Alicia Población Brel/ Foto de Alfredo Cortijo
Los conciertos en el Café Central no son como
en los teatros. No hay una voz en off que te diga que debes apagar tu
teléfono, ni se deja en oscuro al público, como tampoco se prohíbe comer o
beber durante el espectáculo. En los conciertos del Café Central se puede
hablar, comentar, reír, y hasta casi bailar. Si tomas notas para una reseña,
has de hacerlo a la luz de las velas que descansan en cada mesa y, si tienes la
suerte de sentarte delante de las columnas, puedes ver directamente a los
músicos. Si la situación no es tan favorecedora, habrás de buscarlos en los
miles de espejos que recubren las paredes del establecimiento. Esto último
tiene su parte mística ya que, así como se reflejan los rostros y gestos de
quienes tocan en el escenario, también su música nos llega a través del espejo.
Cuando la escuchamos, es como si hubiera pasado través de un filtro, como si la
memoria de otras músicas, impregnadas en las paredes del café, hubiera bañado
las notas nuevas y les hubiera dejado una nostalgia, una saudade, un cálido
abrazo, con el que alcanzarnos.
La voz de Leonardo De Deus Gil, más conocido
como Leo Minax, su nombre artístico, se podría decir que es como el mar
en calma, cargada de horizontes de posibles viajes y capaz de rebobinar cada
palmo de vida. Minax nació y creció en Belo Horizonte, Minas Gerais, Brasil y,
tras graduarse en periodismo, decidió abandonar su país de origen y dedicarse a
su carrera artística. El pasado domingo 12 de diciembre tuvo lugar el tercer y
último de los conciertos que el brasileño dio en el Café Central de Madrid con
el proyecto Lo mejor de cada casa. Le acompañaban en el escenario
el saxofonista valenciano Javier Vercher, el pianista salmantino Daniel
García Diego, el contrabajista vitoriano Pablo Martín Caminero y el
percusionista vizcaíno Borja Barrueta, cada uno de los cuales dio,
efectivamente, lo mejor de su casa.
El concierto empezó como sin darnos cuenta, con
Caminero percutiendo algunas notas, y la flauta, en manos de Vercher,
desvistiendo armónicos. Se entremezclaban estos con los siseos de Minax, que
auscultaba al público con media sonrisa. La voz, el contrabajo y la batería
fueron tomando forma con desprevenidas cascadas melódicas que brotaban de las
manos de García Diego y los suspiros de la flauta, que buscaban su hueco para
respirar. Alegría, ese tema que, como el mar volta e passa a limpo o
tempo todo (vuelve y limpia todo el tiempo), nos desprendió las
frustraciones, la prisa y el malhumor de las rutinas para mecernos en ese
compás de cinco tiempos que, sin embargo, nos resulta tan natural. García Diego
se desplazaba en grupos de tres y Barrueta, aunque ausente de nuestro punto de
visión, nos sorprendía con toques que parecieran percutidos hasta en el mismo
atril, pero que encajaban a la perfección con el carácter de la música. Cada
uno de sus golpes, parecía estar medido con la precisión que aparece cuando te
guía la espontaneidad del corazón, honda pero libre. Caminero, desde el espejo,
cerraba los ojos como habitualmente, enraizando el pulso sin perder el vuelo. A
pesar de tocar un instrumento de cuerda, el músico parecía saborear cada nota,
como si verdaderamente las respirara.
Hacia el tercer tema, Javier Vercher se arrancó con un
solo de saxo desde el punto exacto, ya bastante arriba, en el que había
terminado su solo Daniel García. El torrente de notas dilató nuestras pupilas y
se sintió erizar el vello de todo el público. El saxofonista llevó al límite
rítmico y motívico toda la estructura del tema, aportando ese toque
contemporáneo que le caracteriza y que casa tan bien con las melodías de Minax.
Se distinguían en su interpretación los giros que ya sonaban en aquel disco del
pianista Moisés Sánchez, Dedication.
Mismo, tema escrito en conjunto con la artista brasileña Estrela
Leminski, sonó hacia la mitad del concierto. La letra, toda una suerte de
fonemas, sinfones vibrantes, que bailaban entre mimbre, hombre, hembra, libre…
asomaban lanzándose en picado y sin miedo desde los labios de Minax, que los
acariciaba sin prisa como despidiéndose de cada uno, antes de envolverlos en el
aliento de las notas. Poco después de Mismo llegaron los temas nuevos. Arroz
fue, en particular, un tema sinestésico. Contaba, cantada, una receta de
paella, arroz dourado, en la que, a la vez que escuchabas un sabroso
groove podías también oler el azafrán y sentir el calor del fuego. Un “Oye cómo
va, mi ritmo” empezó a gestarse entre las mesas en un suave latir de voces
acompasadas, que acabó en perfecta sincronía, recogido en el gesto que Daniel
García Diego nos dio desde su butaca.
Pra entender a saudade, Minax nos acunó con arpegios. La
saudade no tiene traducción, pero se puede decir que te alivia la distancia y
te convence el corazón, nos contaba con esa voz suya de mar. Para acabar, un
tema en un siete escondido, en el que Borja Barrueta hizo un solo
estratosférico, llevándonos lejos del pulso para volver de nuevo a tierra con
todos sus compañeros al tiempo.
La saudade y el mar nos alcanzaron a través de los
espejos y nos prolongaron la vigilia de los sueños, de los viajes, de la vida,
a través de las notas. Con la música de Minax volvimos a navegar, y en el
reflejo de las olas encontramos una parte de nosotros mismos.
*Revista digital Mas Jazz DdDA, XVII/5051
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