Víctor Guillot
El tílburi arrastraba el féretro con la
solemnidad negra y funeral que venía reclamando el Emérito recostado entre
jequesas sobre las dunas del desierto. Comprendí de pronto que la visualidad
exasperante de nuestra democracia en este primer tercio de siglo se sustancia
en esperpento y barbarie. Juan Carlos de Borbón,
comisionista y rey viejo, representaba la humillante resignación de un pueblo
que veía a un vividor expresar su último acto político con un gesto lacerante y
sardónico cubierto por la bandera roja y gualda que tapaba su ataúd. Los
caballos negros tiraban del tílburi por la Castellana ante la fragmentada vida
social de los españoles que se abría a izquierda y derecha entre aquellos que
estaban a favor de la memoria del monarca y los que exigían, incluso muerto,
que no acabara en el pudridero de El Escorial sin dar antes las debidas
explicaciones. Allí estaba su hijo, el rey nuevo, inhiesto,
triste y derrotado, las infantas con su exotismo zoológico, como dos
jirafas, sus nietas como dos meninas, y el rostro clásico, adusto e inerme
de Sofía, tan desarmante y austera como una diosa griega.
En ocasiones me da por pensar qué
sucedería si Juan Carlos falleciera en este mismo instante. Un centenar de
periodistas y políticos españoles sacudirían las redes sociales aportando el
dato minutísimo de su fallecimiento. Llegaría el huracán de la Historia después
para jugar y juzgar a todos sus personajes. Se volvería a emitir la
tragicomedia de la Transición, se recordarían los sonidos pedregosos del 23F,
se abusaría nuevamente de un heroísmo falso y desdichado que
se había quedado acartonado como el papel de los periódicos guardado en los
sótanos de las hemerotecas. Felipe González realzaría el
sacrificio del monarca, Aznar invocaría la unidad de España.
Son las dos efigies de una España rota, enterrada y resucitada. Las amantes del
emérito levantarían nuevamente la ceja y el colgajo de una pierna, como un mal
ensayo para una película erótica que no ha resistido el paso del tiempo. Entre
la multitud, la confusión de generaciones, la masa negra de fascistas, la masa
roja y republicana, elevando los estandartes, el ruido popular de los jóvenes
creyendo que el paso del tílburi negro por la Gran Vía ante sus ojos es el paso
de la Historia, adaptada a un musical de Broadway que interrumpe la grisalla de
los días que no fueron y aquellos que se quedaron para siempre ocultos en un
expediente clasificado.
Me pregunto si Juan Carlos merece
honores de Estado. A veces lo hago como ejercicio intelectual. Una sencilla
discusión en torno al valor de la figura de alguien que ha perdido el honor,
aunque de facto, lo siga manteniendo. La discusión es oportuna. Si hoy
falleciera el Emérito, ¿debería ser despedido con todos los honores de un Jefe
de Estado? Ya sabemos lo que cuesta España, lo que vale nuestro país,
que está en vísperas de navidad y en vísperas de las rebajas: 67
millones de euros, un AVE en el desierto, bastante dinero
en paraísos fiscales, la pastizara que los financieros le chalanearon para
montar un Valle-Inclán apresurado y malo.
Pero sigo sin saber si Juan Carlos
merece un funeral de Estado. Me dejo llevar por la escena que no es y que puede
ser todavía. ¿Debería su hijo Felipe retirarle todos los honores para
evitarnos el bochorno borbónico antes de que se muera? La pregunta,
mórbida, perversa, acude y me sacude la mente todos los días, como una gimnasia
a la que uno se somete para mantener la moral en forma.
La Transición ha sido una larga duda entre la muerte de
Franco, la democracia débil y apuntalada por la izquierda y el esperpento de
Tejero. Cuando se cumplen 43 años de Constitución, volvemos a las dos Españas,
con la investidura legítimamente escarpada de Pedro Sánchez reunida
en fragmentos de izquierda y esos chicos listos del Partido Nacionalista Vasco.
La derecha exacerbada y juancarlista de nuevo cuño saldrá a la calle a defender
un fantasma sin honor que ya no simboliza la unidad de nada.
Somos esperpénticos y queremos ser
democráticos. Eso es todo. Lo de Suiza y Londres el otro día ha sido la última
tragicomedia que se improvisa, por ahora, en la historia natural de España.
Digo historia natural porque parece que Historia propiamente dicha no tenemos.
Y si no, que se lo pregunten a Mariano Rajoy que lo negó todo
el pasado lunes en el Congreso, ante las risas de los parlamentarios. Después
regreso a la imagen del Emérito. Este país arrastra la sombra de un
viejo rey manirroto y follador al que todas las noches se le presenta
el fantasma de un elefante muerto con un disparo entre ceja y ceja, quizá será
Ganesha, el hijo del dios Shiva, reclamando su venganza. Ay.
Nortes DdA, XVII/5038
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