Pablo Batalla Cueto*
No recuerdo cuál fue la primera
novela que leí en castellano. Sí recuerdo la primera novela que leí en
asturiano: fue mucho más tarde. Recuerdo cuál fue: El príncipe
derviche, de Xandru Fernández. Pero, sobre todo, recuerdo lo que
sentí: una emoción nueva e inesperada, distinta, más profunda que el deleite
genérico que nos procura el consumo de buena literatura.
Yo nací en un hogar con neutros de
materia y fricativas postalveolares sordas —la equis del xatín, el xabalín, la xarda, el xorrascar—; tuve
una abuela que decía coxu y botixu, me
cantaba güeyinos de ratu, boca de curuxu y se enorgullecía de
que su nieto fuera ponderáu; mi madre me reñía por
hacer paxarotaes y esparavanes; cuando,
de niño, conjeturaba alguna palabra que no conocía, la conjeturaba en lengua
asturiana: «¿el árbol que da nueces es el nuezu?». Pero nunca
había leído una novela en mi lengua materna. Y no es lo mismo leer en lengua
materna que en un idioma aprendido, por más que uno lo aprenda hasta el extremo
más alto de la destreza nativa, y aun acabe conociéndolo mejor que aquella.
Nuestras madres no nos enseñan
toda nuestra lengua materna, sino que una alfabetización posterior amplía
nuestro conocimiento de la misma por vía de mostrarnos su registro culto, su
gramática, su literatura. Privados de esa segunda fase del aprendizaje del
idioma que «mamamos, por así decir, con la primera leche», como decía
Jovellanos del asturiano, podemos acabar teniendo más soltura escrita en un
idioma segundo: es mi caso con el castellano. Pero nunca deja de
ocurrir que —decía Nelson Mandela— «si hablas a un hombre en una lengua que
entiende, el mensaje llega a su cabeza. Si le hablas en su lengua,
llega a su corazón».
La lengua materna rasga, tañe,
percute, nunca deja de rasgar, tañir, percutir, fibras abisales del alma que
ninguna otra alcanza. Y yo lo descubrí leyendo El príncipe
derviche: una novela espléndida, cautivadora, pero de la que no fue
eso lo que me respigó (palabra que, me doy cuenta ahora, no sé
decir en castellano). No era, de esta emoción respigante, el
edificio lo emocionante, sino cada uno de sus ladrillos; paladear en letras de
imprenta, y hallarlos componiendo un artefacto narrativo de altura
sobresaliente, voces, locuciones, giros, prosodias, retintines, que, hasta
entonces, solo había conocido en despliegue oral e informal, pronunciados en
casa con un afecto equívoco, sin creerlos capaces de formar parte honorable de
la caja de herramientas de un literato, de la paleta de un artista. Recuerdo
con viveza detener mis ojos en un vocablo concreto, demorarme en
saborearlo: pamidea (que significa «en mi opinión»).
Oficializar una lengua minorizada, además de una serie de derechos positivos contantes y sonantes, es también algunas cosas más imprecisas pero no menos importantes; y, entre ellas, un mensaje de dignidad transmitido a sus hablantes: mostrarles que su patois, su fala, su fabla, su chapurreáu, su bable, su habla despreciada con esta clase de epítetos desdeñosos, son, por el contrario, un idioma digno de los sitiales más altos, de cualesquiera palacios, de los más solemnes teleprompters; que hablándolo también se puede hablar fino; borrar del suelo la línea sociolingüística que demarca —como para los marginados vaqueiros de alzada en las iglesias asturianas de antaño— hasta dónde puede y no puede pasar, llegar, lo que nada filológico dice que no pueda llegar a cualquier parte. «Por lo que toca a la forma lingüística, Platón camina mano a mano con el último porquerizo de Macedonia, y Confucio con el salvaje cazador de cabezas de Assam», aseveraba famosamente Sapir-Whorf. Molière puede decir pamidea, Shakespeare lleva más el güeyu qu’el butiellu, Dante toi repunante: dijeron, escribieron, el pamidea y el güeyu y el butiellu y el repunante de sus idiomas, también ellos hablados, antes que nada, por labios de porquerizo a cuya lengua se le negaba el lustre del latín.
«En una ocasión me echaron de la escuela griega por hablar mi idioma. ¡El cobarde del profesor también lo hablaba en casa! Cuando se lo dije, lo admito, con cierto descaro, me gritó que para eso estaba hecho. Un idioma para hablar en casa. ¿Verdad que tampoco cagas en público?», masculla, furioso, un personaje de Si la adelfa sobrevive al invierno, de Stefan Popa, una novela sobre la decadencia de la lengua arrumana. Enclaustrarnos en casa quieren; tirarnos al váter. Y tal vez de cagar —con perdón— en público se trate: hacerlo, y con ganas, encima de los que siguen queriendo estigmatizada, motivo de vergüenza o de menosprecio o condescendencia, algo a matar o dejar morir, algo a encerrar, la gramática del amor de nuestros padres y abuelos.
*Autor de un reciente libro de lectura más que recomendable: Los nuevos odres del nacionalismo español. Ed. Trea
La Marea DdA, XVII/5002
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