jueves, 2 de diciembre de 2021

LA VOZ DE BENITA HERNÁNDEZ, MADRE DE ALMUDENA GRANDES

Rescatamos de la hemeroteca del diario El País, en donde colaboró durante muchos años, este magnífico artículo de la escritora Almudena Grandes, recientemente fallecida, publicado en noviembre de 2018. Se titula La voz de mi madre:


ANTES DE que termine noviembre, empieza la Navidad. Las calles se llenan de luces, las tiendas de ofertas y los escaparates de tentaciones. Algunas personas, rebosantes de espíritu navideño, empiezan a decorar sus casas. Otras, cargadas de razón, se resisten a la edulcorada orgía que se nos viene encima. Yo no hago ni una cosa ni la otra. A finales de noviembre, ya necesito toda mi energía para resistir el recuerdo de la voz de mi madre.

Ella no tenía una voz fabulosa, pero entonaba bien y, sobre todo, cantaba mucho. Mientras hacía la comida, en los viajes en coche, en las tardes perezosas del verano le gustaba cantar. Recuerdo sus canciones favoritas, muchas coplas populares, rancheras mexicanas y otras melodías más raras, que no he vuelto a oír desde que dejé de escuchar su voz. Ella me enseñó que en el Barranco del Lobo hay una fuente que mana sangre de los españoles que murieron por la patria, y que ya estamos llegando a Pénjamo, ya brillan allá sus cúpulas, de corralejo, parece un espejo mi lindo Pénjamo, y hasta el himno del Metropolitano, rey de la furia española, club altivo y generoso, eres de España aureola y del fútbol el coloso, pero a lo largo de mi vida he podido seguir cantando todas esas canciones sin que la memoria de su voz ahogue la mía. Hasta que empiezan a sonar los villancicos.

La voz humana es el instrumento musical más extraordinario que existe, porque conecta directamente con el corazón de quien la escucha, de quien la recuerda. En la voz de mi madre, que no oigo desde hace más de 30 años y sin embargo suena en mis oídos casi todos los días, quepo yo a lo largo de todos los años que he vivido, las arrugas que ella nunca vio en mi cara, las canas que me tiño, y mis hijos, a quienes nunca conoció, esos mismos que cantan cada año su villancico y apuestan entre ellos a ver quién me hace llorar primero. Ni siquiera sus fotografías, esas viejas imágenes que no creo haber visto nunca cuando alguien me las envía, me devuelven su rostro, su cuerpo, su sonrisa, con tanta nitidez, porque en su voz estamos las dos, porque en sus fotos está ella sola. Por eso sus canciones, las que más le gustaban, no suenan igual en otras voces. Por eso mi voz, mucho más fea y menos entonada que la suya, es capaz de resucitarla hasta cuando no quiero. Y aunque no quiera, todos los años, a finales de noviembre, mientras la Navidad se cierne sobre mi cabeza como un destino inexorable, los viejos versos de un villancico rural y andaluz se apoderan de mí como una agridulce maldición. Ni siquiera sé si preferiría no recordarlos, porque si un año de estos el niño dejara de entrar, y de sentarse, si la patrona no volviera a preguntarle de qué tierra y de qué patria, yo ya no sería yo. Sería otra mujer, no sé si mejor o peor, pero, sin duda, otra distinta.Por fortuna, su favorito no es hoy muy popular. Nunca lo he oído en las recopilaciones navideñas que atruenan en grandes almacenes y centros comerciales, y aunque es andaluz, como mi bisabuela Isabel, tampoco ha generado, que yo sepa, versiones aflamencadas. Sin embargo, supongo que si lo oyera en una voz ajena no me impresionaría tanto. Tal vez no me impresionaría en absoluto, porque lo que me duele de verdad es cantarlo. En el instante en que empiezo, madre, en la puerta hay un niño, más hermoso que el sol bello, y dice que tiene frío porque viene medio en cueros, ya sé que no voy a llegar entera al estribillo. No sé por qué me pasa, ni por qué sólo me pasa a mí, pero sé que mi madre sobrevive en esa canción, en esa letra, en esa música, con mucha más intensidad, más contundencia, que en cualquier otra imagen, recuerdo, objeto o palabra suya. No hay nada en este mundo que tenga el mismo poder de devolvérmela intacta, viva siempre, a pesar de su muerte y de mis lágrimas.

No me gustan las listas. Nunca participo en las encuestas que pretenden definir los 10 mejores libros del siglo XX, las mejores canciones de mi generación, los acontecimientos que nos han marcado en la última década. No concibo una tarea más estéril. Pero si tuviera que escoger una melodía, una letra, una canción entre todas las que han existido, sí sé quién la cantaría.

Benita Hernández Alonso, mi madre. 

El País DdA, XVII/5026

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