Carlos Taibo
Me preguntan a menudo, en los actos
públicos que se suceden para sopesar lo que ocurre en Ucrania, cómo cabe
relacionar ese conflicto con categorías como las que se refieren al ecofascismo
y a un posible colapso general. Mi aturdimiento de estas horas poco más me
permite que enunciar aquí, al respecto, algunas intuiciones someras.
Cuando, en los últimos años, he empleado el polémico
término ecofascismo, lo he hecho para identificar un proceso en virtud del
cual algunos de los estamentos dirigentes del globo —conscientes de los efectos
del cambio climático, de las secuelas del agotamiento de las materias primas
energéticas y de la manifestación, en la trastienda, de un sinfín de crisis
paralelas— habrían puesto manos a la tarea de preservar para una minoría
selecta de la población recursos manifiestamente escasos. Y a la de marginar, en
la versión más suave, y exterminar, en la más dura, a lo que se entiende que
serían poblaciones sobrantes en un planeta que habría roto visiblemente sus
límites. En esa perspectiva, el ecofascismo no sería en modo alguno un proyecto
negacionista vinculado con marginales circuitos de la derecha más extrema, sino
que surgiría, antes bien, en el meollo de algunos de los principales poderes
políticos y económicos. Aunque tendría como núcleo principal a las elites del
mundo occidental, a ellas podrían sumarse, ciertamente, otras radicadas en
espacios geográficos diversos, y entre ellos el configurado por las llamadas
economías emergentes. El ecofascismo hundiría sus raíces, por lo demás, en
muchas de las manifestaciones del colonialismo y del imperialismo de siempre,
que en adelante tanto podrían apostar por el exterminio, ya sugerido, de
quienes se estima que sobran como servirse de poblaciones enteras en un régimen
de explotación que en mucho recordaría a la esclavitud de hace bien poco. En
más de un sentido el ecofascismo sería, en fin, una forma de colapso. No creo
que haya palabra mejor para retratar las consecuencias de una reducción
dramática, vía genocidio y procesos afines, de la población mundial.
El concepto de ecofascismo plantea
inmediatamente, con todo, un problema central de delimitación de ritmos
temporales, solapamientos y agentes implicados. No es lo mismo un ecofascismo
desplegado antes del colapso que otro manifiesto después de este último. Si en
el primer caso las estructuras de poder y represión hoy existentes conservarían
incólumes sus capacidades —y el horizonte de una nueva guerra mundial no sería
desdeñable—, en el segundo cabe concluir que las instancias en cuestión habrían
experimentado un notable debilitamiento. Con el agregado, eso sí, y por detrás,
de que los mismos procesos que conducen, o pueden conducir, al colapso están en
el origen del ecofascismo. Hablo, de nuevo, del cambio climático y del
agotamiento irrefrenable de muchos recursos básicos. En la que parece su forma
presente, el primer horizonte mencionado, el de un ecofascismo previo al
colapso, invitaría a identificar en paralelo una confrontación entre elites —de
ahí la metáfora, que es algo más que eso, claro, de la guerra— antes que una
colaboración entre estas, de tal suerte que más que hablar de ecofascismo, en
singular, habría que hacerlo entonces de ecofascismos, en plural, y de
ejercicios de inclusión y de exclusión como el que probablemente se dirime en
Ucrania. En el buen entendido de que la confrontación que invoco bien podría
traducirse en una aceleración espectacular de las pulsiones que conducen al
colapso.
¿De qué manera se concreta lo anterior en el escenario
de estos tiempos oscuros? Responderé que si me veo en la obligación de prestar
atención a estas discusiones es porque los acontecimientos se van acumulando
con una velocidad extrema que impide su procesamiento sereno. Estoy pensando en
la dimensión represiva que ha acompañado, y acompaña, a la digestión de la
pandemia, de la mano de lo que en la mayoría de los escenarios ha sido un
formidable ejercicio de servidumbre voluntaria que a buen seguro interesa, y
mucho, a los estrategas del ecofascismo. Pero estoy pensando, también, en el
reguero de noticias que se hizo valer el otoño pasado en la forma de rupturas
de los circuitos económicos, financieros y comerciales, de problemas crecientes
en el suministro de materias primas energéticas, de encarecimientos
notabilísimos en los costos de transporte y de desbocadas operaciones
especulativas. Agrego a la lista el globo sonda austriaco de un ejército
empeñado en perfilar una plena autonomía en materia de energía y agua en los
cuarteles para desde estos socorrer a una desvalida población civil, víctima
imprevista de un apagón general...
Para que nada falte, en fin, de por medio se han hecho
valer las secuelas, difíciles de evaluar, de una crisis como la ucraniana. Hay
tres, con todo, que se antojan evidentes. La primera, un generoso regalo del
sagaz presidente ruso de estas horas, asume la forma de un rápido y formidable
fortalecimiento de una organización, la OTAN, que, frente a lo que reza la
propaganda oficial, anuncia un horizonte inquietante de militarización,
autoritarismo, intervencionismo, injerencias y represión de las disidencias. No
sé por qué todo ello me huele a ecofascismo y, con él, a los espasmos del
imperialismo más manido y tradicional. La segunda es la certificación de que
los imperios que en su caso se oponen, o parecen hacerlo, a semejante ignominia
—y pienso, claro, en la Rusia de los oligarcas y las desigualdades— no proponen
otra cosa que la misma pócima miserable. La tercera, en fin, es la ausencia, en
los estamentos oficiales, y sin excepciones, de cualquier conciencia de los
límites. En esos estamentos no se ha abierto espacio alguno para el designio de
poner freno al proyecto macabro del crecimiento, para la urgencia de
redistribuir radicalmente los recursos y para la premura de desarrollar
respuestas de carácter colectivo.
Asistimos, antes bien, a una nueva e inquietante huida
hacia adelante, que unas veces es pintoresca —Irán y Venezuela vuelven a la
anormalidad de las relaciones comerciales— y otras asume la forma del delirio
de un fracking renacido y de una energía nuclear recuperada, con la
marca España —por lo que veo— felizmente en cabeza de los flujos energéticos
mundiales. No sé si lo que hay por detrás son palos de ciego o, muy al
contrario, un proyecto cada vez más consciente, perfilado y criminal. Pero me
da que el colapso ya no es cosa del futuro: está aquí.
ELSALTODIARIO DdA, XVIII/5118
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