Antonio Muñoz Molina
Quien no conoció aquellos tiempos no puede imaginar el
poder que los curas ejercían sobre las vidas de casi todo el mundo, mayor
cuanto más indefensas estaban las personas sometidas a ellos. Los abusos
sexuales eran la consecuencia extrema de un permanente abuso político y social,
una atmósfera irrespirable de tiranía eclesiástica. Cuando yo era niño se nos
enseñaba que si veíamos a un cura por la calle había que acercarse
respetuosamente a él y besarle la mano. Las sotanas de los curas eran tan
omnipresentes en los actos oficiales como las camisas azules, los uniformes
militares, los correajes y los tricornios de la Guardia Civil. Desde que teníamos seis
años debíamos asistir a la catequesis obligatoria, que nos preparaba para la
Primera Comunión. A los siete años ya se nos adoctrinaba sobre el pecado, el
remordimiento, la culpa, el castigo sin fin de los condenados al infierno.
En las paredes de algunas iglesias había cuadros
ennegrecidos en los que se veía a los réprobos ardiendo entre las llamas. Un
recurso clásico del padre catequista era encender una cerilla o una vela y
pedirte que acercaras un dedo a ella: lo apartabas, claro, al instante, y él
afablemente se recreaba en comparar ese dolor tan breve, que sin embargo no
habías podido soportar, y la duración eterna y literal que tendría si por tus
pecados te condenabas para siempre.
Un niño de siete u ocho años vive todavía en un
presente sin agobios, en un estado de tranquila inocencia. Introducir en una
mente como ésa la idea de la eternidad y del infierno es una perversión que
ahora nos parece imperdonable, pero que entonces formaba parte de la educación
cotidiana, como los castigos físicos y como el sacramento sombrío de la
confesión, tan prematuro para la conciencia de un niño que a la mayor parte de
nosotros nos costaba trabajo idear pecados convincentes. Sobre todo nos daba
miedo acercarnos a la penumbra del confesionario, a la cortina granate o a la
celosía detrás de la cual se veía una cara pálida y se escuchaba una voz
inquisitiva y oscura, acompañada a veces por un aliento a tabaco. Había que
estar de rodillas, la cabeza inclinada, las manos juntas, los codos apoyados en
un reborde de madera muy gastada por tantos roces eclesiásticos. Hacia los 12
años la confesión cobraba otro tono, contaminado ya de culpa y vergüenza
sexual, de ignorancia y miedo, porque nadie nos había explicado los cambios que
estaban sucediendo en nosotros, aunque sí se nos advertía severamente sobre las
consecuencias terribles, físicas y morales, de los pecados que ahora nos
costaba tanto confesar: ahora la voz en la penumbra hacía preguntas más
detalladas, con una curiosidad en la que detectábamos algo torcido y viscoso.
Si no confesabas y te atrevías a comulgar en pecado, estabas cometiendo un
sacrilegio cuyo castigo era el infierno. Había que decir “he pecado contra la
pureza”, o “he pecado contra el sexto mandamiento”. Y entonces venían las preguntas:
“¡Cuántas veces?”. “¿Solo o con otros?”.
La Iglesia católica fue la vencedora
ideológica de la Guerra Civil. Cuando yo era niño y
adolescente, en las escuelas, los propagandistas del fascismo eran unos
camastrones que se quedaban dormidos mientras los alumnos leíamos en voz alta
capítulos incomprensibles del libro de Formación del Espíritu Nacional. La
propaganda incesante, ultramontana, agresiva, era la que hacían los curas en
los púlpitos y sobre todo en las aulas, que fueron el gran regalo doctrinal y
económico que le hizo la dictadura de Franco a la Iglesia, después de haber
cortado a sangre y fuego la secularización de la enseñanza que había intentado
la República. La otra cara
de las ejecuciones, encarcelamientos y depuraciones de maestros y profesores de
instituto, completada sin miramiento desde la victoria de Franco, fue la entrega incondicional de la
educación a las órdenes religiosas, perpetuando así un oscurantismo que
prolongaba el fracaso del Estado liberal desde el siglo XIX. En 1969, a los 13
años, a mí me apasionaban los Beatles y los viajes a la Luna, pero en la clase
de Historia Sagrada nos enseñaban todavía que a Lutero lo había castigado Dios
haciéndole morir de miedo y de diarrea durante una tormenta, en el retrete, y
al ateo Émile Zola permitiendo que se asfixiara con el humo de un brasero mal
apagado. Al director de nuestro colegio salesiano, en cambio, cuando cayó por
accidente a un pozo muy profundo, María Auxiliadora lo había salvado
milagrosamente de matarse, haciendo que no sufriera la menor herida su cabeza
al chocar contra la maquinaria que extraía el agua.
Podían hacer con nosotros lo que les diera la gana.
Eran serviles con los hijos de los ricos y despóticos y mezquinos con los
becarios. Nos sometían con el terror religioso y con la violencia física: con
el miedo abstracto al infierno y el miedo inmediato a las bofetadas, a los
castigos, a los golpes de los nudillos en la nuca. Sentado en el pupitre, la
cabeza inclinada sobre un cuaderno, uno sentía acercarse por detrás los pasos y
el roce peculiar de la sotana del cura, y eso le provocaba un escalofrío de
amenaza a lo largo de la espalda. Había alumnos que se orinaban de miedo en
cuanto el profesor con su sotana negra entraba en la clase. El padre director
que se había salvado por la intercesión tan oportuna de María Auxiliadora era
especialista en bofetadas súbitas que resultaban más dolorosas porque a uno no
le daba tiempo a prepararse para recibirlas. Ardía la cara y parecía que una
aguja se hubiera clavado en el tímpano. Por aulas, despachos y pasillos se
multiplicaba la estampa de san Juan Bosco, fundador de la orden salesiana, casi
siempre pasando una mano paternal sobre el hombro del discípulo predilecto,
santo Domingo Savio, ejemplo infantil y casi angélico de pureza, que había
muerto a los 13 años con una frase en los labios, la consigna que todos
debíamos repetir en voz alta, “antes morir mil veces que pecar”.
En los anocheceres adelantados de invierno nos moríamos
de tristeza en aquellas amplitudes cuartelarias. Formábamos marcialmente al
final del día y cantábamos el himno: “Salve, salve, colegio de Úbeda / forjador
de aguerridas legiones…”. Salir a la calle y respirar el aire libre era volver
a la vida. Por eso daba tanta tristeza ver a los que se quedaban, los internos
pálidos con batas cenicientas que nos veían irnos desde los corredores que
llevaban al comedor y a los dormitorios, hacia una oscuridad en la que nosotros
tuvimos la suerte de no ser atrapados.
El País DdA, XVIII/5082
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