Enric González
José Martí Gómez fue quizá el último
reportero de su especie. La de quienes pateaban la calle y se paraban a hablar
con la gente. Como sabía escuchar, propiciaba la confesión ajena. Ese talento
rarísimo funcionaba incluso con los amigos. En cuanto nos veíamos, sonreía y
decía un simple “¿qué?”, y yo no podía evitar contarle mi vida. Era un hombre
bueno y discreto al que se podía contar cualquier cosa. Dicho así, podría parecer
un periodista muy atípico. Lo era. También era el mejor reportero que he
conocido.
Nació en 1937, en Morella, Castellón, y estudió
Magisterio en Valencia. Pero quería ser periodista y tras pasar por el Diario
de Barcelona (donde fue corrector) y el Mediterráneo de
Castellón (donde fue un reportero demasiado dinámico y sincero para la censura
franquista) recaló en El Correo Catalán, donde fue hombre-orquesta:
en un mismo día podía tomar café con un atracador, almorzar con un juez,
escribir un par de piezas deliciosas y arreglar de madrugada un lío en la
imprenta.
En el Correo forjó su amistad con
Josep María Huertas Clavería. Con Huertas y Jaume Fabre, y junto a otros amigos
como Paco Candel, se dedicó a narrar la historia y el
presente de los barrios periféricos de Barcelona, de los campamentos
chabolistas, de aquellos territorios urbanos de los que nadie hablaba. Y a
contar lo que ocurría en la calle, los tribunales, los cafés. Insisto: tenía el
don de escuchar, que no consiste exactamente en dejar hablar al otro, sino en
algo más.
Para mí, el periodismo era aquella mesa del Correo que
compartían por las tardes Martí y Joan de Sagarra, con una botella de ron Saint
James delante. El periodismo era aquella peña de locos (Manuel Vázquez
Montalbán, Perich, Maruja Torres, el propio Martí) que sacaban a trancas y
barrancas, con abundantes y a menudo surrealistas broncas judiciales (el mismo
juez que amenazaba a Martí con empurarle por un artículo podía proponerle acto
seguido que se fueran de putas, así eran de caóticos los tiempos) la revista
política y humorística Por Favor en los años más agitados
(1974-1978) de la transición. El periodismo eran aquellas largas entrevistas
que Martí y Josep Ramoneda, amigos y ambos del Espanyol, realizaban con una
mezcla sutil de candor y malicia.
Para mí, el periodismo era Martí Gómez. A él le
pregunté, hacia 1976, si me aconsejaba dedicarme a la prensa. Me dijo que sí,
pero durante el resto de su vida insistió en que había cometido un “craso
error” al hacerle caso. A principios de los 90 coincidimos en Londres como
corresponsales. Martí Gómez apenas hablaba inglés. Y, sin embargo, producía
unas crónicas maravillosas. Lo que demuestra que el buen reportero se las
arregla en cualquier circunstancia.
También trabajó durante años para la radio, la SER, y
su voz cascada por el caliqueño, interrumpida por pausas de ironía o escepticismo,
tenía eso que llaman credibilidad. Escribió en La Vanguardia y
en EL PAÍS. Siempre frecuentó a sus amigos, desde antiguos atracadores de
bancos como Rojano Carrasco hasta abogados como Mateu Seguí, desde sacerdotes
como Josep Bigordà hasta los muchos periodistas descarriados para quienes Martí
era un emblema, un modelo y un misterio. No creo que exista hoy nadie en la
prensa capaz de guardar de por vida los sabrosísimos off the record que
se calló para siempre, porque no traicionaba la confianza de quien le hacía una
confidencia. Permítanme la estupidez: un gran poder, ese del que disponía con
su don para abrir el alma ajena, conlleva una gran responsabilidad.
Cuando murió Josep María Huertas Clavería, Martí Gómez
habló en el funeral. Recordó el carácter insufrible de Huertas, su afición a
las camisas chillonas y a las comidas imposibles (berberechos con batido de
chocolate, por ejemplo) y su facilidad para meterse en líos. “Soy católico y
creo en la vida eterna”, dijo Martí, “y por tanto creo que me reencontraré con
Huertas, que él seguirá igual y volverá a meterme en líos”.
Yo no creo en la vida eterna, cosa que ahora mismo
lamento, y no creo que pueda volver a compartir con él un Martini, o dos, o
tres, en la barra de Boadas. Ruego disculpas a su esposa porque más de una vez
se lo devolví en un estado no óptimo. Gocé de ese privilegio, que no
disfrutarán los jóvenes que ahora empiezan a cometer el craso error de
dedicarse a este oficio insensato. En el que ya no está José Martí Gómez,
fallecido en Barcelona, rodeado por su familia, el 22 de febrero de 2022.
"Creo en el periodismo que se aprende, como la vida, en los batacazos del
día a día, en la calle, en las barras de los cafés, en los autobuses y en los
vagones de metro. Leyendo mucho y manteniendo muchos contactos, de los que
deberás respetar siempre las confidencias que te hacen. El periodismo de la
pequeña anécdota que refleja una sociedad ya no se da. Lo que domina en las
redacciones son notas de color que de vida tienen poco y entrevistas a
políticos que no dicen nada. El periodismo de hoy no es el que amé pero sé que
muchos jóvenes empiezan ilusionados y me gusta pensar que también lo ven como
la profesión más hermosa del mundo. Así
se expresa José Martí, el mejor reportero español (en palabras del también
periodista Enric González), en las páginas de este libro, que es tanto una
crónica viva de la España política, social y cultural de las últimas cinco
décadas, como una valiosa lección de cómo hacer buen periodismo a través de
diversos géneros: la crónica, el reportaje, la entrevista. Concluye el libro
con una inolvidable conversación del autor con Javier del Pino, Jordi Évole y
Josep Ramoneda, en la que "el último reportero" expone sus puntos de vista sobre el presente y el futuro del
periodismo y los medios de comunicación. Se trata de un libro que todo profesional de la información debe leer, ya sea en ejercicio o en el retiro.
DdA, XVIII/5091
No hay comentarios:
Publicar un comentario