viernes, 17 de diciembre de 2021

DE JUAN CARLOS I, “EL CAMPECHANO”, AL EMÉRITO DEFRAUDADOR


Marcelo Noboa Fiallo

“Sabemos lo que somos, pero no en lo que podemos convertirnos”

 W. Shakespeare

Podía haber pasado a la Historia de España y de Europa como una figura histórica y va camino de ser un apestado, envuelto en el manto de la corrupción. Su final está siendo trágico. Es el sino de los borbones, lo llevan en el ADN. El humorista gráfico “Peridis” lo ha viñetado en el periódico “El País”, de manera acertadísima. Una escultura de Juan Carlos I, emerge desde su pedestal con una piqueta y procede a derribar su propia columna que lo sostiene. No se puede decir más sin palabras. Es la autodestrucción del personaje.

Lo conocí en 1992. El Ministerio de Asuntos Sociales había convencido a la Casa Real sobre la oportunidad de que los Reyes inauguraran el nuevo CRMF (Centro de Recuperación de Minusválidos Físicos de Salamanca). Uno de los cinco centros de referencia internacional que existían en España. Como Director Provincial del IMSERSO, el centro era una de mis competencias. Por ello, el jefe de protocolo de la Casa Real, se puso en contacto conmigo para coordinar el acto de inauguración y la visita de los Reyes a sus instalaciones. Nunca había estado en un acontecimiento de este tipo y me sentía algo agobiado y, porqué no decirlo, incómodo.

En estos casos, las medidas de seguridad desquician a cualquier. No hay que olvidar que ETA, todavía seguía matando. Recuerdo con desagrado el exhaustivo interrogatorio al que se me sometió, pero iba a estar con el Jefe del Estado durante una hora que es lo que duraría el recorrido por el centro.

Tuve la oportunidad de comprobar la extendida fama, atribuida a este hombre, la de “campechano”, simpático, cercano, ocurrente. A los pocos minutos te sientes cómodo y, de no ser por la presencia fría de los hombres de su seguridad, todo habría sido aún más relajado. En efecto, todo transcurrió con mayor normalidad de la que yo esperaba, entre risas, anécdotas y “complicidades”. Eso sí, poco interesado en mis intentos de explicarle los pormenores e historia del centro. Todo lo contrario, al interés que mostraba la reina. La visita duró algo más de lo esperado porque Juan Carlos I se empeñó en ver los movimientos que dos chicos hacían en una partida de ajedrez.

- “¿Qué, le damos jaque al rey?”, les dijo a los chicos que, incómodos no sabían qué decir. Procedió él mismo a tumbar la figura del rey en el tablero. Siempre me he preguntado si aquello no fue una premonición de lo que ocurriría 22 años más tarde con su abdicación.

Solemos utilizar el término “histórico” con demasiada frecuencia y no siempre esos acontecimientos tienen el peso para ser considerados como tales. La salida del rey emérito, Juan Carlos I fuera de su país (exilio, abandono, fuga de la justicia, prófugo…para todos los gustos hay), creo que sí lo es. Pocas alternativas le quedaban al personaje de éste culebrón real, a la luz de los presuntos escándalos de corrupción que la fiscalía de Suiza investigaba y, que más tarde o temprano, lo tendría que abordar el Tribunal Supremo de España.

El reinado de Juan Carlos I tuvo un origen ilegítimo. Fue nombrado por el dictador, como heredero suyo “a título de Príncipe” en 1969, al amparo de la ley de sucesión franquista y, el 22 de noviembre de 1975, juró las Leyes Fundamentales del régimen, bajo la premisa del “atado y bien atado”. Dicha premisa, saltaría por los aires con La Transición. Acontecimiento que no habría sido posible sin el “haraquiri” de las Cortes franquistas que darían paso a las elecciones constituyentes de 1977, cuyos diputados, elegidos por primera vez tras de la muerte del dictador por sufragio universal, redactarían la Constitución de la nueva España democrática que optó como modelo de Estado, la Monarquía Parlamentaria, refrendada por el pueblo español con el 87% de los votos.

De esta manera, un rey de origen ilegitimo, deviene en rey constitucional. Esta “anomalía” histórica, necesitaba de algo más para su consolidación, habida cuenta de que, en una gran parte de la población, anidaba (y anida) un espíritu republicano. Ese “algo más”, lo aportó Juan Carlos I, con su “campechanía” y, sobre todo, con su intervención en el intento de golpe de estado de 1981 (episodio no del todo aclarado y con muchas incógnitas todavía por despejar).

En Gran Bretaña no ha existido nunca una experiencia republicana, ni un rey o reina que nacieran de una dictadura. La institución monárquica británica goza de excelente salud a pesar de los escándalos protagonizados por varios de sus miembros. Lo mismo ocurre en las monarquías, sueca, noruega, belga, holandesa, las de los Principados de Leichetenstein, Andorra, Mónaco y el Gran Ducado de Luxemburgo. Son instituciones fuertes, históricas y, lo más importante, queridas por el pueblo. No hay debate en estos países. En España, por el contrario, el debate está abierto a pesar de que el CIS no contemple en sus periódicas encuestas la opinión que los españoles tienen de su monarquía (¿temen llevarse un susto?). Por ello, Felipe VI, necesita legitimarse.

Guardando las respectivas distancias exigibles a cualquier comparación, sin las cuales caeríamos en aquello de que “las comparaciones terminan siendo odiosas”, Felipe VI está buscando su “legitimación” social y, la salida de su padre fuera de España, pudo haber sido la suya. La “amenaza” del retorno del Emérito, lo vuelve a poner en apuros.

Ya no hay golpe de Estado que parar, pero el recurso de presentarse al pueblo español con la bandera de la anticorrupción, es muy tentador. Empezó despojando a su hermana y cuñado corrupto de los títulos de Duques de Palma, luego, renunciando a la herencia de su padre (herencia envenenada), retirándole posteriormente la asignación anual de la que disfrutaba (200.000 euros) y, finalmente acordando con él, su salida del país. Todo en un marco “familiar”. Ese es el error y la otra diferencia con las monarquías europeas.

Lo que ocurre es que todo esto se ha hecho (y se está haciendo) de espaldas a las Cortes Generales, única institución democrática con legitimidad para resolver los problemas de la corona, “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a La Corona se resolverá por ley orgánica” (art. 57.5 de la Constitución Española). Ley orgánica que nunca se ha promulgado por sus señorías, dando con ello muestras de una irresponsabilidad histórica impresentable. Generando “atajos” de dudosa constitucionalidad que se arrastran desde la abdicación de Juan Carlos I, marginando al Parlamento de sus obligaciones constitucionales. La Corona de España no es de la familia Borbón, es propiedad de la Nación española, desde la promulgación de la Carta Magna. Por ello, cualquier cambio en la forma de Estado exige seguir lo previsto en la Constitución.

De las reacciones políticas y mediáticas producidas por la marcha del rey y su previsible vuelta, cada cual más lamentable en términos de compromiso democrático, la expresada por el PP, me parece la más preocupante. Decir que, a Juan Carlos I, hay que recordarlo por su aportación a la transición española, como valor supremo, es normalizar la corrupción y enviar un mensaje letal a la ciudadanía, rompiendo el principio ético y pedagógico que señala que la ejemplaridad sólo tiene fuerza cuando ésta emana, sin sombras de duda, desde las más altas instancias. Lo que ocurre es que pedirle esto al PP, cuyos dirigentes han protagonizado los mayores escándalos de corrupción de este país, es pedirle “peras al olmo”

Cuando Juan Carlos I, en su mensaje en las navidades del 2011, enfatizó aquello de que “La justicia es igual para todos“, en referencia al proceso judicial que se seguía a su yerno, Iñaki Urdangarín por corrupción, estaba enviando un mensaje potente a los ciudadanos. Lo que no sabían estos ciudadanos de a pie era que, quién esto pronunciaba, a su vez estaba cometiendo las tropelías más vergonzosas que un Jefe de Estado puede cometer, con la connivencia de una gran parte de la clase política y de los medios de comunicación que callaron durante muchos años lo que sabían. Felipe González el primero.

En 1978, (en plena transición) Juan Carlos I, protagonizó un golpe de efecto inesperado, dada la situación política en España. Fue el primero en reconocer la figura histórica de Manuel Azaña, Presidente de la II República Española, la que expulsó a su abuelo de España. Durante su primer viaje oficial a México (tierra del exilio republicano español). En el encuentro mantenido con Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, ésta le expresó al Rey: “Cuanto le hubiera gustado a don Manuel Azaña vivir este día, porque él quería la reconciliación de todos los españoles”.

- “Lo sé señora, lo sé, he leído sus obras, y lo sé” -le contestó el monarca.

Mientras tanto a 10.000 kilómetros de distancia, el pueblo español se preparaba para acudir a las urnas y votar en referéndum, la nueva Constitución; entre manifestaciones de nostálgicos franquistas que recordaban la muerte de su caudillo en la plaza de Oriente y se detenía a los cabecillas de la Operación Galaxia (conspiración militar que pretendía finiquitar la recién todavía “non nata” democracia).

42 años más tarde, estando su padre imbuido en su propia autodestrucción, Felipe VI, inauguraba la primera exposición en homenaje a Manuel Azaña en la Biblioteca Nacional de España con reconocimiento de Estado.

Tarde, muy tarde, España reconoció y brindó el homenaje más esperado de su Historia al Presidente de la II República que murió en el exilio (Montauban, 1940), perseguido por la Gestapo nazi y por la policía del sanguinario caudillo de España.

Don Manuel Azaña no acudió al rescate del emérito, por mucho que su hijo, Felipe VI, pretendía el exorcismo histórico. No cuela. La ética, la honradez, la talla intelectual de Azaña, son radicalmente incompatibles con las miserias mundanas del emérito.

No estoy muy seguro de que Dolores Rivas Cherif pronunciara sus palabras, dichas en 1978 en México, en la España de hoy. Ella también estaba “hechizada”, desde México, como la mayor parte de sus compatriotas por la campechanía del Borbón, pero sabía que su marido no sólo murió en la soledad y perseguido, sino también en la pobreza. Juan Carlos I, alberga una fortuna de 2.000 millones de euros (según la revista Forbes). Su salario como jefe de Estado era de 200.000 euros anuales (once millones setecientos mil euros en 39 años de reinado). Nadie sabía cómo llegó acumular dicha fortuna ¿o sí?

Tras la “huida”, buscando refugio con sus amigos sátrapas en Abu-dhabi, ha negociado con la Hacienda española dos regularizaciones fiscales. Una de 125.000 euros y otra de 4,5 millones el 25 de febrero de 2021. Es el reconocimiento explícito del fraude a Hacienda. Del fraude a todos los españoles.

Quienes asociaron durante décadas la Corona a la ejemplaridad, deberían dar un paso al frente, para “regularizar” su situación con la opinión pública, especialmente Felipe González que ha estado defendiendo y protegiendo al rey defraudador hasta hace cuatro días…y hoy mismo continúa.

     DdA, XVII/5040     

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