martes, 11 de enero de 2022

LA LIBRERÍA DE ELIEZER JIMÉNEZ EN LA HABANA

 

José Manuel García Ruiz

Foto: Héctor Garrido

En la pared de la habitación de ArteHotel en la que me hospedé durante una reciente visita a La Habana hay escrito un poema que dice así:

Me desordeno, amor, me desordeno
Cuando voy en tu boca, demorada;
Y casi sin por qué, casi por nada,
Te toco con la punta de mi seno

Te toco con la punta de mi seno
Y con mi soledad desamparada;
Y acaso sin estar enamorada
Me desordeno, amor, me desordeno.

Es un soneto de la poetisa cubana Carilda Oliver (Matanzas, 1922-2018). Lo escribió con veinticuatro años, antes de dedicarle un impecable poema épico al Fidel Castro de Sierra Maestra. Esta abogada, profesora, poeta, y agitadora cultural, conquistó más tarde a la audiencia de la televisión cubana con su simpatía y su osada sensibilidad. De hecho, si a cualquier cubano, hombre o mujer, le balbuceas «Me desordeno… » probablemente te recitará el soneto hasta sus dos últimas estrofas:

Y mi suerte de fruta respetada
Arde en tu mano lúbrica y turbada
Como una mal promesa de veneno;
Y aunque quiero besarte arrodillada
Cuando voy en tu boca, demorada,
Me desordeno, amor, me desordeno.

Me interesé por el poema y el fotógrafo Héctor Garrido, amigo y anfitrión, me sugirió que lo acompañara a una curiosa librería donde iba a dejar unos ejemplares de su Cuba Iluminada. Cuba Iluminada es un libro de gran formato que también pudo llamarse «Cuba Ilustrada» porque es una extraordinaria colección de retratos de la intelectualidad cubana, del mundo de la literatura, de la pintura, del cine, de la arquitectura, de la danza, también de la ciencia y del pensamiento. Retratos exquisitamente iluminados de las mejores cabezas que ha dado esta nación, de lo que podríamos llamar la Iluminación o la Ilustración cubana. Entre ellas, por supuesto, Carilda Oliver.

Me acerqué con Héctor en un almendrón hasta la librería, que efectivamente resultó ser la más singular que he pisado en toda mi vida. Se encuentra en una casa destartalada en la calle L, entre 19 y 21. No tiene ningún cartel que la anuncie. Hay varios perros deambulando o dormitando en el que fuera una vez el jardín frontal de la casa, hoy barro yermo. Una tabla entre dos columnas del soportal sostiene pequeñas pilas de libros de temas abigarrados. Literatura cubana y sudamericana, novelas, cuentos, ensayos, junto con clásicos de otras culturas. En dos estanterías maltrechas apoyadas en las paredes frontal y lateral del soportal hay libros de autoayuda y de formación profesional, cuyas páginas agita el viento que ha traído el frente «frío» que visita la isla estos días. Aparece el librero. Es un hombre de mediana edad, pulcramente vestido, con un rostro semioculto por la mascarilla en el que destacan dos grandes ojos. Empieza a hablar, acercándosete a la cara sin dejar de mirarte y sin intención de parar; y no para. Está preocupado por su seguridad a raíz de un libro que acaba de aparecer. Se trata de Muerte en La Habana, una novela negra escrita por Rubén Gallo basada en el asesinato en 2014 de un empresario español en el ambiente sórdido de la entonces perseguida homosexualidad de La Habana. El libro ha sido publicado por la editorial mexicana Vanilla Planifolia. Gallo es un escritor y crítico mexicano, profesor de la Universidad de Princeton, que en 2017 sorprendió al mundo literario latinoamericano desvelando la cara oculta de la isla en un libro titulado Teoría y práctica de La Habana. «Oye», dice el librero, «este tipo puso en mi boca unas cosas que me van a traer problemas. Una cosa es que tú le cuentes a alguien lo que pasa en esta ciudad y otra que lo ponga negro sobre blanco en un libro. Eso me va a traer problemas». El librero se llama Eliezer Jiménez. Habla con rotundo acento cubano y un vocabulario culto. Coge el libro de Héctor y mira con atención la magnética foto de la bailarina Viengsay Valdés que luce en la portada. Abre el libro. Le interesa. Reconoce a casi todos los intelectuales que aparecen en él y nos cuenta cuentos incontables de algunos de ellos. «Este libro es una joya. Lo venderé aquí, déjame algunos. Aunque en esta ciudad ya nadie vende una mierda. Esta ciudad está muerta y a mi me van a matar», dice sin mucha convicción.

Foto: Héctor Garrido

«¿Qué libro buscas?» Bueno, le digo, quisiera comprar el libro donde Carilda publicó lo de me desordeno amor. Héctor apunta que debe ser el Calzada de Tirry 81 pero él sostiene contundente: «en ese está, pero se publicó por primera vez en 1958 en Memoria de la fiebre. Te lo traigo ahora». Abre la puerta para entrar en la casa y la cierra tras de sí. Me extraño y me asomo a una ventana enrejada desde la que se ve el interior. No doy crédito a lo que veo. Es una habitación amplia que debió ser el gran salón recibidor de la casa, donde ahora hay perros y enormes columnas de libros apoyadas directamente en el suelo. No hay estantes. Ningún estante. Los libros, miles, están acopiados en esas montañas de las que el librero extrae los ejemplares que le piden los clientes cuidando de no provocar un alud con los libros de los niveles superiores. Cómo sabe dónde están es algo misterioso. Pero lo cierto es que de los cuatro libros que le pedimos, tres (El rey de La Habana de Pedro Juan GutiérrezComo polvo en el viento, de Leonardo Padura, y El Aleph de Borges) los encontró, y el cuarto, el de Carilda, dijo que nos lo daría al día siguiente, que tenía que buscarlo. No lo encontró y me regaló dos pequeños poemarios de la escritora de Matanzas. Dicen que son los perros -que entran y salen cada vez que el librero abre la puerta del caserón- los que encuentran los libros con su olfato o le ayudan a encontrarlos. No lo sé, pero esos perros son algo consustancial a la librería. Como lo es el desorden.

Todas las librerías y bibliotecas del mundo tienen un orden cristalino. Los estantes suelen ser compartimentos idénticos o de similares dimensiones, siempre de simetría ortogonal, formando una retícula de huecos separados por paneles verticales y por las baldas horizontales. Los ordenados estantes contienen libros que a su vez están ordenados por temáticas y éstas, quizás, ordenadas alfabéticamente por títulos o por autores. Esa estructura reticular permite que cualquiera, libreros y clientes, bibliotecarios y lectores, o la policía, pueda encontrar fácilmente cualquier obra. El orden es la propiedad más notable de una librería. Por eso todas las librerías del mundo tienen una estructura reticular. Todas menos la librería de Eliezer. Como la enamorada de Carilda, la librería de Eliezer está desordenada. De tener algún orden sería fractal y estaría en la mente del propio Eliezer. Él sabe que esa es la geometría que ha de tener su librería y lo explica así: «El caos es mi salvaguardia, mi protección. Tú imagínate que viene la policía a buscar pruebas de que vendo libros, documentos, manuscritos o pasquines que no debo vender. Vienen y ven este caos de libros y de perros y no entran. ¿Pa qué? ¿Dónde van a buscar? No hombre, no. Ese desorden es mi protección».

Nos permitió conocer el interior de la vivienda. No suele hacerlo. Pasamos con cuidado a través de pasillos entre pilas inestables de libros, pisando folletos y libelos meados por perros. Todas las habitaciones, todas, están abarrotadas de libros, no ya pilas, sino rimeros de libros, revistas y documentos que en algunos casos llegan hasta el techo y ocupan por completo la habitación. Posa para Héctor y acepta que el fotógrafo vuelva para una sesión más pausada. Eliezer es un artista, es parte de la Cuba Ilustrada, y él mismo y esta librería única son sus mejores obras.

La geometría de la librería de Eliezer me recuerda otra batalla de formas y fondo que se libró en Cuba en los años sesenta. Los rusos exigieron detener la avanzada construcción de la revolucionaria arquitectura de la Universidad de las Artes de Garatti, Gottardi y Porro, con sus cúpulas en forma de senos, sus edificios serpenteantes, sus estructuras uterinas, sus talleres y aulas abiertos 360º a la naturaleza tropical, a la libertad de creación… Fue una medida ejemplarizante, un pretexto para imponer por toda la isla la arquitectura funcional del constructivismo soviético, uniforme, fascista, fría, rectilínea, ausente de curvas, de empatía, y por más, técnicamente fallida. Lograron afear la isla con miles de bloques insulsos, internamente cuadriculados, ortogonales, hoy desvencijados, como vengados por la humedad caribeña, por la cubanidad. Pero yo guardo la esperanza de que la ciudad que supo convertir la cuadrícula de El Vedado en un edén de edificios sensuales sabrá también remediar esa ignominia.

Ojalá vuelva a Cuba. Ojalá vuelva a la librería sin estantes. Ojalá no encuentre tantas familias rotas. Ojalá pueda sentir que hay futuro en las miradas de los estudiantes cubanos, de los profesionales, de los emprendedores, de los trabajadores, de los artistas. Y ojalá vuelva a ver las cúpulas de la Universidad de las Artes porque mirando las delicadas puntas de sus senos, yo también me desordeno, amor, me desordeno.

Postdata: Al día siguiente Eliezer nos telefoneó: «Está en la librería Rubén (Gallo) por si podéis venir, hablar con él y que os dedique el libro». No podíamos. «No importa, os lo está dedicando ahora. Es una dedicatoria muy lorquiana». Eliezer sabe que el éxito de ese libro es también su salvaguardia.

Mercurio   DdA, XVIII/5063

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