Alicia Población Brel
El pasado 24 de febrero, la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional acogió a dos
jóvenes solistas: el pianista Martín García (1996) y el
violinista Javier Comesaña (1999). Ambos galardonados en 2021
en dos importantes premios internacionales. García, haciendo historia como
primer español al llegar a la final del International Chopin Piano Competition,
uno de los concursos más célebres del panorama mundial; Comesaña, por ganar la
sexta edición del Concurso Internacional de Violín Jascha Heifetz,
convirtiéndose también en el primer español en recibir el primer premio del
certamen. A la batuta de esta velada estaba un enérgico David Afkham, director titular y artístico de la Orquesta y Coro Nacional de España desde 20219, a
pesar de haber trabajado con los músicos desde 2014.
El concierto abrió boca con el Minuet Antique, compuesto por Ravel y estrenado en
París en 1898, cuando el compositor apenas tenía 23 años recién cumplidos. Al
parecer, es esta una obra dedicada a su amigo Ricardo Viñes, con quien estudió
en el conservatorio de la ciudad francesa. La sección de cuerdas se mostró
resolutiva y potente, guiada por Afkham, así como en la sección de trompas se
notaba, por el contrario, cierta pereza, y algunas notas se perdían en las
intervenciones musicales más largas.
Al término de la breve obra, salió a escena el joven pianista
Martín García para interpretar el Concierto para piano y orquesta número 2 en Fa menor de
Chopin de manera brillante. El compositor polaco lo creó con tan solo 19 años.
El solista mostró más soltura dentro de las dinámicas de piano, suaves y
delicadas, cogiendo poco a poco soltura en las partes de más intensidad, que al
principio del concierto supieron a poco. En la sección de metales, siguió
faltando contraste dinámico, lo que afectaba a la hora de que los fortes
sonaran en la orquesta al completo.
El segundo movimiento, al parecer dedicado a una joven
cantante -amor platónico del compositor- evidenció una mayor escucha entre la
orquesta y el solista. Había respuestas ante las propuestas de García, y
Afkham, a modo de mediador, se mostraba atento a las interacciones de ambas
partes. Quizá esa relación entre los músicos logró que en la segunda parte del
movimiento, más apasionada, sí afloraran de manera más notable los matices y
contrastes. Al caer en el tema inicial a modo de reexposición, García lo hizo
sobre una orquesta que recogió sus notas como un colchón estable y mullido en
el que sentirse cómodo.
El tercer movimiento, juguetón y atrevido, terminó de
despertar a la sección de vientos y García dejó a todo el auditorio embelesado
ante su precisión técnica que, sin perder delicadeza, lograba no alterar ni una
sola nota de los pasajes característicos y complejos por los que se reconocen
las obras de piano de Chopin. El pianista nos regaló un par de bises que
inspiraron vítores y aplausos enfebrecidos desde las butacas.
Tras un breve descanso, le tocó el turno a Comesaña. El
joven interpretó el Concierto para violín y orquesta número 1 de
Prokófiev. Si bien en un primer momento parecía que el sonido del violín se
perdía entre la dinámica, quizá demasiado alta de la orquesta, ante un
inicio tan delicado como es el del primer movimiento del concierto, a medida
que la obra transcurría, Comesaña fue cogiendo cuerpo y cambió el baile con el
que había empezado por un gesto concentrado y profundo, con el que nos sumergió
en las líneas melódicas. En ciertos momentos, la orquesta y el solista no
parecían llevar el mismo pulso, si bien uno iba un poco acelerado, quizá la
orquesta tiraba para atrás en ciertos puntos.
Durante el segundo movimiento, y pese
a lo complejo del mismo, Comesaña dejó ver caracteres y matices marcados por un
virtuosismo fuera de serie. Era imposible quitar la vista de la mano izquierda
del músico, que reptaba por el mástil del instrumento como si los dedos,
independientes de su dueño, supieran en qué lugar situarse a cada décima de
segundo. Con el tercer movimiento, el sonido del violín llenó definitivamente
la sala, desmintiendo las primeras impresiones. Al llegar al tema inicial,
conocido ya desde el primer movimiento, Comesaña parecía flotar entre los
trinos que revoloteaban en el diapasón de su violín. La música nos abrió un
mundo fantástico, etéreo, impropio del mundo terrenal en el que la
escuchábamos. Como bis, el violinista tocó la Sarabanda de la Partita número 1 de Bach,
demostrando el dominio del lenguaje barroco con sutiles y muy bien traídas
aportaciones improvisadas.
La
mer de Debussy fue la obra que puso fin a un concierto
de dos horas y media que, si bien resultó demasiado largo, no dejó de ser
nutritivo para quienes lo disfrutamos. Una orquesta al completo representó cada
uno de los cuadros marinos que el compositor había plasmado a través de la
música. La sección de metales se mostró potente en esta obra como no lo había
hecho en el resto del concierto, y la cuerda vibró realmente como un mar
espoleado por Afkham, quien no perdió energía en ningún momento.
Aunque es cierto que la sala no estaba llena hasta los
topes como en otras ocasiones, esta vez sí tuvimos la suerte de ver a jóvenes
saliendo emocionados del concierto. De la misma manera, también en el escenario
se agradeció ver la mezcla de generaciones. Se notó en la energía que, como
explicaba Clara Sánchez en unas notas al programa muy de agradecer y que
merecen especial mención, caracteriza a la juventud.
Revista RITMO DdA, XVIII/5096
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