miércoles, 15 de diciembre de 2021

LA MIRADA DEL ABISMO: ONCE PERSONAS SE SUICIDAN AL DÍA



Ana Cuevas

Un promedio de once personas se suicidan al día en nuestro país, la mayoría después de padecer depresión. Pero no es un mal endémico. Según la OMS, cada cuarenta segundos alguien se quita la vida a lo largo y ancho del planeta. Desde Suecia a Brasil, miles de seres humanos confrontan su mirada con la del abismo y éste, que es un siniestro glotón, acaba engulléndolos para siempre.
 Es difícil convivir con una enfermedad que te estigmatiza como chiflado o cenizo. Ponerte cada día la sonrisa perfecta e interactuar en tu trabajo y en tu vida cotidiana como si no pasara nada. Como si la tristeza y el vacío pudieran ahogarse a fuerza de ignorarlos, de arrinconarles en el montón de las tareas pendientes que no tocan. Reirse sin risa. Conversar sin ganas, fingir interés por cosas que ahora te parecen bobadas. Evitar a la gente que quieres para no abrumarlos con esa negra sombra que te envuelve. Evitar explicar lo que tú misma no puedes explicarte.
Cuando llevas casi toda la vida conviviendo con la depresión aprendes a maquillarla para no asustar al respetable. Escondes tu fragilidad bajo capas de aparente fortaleza y tiras de humor negro para seguir adelante. Eso funciona a veces, durante un tiempo. Hasta que de repente, un día cualquiera, sientes que te estás muriendo. O peor aún, que ya estás muerta y tu cadáver realiza las funciones mecánicas convenientes para que nadie lo advierta.
A veces cuesta reconocer los síntomas. Otras, simplemente pensamos que el tiempo lo cura todo y no pedimos ayuda. Da miedo incomodar a los seres queridos. Ellos no son responsables de lo que te pasa. Las culpas, propias o ajenas, solo añaden un dolor innecesario.
Una vez que se acepta la enfermedad las posibilidades de curarte (o aprender a convivir con ella) también dependen de tu estatus social. La Salud Mental sigue siendo la "maría" de la Sanidad Pública. Psiquiatras y psicólogos públicos están desbordados y son incapaces, pese a su celo, de atender las necesidades de la población. Los centros de Salud reclaman unidades de salud mental que descongestionen las sobrecargadas consultas de los médicos de familia que se ven obligados a ejercer de psicólogos improvisados para paliar el sufrimiento de los pacientes.
Yo padezco depresión. Y salgo del armario de majaralandia porque me parece importante normalizar este tipo de patologías. De la depresión se sale, o al menos se aprende a comadrear con ella.
Desde la adolescencia, tengo la osadía de asomarme al abismo y buscar que me devuelva la mirada. Una ruleta rusa con toda la recámara cargada que, más temprano que tarde, te levanta (metafóricamente) la tapa de los sesos para ponerlo todo panza arriba. Una danza macabra que bailas aunque te cercenen las piernas.
Dicen que hasta los más fuertes se derrumban. Eso sí, haciendo menos ruido. Si a la depresión sumas la incomprensión del entorno y la imposibilidad de buscar ayuda especializada la cosa se pone color hormiga. Entendemos la prioridad de curar una fractura en una pierna, ¿y cuando lo que está fracturada es la esperanza?. Si no puedes pagar la ayuda que necesitas, ¿qué te queda?, ¿el salto del ángel desde una azotea?
Como los orates, predico en el desierto solicitando luz y auxilio para visualizar, no solo la depresión, si no todas las enfermedades mentales que el sistema ha barrido debajo de una alfombra. Los leprosos de la Nueva Era. Los invisibles en un mundo que agoniza por exceso de cordura.
Llámenme loca, si así lo desean, por decir abiertamente que la tristeza anida en mis entrañas y estoy buscando el laxante que me libere de ella.
Soy una más entre los millones que deambulan robotizados en una simulación de vida que nos araña el alma. Una gota en el mar. Nada de nada.

     DdA, XVII/5038     

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