Julio Zamarrón
“¿Cómo te vas a ir a la guerra? ¿estás
loco?”. Esa pregunta resonó en los hogares de varios jóvenes que decidieron
viajar hacia el Donbass ucraniano en pleno conflicto bélico y que se
organizaron en la llamada Caravana Antifascista, liderada por la popular banda
italiana de rock Banda Bassotti, conocida por una militancia comunista que ha
acompañado sus cuatro décadas de carrera musical. En el Estado español
congregó un numeroso grupo de voluntarios bajo el nombre Brigada Rubén Ruiz
Ibárruri.
El verano de 2014, personas de diferentes territorios en España —Euskadi,
Madrid, Catalunya o Cuenca— y Europa —Roma, Londres, París, Berlín—
construyeron una red de información sobre el conflicto que derivó en una serie
de viajes a la región. La componían diferentes sensibilidades políticas de
izquierda —comunistas, anarquistas— y perfiles muy diversos: trabajadores,
estudiantes, músicos y artistas, y periodistas freelance, como el que suscribe
estas líneas, que documentaron sus viajes.
“El detonante fue el constatar que había fuerzas abiertamente fascistas en
las protestas del Maidán, que
terminaron combatiendo en el ejército ucraniano, con batallones como Azov o Aidar, que se
integraron en la Guardia Nacional, y que estaban sembrando una violencia sin
precedentes en Donetsk y Lugansk”, señala Adrián Morata, uno de sus portavoces.
Recordemos que estas regiones, del llamado Donbass iniciaron un movimiento
secesionista armado tras el derrocamiento del gobierno de Yanukovich y la toma
del poder por parte de un gobierno opositor que desplegó políticas antirrusas
que afectaban directamente a su población y autonomía, históricamente ligada a
Moscú.
“Nos movía un espíritu antifascista, el mismo que el de las Brigadas
Internacionales en la Guerra Civil —continúa—, por eso nos sorprende tanto que
ahora se utilice este mismo símil para justificar el apoyo, precisamente, a ese
ejército fascista cuyas agresiones denunciamos”.
Sin embargo, el idealismo chocó con realidades mucho más complejas. Las milicias populares de las regiones en conflicto, capitaneadas por diferentes líderes locales, sostuvieron la contienda militar y también organizaron el soporte social de la zona: comedores comunitarios, escuelas o infraestructuras que habían quedado abandonadas por el gobierno de Kiev. También acogieron a voluntarios internacionales dispuestos a acudir al frente, voluntarios que fueron procesados en España, al contrario de lo que ocurre hoy, cuando se ve con buenos ojos el alistamiento voluntario en filas ucranianas. Una amalgama de posiciones políticas se concentró en la zona: antifascistas, pero también nacionalistas rusos, “nazbols” o mercenarios se movían en el Donbass. Las oligarquías y clanes de la zona, pronto ahogaron los conatos de movimientos más progresistas y sus comandantes y jefes militares fueron cayendo en diferentes atentados y emboscadas de dudosa bandera.
Sin embargo, el idealismo chocó con realidades mucho más complejas. Las
milicias populares de las regiones en conflicto, capitaneadas por diferentes
líderes locales, sostuvieron la contienda militar y también organizaron el
soporte social de la zona: comedores comunitarios, escuelas o infraestructuras
que habían quedado abandonadas por el gobierno de Kiev. También acogieron a
voluntarios internacionales dispuestos a acudir al frente, voluntarios que
fueron procesados en España, al contrario de lo que ocurre hoy, cuando se ve
con buenos ojos el alistamiento voluntario en filas ucranianas. Una amalgama de
posiciones políticas se concentró en la zona: antifascistas, pero también
nacionalistas rusos, “nazbols” o mercenarios se movían en el Donbass. Las
oligarquías y clanes de la zona, pronto ahogaron los conatos de movimientos más
progresistas y sus comandantes y jefes militares fueron cayendo en diferentes
atentados y emboscadas de dudosa bandera.
“Sabíamos, y si no, lo aprendimos a la
fuerza, que la guerra no tiene blancos y negros, y que hay que saber moverse en
los grises”, apunta Ramiro Gómez. “Pero había dos cuestiones claras: la
población civil estaba siendo masacrada, y nadie estaba contando esa guerra, ni
parecía importarle”, añade. Ocho años después, y pese a los relatos dicotómicos
y simplistas, por fin los 14.000 muertos del Donbass son mencionados en
tertulias y televisiones.
La Caravana organizó recogidas y envíos
—directos, pues no había forma de enviar ayuda ni corredores humanitarios desde
Europa— de ropa, juguetes, material escolar, alimentos o medicina que
entregaron en la región. También hicieron un trabajo documental y organizaron
conciertos y encuentros en las regiones en combate. Se financiaron con eventos
en centros sociales, camisetas o donaciones. “No recibimos un duro, o mejor
dicho, un solo rublo ni una sola grivna para hacer esto. Sufragamos esta
iniciativa a costa de nuestro dinero, nuestro trabajo y nuestro tiempo —explica
Adrián Morata—, y no siempre fuimos bien recibidos. Pero la gente de allí sí
nos quería en sus hogares, en sus colegios, en sus hospitales. No querían
dinero ni trastos, y eso que no tenían, nosotros no vimos ayuda rusa alguna,
pero sí querían enseñarnos a toda costa el obús que había caído en su jardín de
su casa o los refugios que habían instalado en los sótanos. Recuerdo a una
mujer que me preguntaba que qué decían en mi país de su guerra. No supe qué
contestarle, porque no quería contestarle que en mi país su guerra ni siquiera
existía”.
Las fotos que hoy inundan las redes en
las que se ven personas refugiadas bajo tierra, civiles heridos o personas
llorando frente a hogares destruidos les son familiares. Hay pendrives con
fotos que acordamos no difundir jamás, por su dureza y por respeto a lo que
vimos allí. En España apenas encontramos espacios para publicar el trabajo
documentado por periodistas. Hicimos charlas informativas, pequeños comedores
solidarios, pero nadie quería sacar en sus medios una guerra que no existía.
Llegaron a ir a Bruselas a exponer la posición del Donbass en el Parlamento,
con la izquierda europea.
“No
somos santos, ni cooperantes internacionales, la mayoría de nosotros no es
experto en geopolítica —comenta Alberto Biurrun Lasheras—, pero sí pensábamos
que en esa guerra se libraba una batalla contra el fascismo. Hoy vemos que ha
adquirido una complejidad mucho mayor. Pero se nos criminalizó por entrevistar
a voluntarios militares, se nos tachó de ingenuos por enviar ayuda humanitaria,
se nos simplificó como rusófilos sin criterio, cuando entre nosotros había
posiciones muy diferentes en torno a muchas cuestiones”.
Hoy, quienes mantuvieron vivo el
proyecto reciben llamadas y mensajes de WhatsApp de amistades y
familiares: “Oye, ¿pero tú no te fuiste allí? ¿qué está pasando
realmente?”. No son analistas ni les gusta demasiado hablar en público. Pero si
hay que volver a contarlo, lo harán, de nuevo, a costa de su tiempo, trabajo y
recursos.
“Lo mejor que podemos aportar hoy es ese testimonio de una guerra que
recogimos, y así poder cumplir con la promesa de que lo contaríamos.
Podemos romper con la deshumanización hacia el Donbass, donde detrás de las
etiquetas hay personas. Y podemos posicionarnos contra la escalada militar y en
apoyo al pueblo ucraniano, a la gente de a pie, que está sufriendo esta guerra.
¿Cómo no vamos a solidarizarnos con ellos? La paradoja es que los pacifistas,
ahora, seamos nosotros”.
Les llamaron locos cuando dijimos que
esta guerra iba a ser determinante en Europa. Quizá no estaban tan locos.
elsaltodiario.com DdA, XVIII/5104
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