de la Unión Soviética y de la
miseria que dejaron sus escombros. Desde los estertores de la Perestroika, el
mercado de trabajo de los países poscomunistas expulsó a las mujeres con una
agresividad desmedida. En Ucrania, por ejemplo, el 80% de las personas que
perdieron sus empleos en la transición fueron mujeres y, diez años después, en
2002, seguían siendo dos tercios de la población desempleada. Para el año 1995,
la economía informal superaba la mitad del PIB nacional y las oportunidades de
trabajo para las mujeres eran escasas y de “cuello rosa”: el trabajo doméstico
y los cuidados, el sector sociosanitario o los escalafones más bajos del sector
servicios. Los señores de la vieja nomenklatura y los de las
nuevas oligarquías acumulaban el capital de la industria, la defensa, la
agricultura, el transporte o la construcción, todas ellas privatizadas, o
rapiñadas a costa del desmantelamiento de los servicios públicos y de las
estructuras comunitarias. Y Ucrania no era una excepción, aunque quizá sí uno
de los Estados peor parados, precisamente por su ubicación clave como “bisagra”
con Europa.
Tatyana Zhurzkenko ha estudiado la intersección entre el género y las
transiciones políticas de los países de la esfera postsoviética. La politóloga
explica las consecuencias de la destrucción del contrato social
de la “madre y obrera” del socialismo, ese que movilizó
masivamente la mano de obra femenina, pero sin librarse de las cadenas
domésticas que querían romper las primeras bolcheviques. Sin
trabajo, sin poder, desterradas del espacio político y social, emergió la
búsqueda de otras narrativas de la identidad en esa adaptación truncada al
libre mercado. No iba a ser tan fácil llevar de regreso a casa a todas aquellas
mujeres que tanto habían hecho por el sueño socialista caído en desgracia.
Aparecieron así identidades aspiracionales basadas en la familia, la tradición,
el conservadurismo, la cultura del consumo y la belleza o el nacionalismo –y,
en esto, como en otras tantas cosas, Rusia y Ucrania caminaron sendas
similares–. La Berehynia, diosa pagana de la feminidad y guardiana
del hogar, se convirtió en un símbolo del ama de casa y la auténtica feminidad.
Los discursos políticos oficiales reforzaron ese patriarcado esencialista. La
otra cara de la moneda, la de la emprendedora liberal y realizada, se reservaba
a una élite económica a la que muy pocas tenían acceso.
La migración fue la salida para muchas. Solo entre 1995 y el 2000, según
las investigaciones de la historiadora Barbara Evans,
400.000 mujeres dejaron Ucrania hacia Occidente, formando parte del mayor
movimiento migratorio fuera de la región del Este europeo desde la II Guerra
Mundial, hasta ahora, claro. Universitarias urbanas o trabajadoras rurales,
mayores y jóvenes, miles emprendieron camino en busca de un destino propio en
una de las mayores diásporas de este tiempo. Según el Informe sobre las Migraciones Mundiales de 2020, Ucrania
se clasifica como el séptimo país de origen de migrantes del mundo y sus
remesas son más del diez por ciento de los ingresos nacionales. Más allá del
cliché, lo cierto es que muchas se ocuparon cuidando y limpiando los hogares
de Europa central y del sur, construyendo sus propias redes
de apoyo mutuo, enfrentando el racismo y clasismo de una Europa que había sido
cómplice y vecina pero ahora era patrona y vencedora.
Ese fue el caldo de cultivo de la trata. Según la Organización Mundial de las Migraciones, se han
registrado 160.000 víctimas de trata provenientes de ese país desde 1991,
pero Donna Hugues y Tatiana Denisova, pioneras en estudiar el
fenómeno en Ucrania, calculaban que en ese mismo periodo la cifra podía
acercarse al medio millón de víctimas. La captación se valía de promesas
de contratos de trabajo que se formalizarían en destino, o bien atrapando
a las que ya se prostituían en el país o lo hacían en las ciudades donde
migraron; también de “lover boys”, de familiares, amigos y amigas cercanos, a
través de agencias matrimoniales a distancia que resultaban ser redes
criminales, y a través de una nutrida red de falsificación y gestión de
pasaportes y visados con muchas autoridades implicadas.
Los noventa pasaron por la región como un mal sueño, y en los dos mil,
galopar nuestras propias crisis no nos dejaba demasiado tiempo para mirar hacia
el Este, aunque el problema persistía. La guerra llamó a la puerta del este
ucraniano en 2014, y la trata volvió a intensificarse. Según la Comisión Europea, los cinco principales países no
pertenecientes a la UE en lo que respecta al origen de las víctimas de la trata
en la UE en 2017, 2018 y 2019 fueron Nigeria, China, Ucrania, Marruecos y la
India. También en lo que respecta al origen de los tratantes y perpetradores de
esa violencia. Pero ha hecho falta una maldita guerra para acordarse de
las Natashas.
La semana pasada, se filtraba una conversación del gabinete de Gobierno
israelí cuando abordaba la acogida de población ucraniana en el país. El
ministro del Interior afirmaba que muchas localidades israelíes estaban
dispuestas a recibir personas refugiadas, a lo que el ministro de Finanzas,
Avigdor Lieberman, respondió con un chascarrillo: “¡Esos solo
quieren a las ucranianas!” Por supuesto, nadie le afeó
la broma, y unos cuantos le aplaudieron la gracia. Tras la filtración,
llegaron, claro, las disculpas.
Sin ir tan lejos, aquí en España, hace apenas un año, se detenía a 22
personas en el marco de la operación “Manager”, que llevaba varios años traficando y tratando
con mujeres de Rusia y Ucrania en Marbella. Con la operación cayó también mucha
cocaína, varios locales de fiesta y empresarios locales. Nada nuevo desde
aquellos locos noventa, cuando le llamábamos “trata de blancas” sin
despeinarnos, –haciendo doblemente invisibles a las racializadas– y con los
mismos y fraternales compañeros de cama, aunque en el caso español, Rumanía y
Bulgaria se lleven la palma.
Hay a quien molesta que en medio de una guerra aparezcan los “what abouts”, todos esos matices, esos grises,
esos márgenes y periferias que silencian los misiles y los teletipos. Sin
embargo, si no fuera por el whataboutismo, no habría mucho que
contar más allá de la escaleta de cuatro grandes cadenas y cabeceras.
No hay peor activismo que el del pepito grillo, porque los “te lo dije”
hacen flaco favor al futuro y suelen servir para poco a quienes tienen que
oírlo. Pero es legítimo y muy justo reivindicar el trabajo de las activistas
que llevan años siguiendo el rastro de Natasha. Es necesario también poner en
valor esa otra forma de informar y contar una guerra desde el cuidado y el
respeto, sin agolparse en las fronteras en busca del testimonio más extremo,
dando tiempo y seguridad a quienes quieren hablar y respetando a quienes no quieren
hacerlo. Gracias a las compañeras que así lo estáis haciendo, y que nos
enseñáis a hacerlo. Ojalá que la perspectiva de género sea algo más que un
renglón de la memoria de actividades de muchas de las grandes ONGs, esas que
han acudido a la llamada de la urgencia con muy pocas herramientas para
manejarla y en algunos casos, ocho años tarde.
Ah, y es tiempo de dejar de llamar Natashas a las Natashas, de callarme yo,
también, y de que sean ellas las que puedan contarlo.
CTXT DdA, XVIII/5119
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