lunes, 29 de noviembre de 2021

11 M: TODOS LOS JEFES DE ESTADO DE EUROPA SABÍAN QUE NO FUE ETA

Ian Gibson

El 20 de noviembre de 2018 –aniversario, irónicamente,  de la muerte de Francisco Franco–  tuve el privilegio de conocer al gran pintor valenciano Juan Genovés en su chalet/estudio de Pozuelo del Alarcón, en las afueras de Madrid.  Yo quería, sobre todo,  que me explicara la odisea padecida por su famosísimo cuadro El abrazo (1976), recuperado para el Estado Español desde Chicago y, a partir de aquel momento,  prácticamente desaparecido, primero en el Museo Español de Arte Contemporánea, luego en el almacén del Reina Sofía. Había habido presiones desde la derecha, me dijo, para que se quitara provisionalmente de la vista del público, siendo, como era, el máximo icono pictórico de la resistencia contra la brutal dictadura de los cuarenta años, y, quizás, por ello, capaz de causar cizaña. Añadió que, desde entonces, se veía obligado, mes tras mes, a señalar a los periodistas de turno, nacionales e internacionales, que, habiendo estado prácticamente secuestrado en dichos centros, se encontraba ya, según su deseo, en el Congreso de los Diputados.      

Pero, ¿dónde exactamente? Pues colgado en una dependencia del mismo,  al otro lado de la Carrera de San Jerónimo, y cerrado al público.  El artista estaba muy, pero muy, disgustado. Y con razón.   Cuando finalmente logré ver con mis propios ojos la obra, se había traslado a una sala del Congreso propiamente dicho, eso sí, pero todavía inaccesible para los  ciudadanos.  Nunca volví a ver a Genovés. Falleció en 2020, a los 89 años, sin que El abrazo estuviera expuesto permanentemente en un lugar público. Fue, y sigue siendo, lamentable. 

El pintor y su obra molestaban profundamente al régimen y sus nostálgicos, claro. Me dijo que, durante un encarcelamiento suyo en la Dirección General de Seguridad, hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid (sin placa alguna que recuerde su nefasto papel en la represión), fue insultado y maltratado por uno de los verdugos más temidos del edificio.  Me pregunto ahora si no se trataba de Billy el Niño, ya felizmente ido al otro mundo, sin que nadie le pidiera cuentas, y donde espero que se encuentre en el círculo infernal correspondiente.   

Tengo a mi lado el hermoso libro Genovés Resistencia (La Fábrica, Madrid, 2019), que contiene múltiples reproducciones de sus creaciones. Se comprende que estas molestasen, y mucho,  a la dictadura y sus corifeos y nostálgicos. Si ganan el PP y Vox las próximas elecciones generales (que será el caso si no se unen las izquierdas, repitiendo anteriores debacles, máxime el de 1933),  me imagino que se encargarán de que El abrazo siga oculto.   

Genovés tenía la grandeza de no negar el terror visceral con el cual vivió permanentemente bajo la dictadura, expresado en un “castañetear de dientes” que le asediaba a cada paso al recordar sus experiencias de la  DGS. A pesar de todo ello, era como un niño grande y alegre, contando anécdotas, riéndose, hablando de su equipo de fútbol en Valencia, de sus amigos, pasados y presentes, entre ellos el gran Josep Renau. Yo salí feliz de su casa, enriquecido como ser humano, con mi antifranquismo fortalecido, así como robustecidas mis ganas de seguir luchando, a mi manera,  contra los actuales adversarios de la democracia española. 

¿A qué viene principalmente todo esto?  Lo cuento. No poder contemplar El abrazo se compensa visitando, en la madrileña plaza de Antón Martín, el monumento que lo reproduce, inaugurado por  el  Ayuntamiento en 2003 en homenaje, no solo a los cinco abogados laboralistas asesinados el 24 de enero de 1977 en  la propincua casa número 55 de la calle de Atocha,  sino “a cuantos murieron por la libertad en España”. Es mi obligación reproducir aquí los nombres de las cinco víctimas de la calle de Atocha, todos pertenecientes al PCE y Comisiones Obreras: Javier Benavides, Serafín Holgado, Ángel Rodríguez, Javier Sahuquillo y Enrique Valdevira.

Traigo a  colación su memoria porque, el sábado 13 de noviembre, asistí, como era obligado –siendo uno de los firmantes– a la manifestación a favor de blindar constitucionalmente las pensiones. Cuando íbamos bajando por la calle de Atocha no dejaba de pensar en Genovés y lo ocurrido en el número 55. ¿Haríamos un alto delante de él para recordar a los abogados?  ¿O en la plaza? Pues no, no hubo parada alguna ni se dijo nada al respecto por los altavoces. Me pareció escandaloso, patético: otra indicación de la amnesia colectiva que asola este país. Claro, muy bien, pensé, es lícito salir a la calle para reclamar el blindaje de las pensiones. ¿Cómo no?  Por ello yo había firmado el manifiesto. Pero, ¿qué incompatibilidad había para parar unos segundos y recordar a los compañeros que aquí dejaron su vida, con la tragedia que significaba para sus seres amados y quienes dependían de ellos? Además, para decirlo casi con cinismo, habría sido políticamente inteligente hacer el breve descanso. Pero no. Yo y lo mío, y punto. Qué decepción, qué pena.  

No se crean ustedes que, con este desahogo, haya olvidado la otra matanza de Atocha, llevada a cabo, a diferencia de la de los abogados, por el  yihadismo. En absoluto me he olvidado de ella, ni me olvidaré nunca. A propósito, a  mí me dijo, la entonces presidenta de Irlanda –hoy lo puedo revelar– que aquella mañana todos los jefes de Estado de Europa, ella incluida,  sabían a ciencia cierta que no había sido ETA.  Allá Aznar y los suyos con su conciencia. 

Me cuesta trabajo perdonar, en fin, a los organizadores de la manifestación por, la que me ha parecido, su grave falta de respeto hacia los abogados de izquierdas inmolados en la calle de Atocha, una noche fatídica de 1977.  Ello por unos fanáticos españoles, hay que suponer católicos, únicos  guardianes, según ellos, de las sagradas esencias patrias.

CTXT  DdA, XVII/5022 

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