Luis García Montero
A finales del siglo XIX el Ejército chileno invadió Perú.
Una de las consecuencias de aquel desastre fue el
incendio de la Biblioteca Nacional. Los
libros suelen ser una víctima común en las guerras. Arden, las palabras se
convierten en humo y su olor a quemado se mezcla con el silencio de los
cadáveres.
El escritor Ricardo Palma fue nombrado
entonces director de la Biblioteca aniquilada en Lima. Para ponerla en marcha se
declaró “bibliotecario mendigo” y
empezó a pedir a sus amigos que regalasen libros con los que llenar las nuevas
estanterías. Después de compartir con Marcelino Menéndez Pelayo su sentimiento
de que “hemos retrocedido a los tiempos bárbaros del califa Omar”, reclamó su
colaboración en una carta de noviembre de 1883: “Un bibliotecario mendigo se
dirige, pues, al ilustre literato para pedirle la limosna de sus obras y que
avance la caridad hasta solicitar de sus esclarecidos compañeros en las
Academias de la Historia y de la Lengua, contribuyan a la civilizadora
fundación encomendada, más que a mis modestas aptitudes, a mi entusiasmo y perseverancia”.
La humanidad vuelve una y otra vez a los tiempos
bárbaros. Las bombas y el odio caen sobre las
universidades, los hospitales, los domicilios y las cabezas de la gente. Con
más perseverancia que entusiasmo, sin mucha esperanza, pero con convencimiento,
un poeta mendigo se pregunta qué puede pedirle a la historia. Y la respuesta es
simple y vieja, porque la petición más importante de la
literatura es que no se olvide y se respete la vida. Los grandes personajes soportan acontecimientos
gloriosos o infernales, conocen fechas importantes, ven pasar por delante de
sus ojos los desfiles del poder, escuchan las palabras de los sumos sacerdotes
de cada momento…, pero al final son grandes personajes porque late en ellos un
corazón humano, un ser vivo que necesita alimentarse, dormir, soñar, amar,
ajustar cuentas con su realidad y convivir con la luz, nublada o limpia, de
cada día. Por eso la literatura cuenta por dentro la historia, nos recuerda que
se forma con vidas.
En medio de la barbarie, la
primera misión que debe pedirse al conocimiento es que no se haga cómplice de
la barbarie. Una tarea bien difícil, porque la
experiencia nos demuestra una y otra vez que el progreso tiende a nutrir con
nuevos métodos los afanes destructivos. Las razones van así por un lado y
los sentimientos por otro,
facilitando que las acciones desemboquen en impulsos irracionales y la ciencia
sea tan fría como la disciplina calculada y mecánica de un misil de destrucción
masiva.
Si tenemos que buscar un equilibrio
entre el calor y las bajas temperaturas, la convivencia debe mantener el corazón
caliente y la cabeza fría. Es
decir: se trata de conseguir que los sentimientos de humanidad encuentren modos
de formalizarse para asegurar el respeto a la vida y a la convivencia. Ese fue
el significado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que la
Asamblea General de las Naciones Unidas acordó en 1948. La sombra
de dos guerras mundiales estaba cerca.
El poeta mendigo se pone a pedir
limosna y empieza a murmurar algo parecido a esto: considerando que la libertad,
la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la
dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana… El poeta sigue mendigando hasta detenerse en
otra limosna. Pide que toda persona tenga derecho a que se establezca un orden
social e internacional en el que los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos.
Cosas de poetas: sentimentalismo,
buenismo, ingenuidad, inocencia, candor, sensiblería. Bueno, yo soy poeta, pero
no creo conveniente que la poesía se quede con lo que no le corresponde (del
todo). Así que prefiero presentarme ahora como un ciudadano mendigo. Creo un
verdadero problema que los poderes organizadores del mundo, cada vez con más
prisa y más cercados por los totalitarismos y el odio, consideren
que la Declaración Universal de Derechos Humanos ya es sólo una cosa de poetas.
InfoLibre DdA, XVIII/5108
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