El problema no es que ahora se pueda decir que en el Gobierno hay terroristas y que un niño de Canet es como Miguel Ángel Blanco. El problema es que no se diga otra cosa.
Enrique del Teso
En la misma semana se ruge que el
Rey emérito va a volver, se suicida Verónica Forqué casi sin apagar el fogón de Masterchef y
el señor Carrizosa vocifera que un niño de Canet pidiendo más clase en
castellano es como Miguel Ángel Blanco en un descampado con dos tiros en la
cabeza. Eso sí, dijo que «salvando las distancias». Porque para las derechas no
hay distancia insalvable. Seguro que él mismo podría ser un nuevo Gandhi,
salvando las distancias. Pero no nos desviemos. La cosa es en qué se parece el
retorno del Rey, el suicidio de Verónica Forqué y las derechas salvando las
distancias de la decencia.
Se habló mucho de Masterchef y
los realities por el suicidio de Verónica Forqué, que ocurrió justo después de
la exposición mediática de su evidente desequilibrio y de un estrés llevado
hasta el agotamiento. Vincular el programa con el suicidio trivializa el
complejo caso de los suicidios y caricaturiza a la actriz. Masterchef no puso a
Verónica en el corredor de la muerte. Pero una persona irreconocible y
extraviada puesta de escaparate sí fue parte de la dieta de audiencia del
programa y eso sí es de lo que va este tipo de programas: humillación en vivo,
competencia y ambición desmedidas, zancadillas, delirios de triunfo, la dichosa
memez de tener y perseguir tus sueños para que la normalidad se perciba como fracaso
y la bondad como limitación (y a lo mejor como «carencia de emprendimiento»).
Pero no es esta trillada senda lo que me interesa ahora. Estos programas se
llaman realities porque no son películas o series de ficción, sino que se
presentan como la exhibición de situaciones reales no actuadas. Eso es lo que
parece y lo que es, no creo que sea todo una actuación amañada. Parece que, sin
actuación ni coacción, lo que vemos es realidad sin filtros.
Si queremos saber cómo es alguien
«en realidad», ¿en cuál de sus momentos «reales» deberíamos fijarnos? ¿En las
convulsiones enardecidas de un concierto de rock? ¿En el cabreo de un atasco de
tráfico? ¿En la abulia de un día de cansancio y hastío? ¿En la alegría radiante
tras una buena noticia? ¿En el dulce abandono de un orgasmo? Todo es real y
nada de esto nos dice cómo es el sujeto «en realidad». A esto lo llamamos
sesgo. Los momentos sesgados no son la realidad de nadie. Lo que muestran los
realities parece real, pero la realidad sesgada no es la realidad. Si ponemos a
gente real en un concierto de Marilyn Manson, conseguiremos un cierto tipo de
conducta colectiva aparentemente espontánea, pero en una circunstancia que va a
sesgar esa conducta. Los realities, con su fuerte audiencia, nos acostumbran a
tomar por realidad y por normales comportamientos sesgados por las situaciones
ideadas por los diseñadores del programa y por el propio casting de los
concursantes. Al final lo que veremos son las conductas previstas en el diseño
del programa que abundarán en insanias de todo tipo y cautivarán la atención de
una audiencia que va siendo educada en los valores de esas conductas sesgadas y
en tomar como realidad la aparente espontaneidad de lo que ven. Creerá incluso
que la libertad era eso.
Todos comprendemos que, a medida
que los actos políticos fueron transmitidos en directo por radios y sobre todo
televisiones, la política no fue ganando transparencia y participación de la
gente, sino que fue degenerando en espectáculo. Los medios no abrieron las
puertas al ciudadano para oír las deliberaciones de sus representantes, sino
que fueron convirtiendo esas deliberaciones en reality,
aunque no fuera esa la intención. Hace mucho que los parlamentarios no discuten
ni deliberan entre sí. Parece que discuten propuestas, pero saben la presencia
de los medios y actúan para la audiencia. Los estrategas fueron sabiendo que,
con la saturación de información, lo único que cuenta es lo que se recuerda y
el titular que se genere. Así fue aumentando la estridencia y bajando la
argumentación.
Las redes sociales fueron subiendo
la estridencia a chirrido y sustituyendo los argumentos por onomatopeyas. Los
realities y algoritmos de todo pelaje de los nuevos operadores nos van
acostumbrando a la realidad sesgada y a que somos «realmente» lo que somos
cuando vociferamos, odiamos o tenemos miedo. Todavía en los 80 Rodríguez de
Miñón y Fraga en persona tenían que pedir disculpas a Felipe González porque
Guillermo Kirkpatrick había dicho que el gobierno del PSOE solo
representaba a la España roja. No habíamos visto suficientes realities y los
estrategas no habían degenerado la relación del pueblo con la política a
audiencia aturdida (Iván Redondo todavía tenía dientes de leche). El problema
no es que ahora se pueda decir que en el Gobierno hay terroristas y que un niño
de Canet es como Miguel Ángel Blanco. El problema es que no se diga otra cosa,
que ese sea el único discurso, que los estrategas se dediquen a buscar y
exacerbar los puntos de odio y miedo y no haya más realidad pública que el
sesgo diseñado con las mismas tácticas que los realities, que ayudan
acostumbrándonos a chapotear y cegarnos en esas realidades sesgadas.
Cada vez oiremos más alto el
mensaje del autoritarismo, pero no será contra la democracia y la votación
popular. Se parecerá más a un mensaje por la democracia directa, el líder y el
pueblo libre sin intermediarios, sin partidos y sindicatos que corrompen y
mienten. Y sí corrompen y mienten, desde luego, la maldad ultra es una humedad
que pudre el sistema por sus partes más débiles, que están en la indecencia que
crece en las atahonas de los partidos. Pero los partidos y organizaciones son
las únicas tomas de tierra posibles de la política con el pueblo, los cauces
por los que la gente puede participar o asomarse a los asuntos públicos. Sin
ellos, o con ellos corrompidos, solo queda el pueblo aparentemente «real», pero
tan real como somos todos en un concierto de Marilyn Manson o cuando el árbitro
nos pita un penalti en contra. La conducta popular puede ser sesgada con la
misma facilidad con que se consiguen las conductas sesgadas en un reality. Que nadie espere golpes de
estado, aunque algunos bocazas los jaleen. La táctica fuertemente financiada es
que la democracia se acabe como la libertad en Star
Wars: con un estruendoso aplauso. El pueblo, nosotros, no es tonto
ni simple, pero si se le quitan las defensas, es indefenso.
En el otro extremo de la jerarquía
ya nos habíamos acostumbrado a una Jefatura de Estado irreal. Cada vez es más
patente que la vida de Juan Carlos I se
relacionaba con la vida de España como el aceite y el agua. Siempre flotó en
otro mundo, con otras reglas que eran no tener reglas y tener el aparato del
estado creando una burbuja que ocultase el pillaje y la degeneración. Es un
capricho irónico de la evolución lingüística que acabase pronunciándose igual
el resultado de las palabras latinas realis y regalis, real de realidad y real de realeza. El cuadro de Antonio López
es cada vez más real en un sentido y menos real en el otro-
Lo peor del anunciado retorno del
Rey no es que se asiente en un montón de patrañas que ya nadie cree. No se
asienta en la honorabilidad del Rey, sino en el principio de que en su caso eso
no importa. Será otro ingrediente de esa realidad sesgada que se quiere hacer
pasar por realidad, hará más sólido ese ambiente en el que se pueda comparar al
niño de Canet con Miguel Ángel Blanco, es decir, en el que un imbécil pueda
conseguir votos sin dejar de parecer un imbécil.
Es imposible que el Rey emérito
ignore que la digestión de su vuelta es de las que dan acidez, que su presencia
ensucia y hace daño. Nadie se va a creer que vuelve por amor a su patria, de la
que siempre se había ido en más de un sentido, o por su dignidad y orgullo. A
la realeza le importa un bledo nuestra mirada, revisen el juicio de su hija
Cristina y busquen una mínima palabra o gesto destinado al pueblo español. El
Rey emérito tiene una buena razón para querer volver, la razón por la que hizo
todo lo demás: que le sale de los huevos. Su retorno, el suicidio inesperado y
la comparación odiosa del niño del Canet son episodios parecidos de lo mismo.
Salvando las distancias.
La Voz de Asturias DdA, XVII/50411
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