Luis García Montero
Sí, el pasado nos persigue para bien y para mal. El tiempo
va con nosotros, vive todo entero en nosotros. Es
una realidad que se impone en la conciencia cuando el futuro queda a la espalda
y el pasado aparece delante de los ojos.
Esta semana, mientras el Zar Putin
agrede de forma imperial al sueño del siglo XXI, tuve la suerte de presentar
una novela de Miguel Pasquau, Aunque todo se
acabe (Ediciones Miguel Sánchez, 2021). Mi amigo novelista
recordó una imagen de 1986, la noche en la que perdimos el referéndum
sobre la permanencia de España en la OTAN. Estábamos en el Palacio de los Condes de Gabia, sede
granadina en aquella ocasión de los que nos oponíamos a la dinámica militarista
de los viejos bloques de la Guerra Fría. Camino del baño, al abrir la puerta de
una sala de reuniones en penumbra, Miguel me sorprendió solo, con una copa de
champán y llorando.
El deseo de que la ONU sea una institución fuerte, antimilitarista y con papel en la historia del mundo parece imposible. Ya lo demostró poco después la guerra de Irak, cuando los EE.UU se inventaron que había en Bagdad un peligro de armas de destrucción masiva para justificar así una matanza especulativa que envenenó las relaciones de Occidente con el mundo árabe. Nuestro José María Aznar se sumó a la matanza y cruzó por añadidura las líneas rojas de la neoinfamia periodística. En pleno proceso electoral, el terrorismo yihadista castigó la participación de España en la mentira de Bush y sembró Madrid de barbarie y muerte. Todavía con los cadáveres en el suelo, Aznar se inventó que había sido ETA la culpable del horror y encontró medios de comunicación capaces de acompañarlo en aquella blasfemia cívica. Alguno de esos medios sigue hoy envolviendo bulos en papel y en las redes contra Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición.
Pero hasta las guerras tienen huecos
para la alegría en la vida privada. Las
noticias de la agresión a Ucrania me movieron a buscar la huella de un 13 de
febrero de 1991. En el cuarto de trabajo de Almudena hay enmarcada una página
de El País en la que se da noticia de
una reunión de escritores celebrada en el Ateneo de Madrid. Protestábamos por
los bombardeos sobre Bagdad. Nos había convocado Juan García Hortelano y yo leí
un mensaje de Rafael Alberti. Como todos los que aparecen en los extremos de la
foto, me veo con 30 años menos, pero gordito de más y no muy bien vestido. A mi
lado está Eduardo Mendicutti, luego José Luis Sampedro, luego Javier Alfaya y
luego Almudena Grandes. Fue la primera vez que nos vimos. Desde entonces muchas
batallas nos reunieron en nombre de la paz.
Las meditaciones teóricas sólo se
asumen en carne y hueso cuando las experimentamos en la propia vida. La derrota
en el referéndum de la OTAN tuvo para mí una significación especial. Unos años
antes había viajado a Praga para participar en un congreso de intelectuales
comunistas junto a personas tan importantes en mi educación como Rafael
Alberti, Juan Genovés, Marcos Ana y Juan Antonio Bardem. Yo me había
identificado con el PCE al llegar a la Universidad en 1976, porque era el
partido que luchaba contra el franquismo por la justicia social y por la
libertad. Mi conocimiento de las dictaduras del Este me dejó en la intemperie,
consciente de que la igualdad deriva en mentira cuando las sociedades
pierden su libertad. Con la
manipulada campaña sobre la OTAN, en la que el cinismo entró de golpe en la
recién conquistada democracia española, tomé conciencia de hasta qué punto el
poder encuentra también formas de dominio y mentira al amparo de una libertad
mediática. Condenado por partida doble a la intemperie, he querido siempre
sentirme acompañado por gente en la que confiar a la hora de defender una
democracia social.
Ha sido otro de los recuerdos del
pasado que se han puesto delante de mis ojos estos días. Los amigos. Paco
Portillo se llamaba un admirado dirigente del PCE de Granada que fue capaz de
soportar palizas y torturas sin dar en comisaría el nombre de ningún camarada.
Jorge Semprún se llamaba el admirado escritor que volvió del exilio a España
para montar la red clandestina del PCE en la lucha antifranquista. Como había
soportado torturas en los campos nazis, sabía bien que su vida dependía de la
voluntad de guardar silencio de otros camaradas. No se trataba sólo de ser fiel
a un partido, sino a la propia conciencia y a los compañeros de vida. Paco y
Jorge dejaron el PCE y se integraron en el PSOE cuando lo consideraron
oportuno. Pero nadie pudo o nadie debió tratarlos de traidores, porque se
habían jugado la vida por sus camaradas en los momentos más difíciles. Su lucha,
según su conciencia, estaba ya en otro sitio.
He recordado también este pasado al ver
de qué manera las ratas abandonaban el barco de Pablo Casado para seguir flotando en el mar de la corrupción. Tengo
poco que ver ideológicamente con Casado, o con Pablo
Montesinos, por ejemplo. Pero deseo que
encuentren algo del calor que a mí, al cabo de los años, me sigue dando la
palabra camarada.
Madrid: libertad
para robar o socialismo.
Infolibre DdA, XVIII/5095
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