Pedro Costa Morata
Gracias a la sinceridad del ministro de
Consumo, Alberto Garzón, excepcional en la historia del Consejo de Ministros,
va elevándose el tono de la polémica sobre la espantosa invasión de nuestros
campos por macrogranjas de porcino y ovino. Una polémica que ha sido levantada
por las organizaciones civiles ―ecologistas, plataformas
populares― ante el silencio de la mayor parte de los partidos, las
administraciones y los medios de comunicación. Un debate que pone en solfa un
modelo agrario enloquecido por una productividad obsesiva de patente
industrialista, que envenena nuestros campos y aguas con una agricultura y una
ganadería intensivas, tóxicas e insalubres. Un agro insostenible al que
pretende sostener un Gobierno antiecológico, un empresariado codicioso y unos
sindicatos agrarios enemigos del campo y de la vida.
Como en la anterior expresión de responsabilidad del ministro de Consumo,
cuando el ridículo “escándalo del chuletón”, el Gobierno al que pertenece ha
desautorizado sus palabras cediendo a la presión del sector. El Gobierno de
Pedro Sánchez somete su pretendida sensibilidad ecológica a los grandes
intereses económicos, llevado por la agresividad ambiental que lleva aparejado
el actuar siempre por el corto plazo, sin atender a un futuro que, globalmente,
se perfila catastrófico. Y así, creó un Ministerio para la Transición Ecológica
y el Reto Demográfico (MITECO) sin la menor filosofía básica para afrontar
ambos objetivos y poniendo al frente del mismo a una burócrata, Teresa Ribera,
extraída del mundo de las organizaciones internacionales, bien conocidas por su
doblez ambiental. De ahí que consienta esta oleada de granjas masivas e
intensivas a sabiendas de que sus exigencias en recursos y la contaminación que
producen, van contra los acuíferos en gran medida sobreexplotados y envenenados
por los nitratos de origen ganadero; y que se muestre incapaz de reconocer que
la agroindustria y las economías de escala en el campo expulsan directa y
ferozmente gente del medio rural.
Aunque el MITECO procure no entrar en esta polémica, consintiendo la
tropelía mientras trata de disimular unos objetivos falsificados, el otro
Ministerio de esta farsa antiecológica, el de Agricultura, es el que se encarga
de presentar, y representar, el frente de la algarada y de la necedad,
exigiendo al ministro Garzón que renuncie al tratamiento científico, ecológico,
sanitario y político del asunto. “Que nadie me toque a mis agricultores y
ganaderos”, decía el ministro Luis Planas, un tecnócrata educado en la
perniciosa política agraria comunitaria y cómodamente instalado en la filosofía
abusiva del sector, cuando estalló la divertida “crisis del solomillo”,
asumiendo personalmente la crítica a Garzón.
Se trata de ministros que no quieren afrontar el núcleo ideológico del problema, que no es otro que el liberalismo que profesan (que subyace a un socialismo degradado, estéril y complaciente) es intrínsecamente incompatible con cualquier política ambiental sincera, que pretenda salvaguardar los recursos naturales básicos. Las ministras Portavoz y de Educación también han demostrado ―tratando de aislar las opiniones de Garzón― que la parte socialista del actual Gobierno se ríe de esa sostenibilidad con la que dicen, una y otra vez, sentirse comprometidos ante el país y la comunidad internacional.
Otros destacados socialistas, que también se han sentido ofendidos por las
verdades como puños del ministro de Consumo, confirman la banalidad de sus
posiciones y la estrechez de su perspectiva: el castellano-manchego García
Page, porque parece no haberse enterado de que su propio gobierno autonómico ha
decretado una moratoria para las granjas porcinas en su región, reconociendo
estar ante un serio desatino; y el aragonés Lambán porque no parece sentirse
afectado por la alarmante situación de los acuíferos (sobreexplotados y
contaminados) en prácticamente toda la Cuenca del Ebro. La actitud de
Garzón ―unas declaraciones al diario británico The Guardian― resulta
muy oportuna, también, como secuencia a relacionar con la vergonzante coalición
que, en torno al PSOE y constituida por el PP, Ciudadanos y Vox, rechazó hace
dos meses la moratoria propuesta por IU-Podemos sobre estas granjas
estabuladas, pese a que aludía solamente al caso de los proyectos a ubicar
sobre acuíferos sobreexplotados.
De todas formas, la primera reacción contra Garzón ha provenido, de nuevo y
con el mismo tono brutal, ignorante e intimidatorio, de varios sindicatos
agrarios ―ASAJA y UPA, destacadamente―, que hace años vienen demostrando
su desarraigo del campo al que esquilman, su permanente traición a la sabiduría
y la prudencia de la cultura campesina y su obsesión por una productividad
que ―como saben muy bien― sólo la consiguen machacando el medio
ambiente y eludiendo asumir el inmenso coste económico del impacto ecológico
que infligen a la naturaleza común; porque cumplir con esa obligación les
alejaría radicalmente de cualquier rentabilidad. No parecen captar estas
organizaciones (que nada tienen que ver con los sindicatos tradicionales), con
su escandalera antiecológica, que son víctimas de la tensión permanente a la
que las contradicciones y perversidades de la Política Agraria Común los
somete, y son incapaces de reaccionar planteando un modelo agrario radicalmente
distinto al que siguen y se les dicta desde Bruselas… No deja de observarse en
ellas, con la repetición de su griterío contra las críticas crecientes y bien
fundadas hacia su actividad, una cierta alarma lo que, lejos de hacerles
recapacitar y velar por su supervivencia, endurece su respuesta, ya que ese
mundo sabe muy bien que o intimida a los políticos o sus destrozos ambientales
tienen los días contados.
Demasiada consideración vienen teniendo con estas organizaciones los
ecologistas, testigos alarmados de la acelerada degradación de suelos y aguas,
debido a un antiguo sentimiento de (natural) alianza con los pobladores y
defensores del campo y la vida campesina, como referencia en su lucha contra la
industrialización salvaje y el ninguneo de la actividad agraria. Porque hace
mucho que esos sindicatos no sostienen reivindicación campesina alguna, sino
que hacen causa común con las grandes firmas explotadoras y se han
reconvertido, sin solución de continuidad, en gremios de intereses
agroindustriales de lo más convencional. Desde estas posiciones, con mucho de
histeria y de mala conciencia, se muestran impasibles ante la despoblación de
la España rural e insensibles a cualquier motivación ambiental, lo que los hace
objetivo de duras acusaciones, empezando por la primera y más global, la de ser
protagonistas directos de la ruina física y cultural del campo. Ya perdieron su
estado de gracia frente al ecologismo cuando empezaron a declararse enemigas
implacables de la protección de espacios naturales, demostrando su nulo vínculo
con la conservación del territorio y sus recursos, que prefieren explotar a lo
salvaje, obteniendo el máximo partido posible y en el más corto plazo.
El caso es que hay que celebrar el empujón que el ministro Garzón da, con
su honestidad política, a la insurrección generalizada ya por todo el
territorio español, contribuyendo eficazmente al desbloqueo y la popularización
de una lucha agria y tenaz, de rechazo y denuncia de las consecuencias de esta
alianza de administraciones, organizaciones agrarias y empresas del sector. Una
alianza de entes irresponsables que se traduce cada día, a más de una lluvia
constante de nuevos proyectos a cuál más osado, en una apremiante una tensión,
en primer lugar sobre los ayuntamientos, pero también sobre las Confederaciones
Hidrográficas, lo que da lugar a creciente corrupción político-administrativa y
a abundantes arbitrariedades en la administración de las aguas públicas.
Sólo una economía enloquecida, que somete al territorio y el medio ambiente
a una presión criminal, hace posible que el sector agrario intensivo sea
productivo sobre un suelo y unos recursos hídricos tan castigados por procesos
emponzoñados y forzado a la declinación de sus cualidades básicas: fertilidad,
capacidad de regeneración, fuente de salud pública… Y sólo esta coalición de
intereses económicos ciegos, enviciados por la exportación, puede incurrir en
la imprudencia ante la más que probable burbuja (eminentemente) porcina en
ciernes. Como en otras ocasiones, los sectores directamente beneficiados por su
codicia, saben que cuando estalle esa burbuja recibirán, en pago a sus
intimidaciones y lamentaciones, exenciones e indemnizaciones, que serán cargadas
sobre el erario público de la misma manera que cargan las tropelías ecológicas
sobre el medio ambiente común.
Es por todo esto, es decir, por la impasibilidad ambiental de ese frente
funesto y patológico, y la temeridad de las prácticas agrarias intensivas, que
vienen llenando nuestros campos de una peste múltiple ―contaminación
atmosférica, edáfica e hídrica, pestilencia, emisiones de metano y amoniaco,
dispersión de purines…― por lo que la ciudadanía más sensible y resistente
está en pie de guerra y, por supuesto, anima al ministro Garzón en sus
periódicos ejercicios de sinceridad, porque le asiste la razón ecológica y
política (ya que, a estas alturas de la película, o la izquierda es auténtica
ecoizquierda, o no sirve para resolver nada esencial).
Porque, aunque parezca mentira, hay que recordar a ese conjunto depredador al que venimos señalando que el campo no puede ser sólo producción y negocio, bajo el lema apremiante de la productividad y la competitividad, con el objetivo de exportar, sino que ha de ser, en primer lugar, riqueza renovable, en segundo lugar, sector estratégico de autoabastecimiento y, englobándolo todo, una cultura que no solamente ofrezca un contraste estimulante frente al medio urbano, sino que retenga los valores que necesita la sociedad para hacer frente a la apremiante crisis ecológica.
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