Hace más de dos décadas que una especialista en Octubre de 1934 –y maestra– trató de infundirme amor incondicional por el noble arte de la síntesis. Lo que sin duda logró con su perseverancia es que supiera reconocer el mérito y la dificultad de abarcar mucho con pocas palabras.
Viene al caso el recuerdo de Marta Bizcarrondo porque ella fue la primera que me habló de los trabajos de David Ruiz y también porque el artículo que aquí se reseña, publicado en 2009 por el autor cántabro en Le Monde Diplomatique, bien pudiera representar la obra de una generación de historiadores que paliaron el problemático acceso a las fuentes con mucho análisis sustentado en un conocimiento profundo de los entresijos del movimiento obrero y en una explotación exhaustiva de la escasa y parcial evidencia disponible.
David Ruiz es capaz de sintetizar las jornadas revolucionarias de 1934 en unos pocos párrafos, en los que tienen cabida los archivos, los tres octubres de Barcelona, Madrid y Asturias, las cuestiones organizativas, los recuentos de víctimas y la semblanza de algunos protagonistas. Todo un prodigio de contracción que, no obstante, proporciona unas pinceladas más que suficientes de aquella célebre movilización.
En los doce años transcurridos desde que Ruiz publicó este artículo se han localizado nuevas fuentes que han permitido aportar números más precisos y un mayor conocimiento de aquellas jornadas.
Y también en este tiempo las trayectorias de los siempre polémicos organizadores del último estallido revolucionario y obrero de Europa han transitado desde el juicio poco discutible acerca de los errores tácticos y políticos cometidos, como bien resalta Ruiz, hasta alguna acusación de genocidio que, fruto de un enfoque claramente desnortado o de la más pura consigna doctrinaria, han ocupado espacios públicos de discusión donde parecen desconocerse obras monumentales como la de Julio Aróstegui sobre Largo Caballero, un trabajo plagado de matices que se alejan del esquematismo al uso y llevan a una reflexión más profunda acerca de tan poliédrico personaje.
En un mundo de titulares de impacto y mensajes reducidos a unos pocos caracteres, la lectura hoy del artículo sumario de David Ruiz reproduce, este sí en buena síntesis, un estilo ya poco habitual que, apegado a la información y no a la desinformación, contribuye a recuperar debates todavía vigentes y abiertos que invitan a una más amplia reflexión sobre Octubre de 1934, acontecimiento del que ahora se cumple su octogésimo séptimo aniversario.
Pablo Gil Vico
David Ruiz
Como ocurre con las distancias geográficas, el transcurso del tiempo tampoco es la fatal antesala del olvido. Las cuatro grandes revoluciones obreras habidas en Europa durante la era industrial han corrido suerte muy desigual: la insurrección espartaquista alemana de 1919 fue etiquetada como “revolución olvidada”; en cambio, la también derrotada Comuna de París de 1871 continúa irradiando carga simbólica como pionera en la lucha por la emancipación del proletariado, compitiendo incluso con la de los soviets de Petrogrado de 1917, sobre todo desde que, a finales del siglo XX, ésta última concluyera víctima de un colapso.
La cuarta es el “Octubre español” de 1934. De aquel movimiento que arrojó un balance de más de dos decenas de millares de víctimas entre muertos, heridos y encarcelados, sólo la “Comuna asturiana” sería elevada a los altares por sus incondicionales antes de que la petición de amnistía por los encarcelados diera quince meses después el triunfo al Frente Popular, llevando a sus protagonistas a superar el sectarismo de clase en la lucha contra el fascismo durante la Guerra Civil.
Finalizada ésta, el “Octubre de 1934” correría la misma suerte que otros acontecimientos claves del conflicto 1936-1939: el cierre a cal y canto de los archivos y la salida a la palestra de los manipuladores del franquismo presentando la sublevación obrera como causante de la sublevacion militar de julio de 1936. Espuria legitimación de los orígenes militar y fascista de la Guerra Civil que los franquistas mantendrían durante los primeros 25 años de la democracia para reaparecer en el segundo gobierno del Partido Popular, justamente cuando el PSOE y la Esquerra catalana eran de nuevo los “enemigos” a batir en las elecciones de 2004. Sin reparar, de nuevo, que en la España de 1934 hubo tres octubres: el catalanista consistente en una jornada de protesta (el 6 de octubre) de la Esquerra encabezada por Lluís Companys en respuesta al maltrato recibido por la Generalitat del Gobierno de Madrid; el obrerista promovido desde Madrid por Francisco Largo Caballero que solo teóricamente afectó al conjunto del territorio; y el asturiano de la Alianza Obrera en la que tuvieron representación socialistas, comunistas y anarquistas.
Que la unidad de todas las organizaciones obreras fue determinante en la desigual actuación del movimiento lo explica nítidamente el caso de Asturias donde el pacto previo por la “revolución socialista federal” que dio lugar a la citada alianza fue capaz de poner en pie a más de 50.000 obreros dispuestos a impedir por la fuerza un supuesto empeoramiento del orden establecido. Conscientes de su poderío en menos de 48 horas los insurrectos transformados en columnas de milicianos armados sobre todo en las cuencas mineras ocuparon todos los cuarteles de la Guardia Civil de la zona central de la región, excepto el de Gijón, antes de invadir Oviedo donde a duras penas resistirían los cuarteles de infantería y de asalto. Por su parte los que permanecieron en la retaguardia trataron de sentar las bases de la imaginada sociedad sin clases en su versión marxista, ácrata y leninista, las tres ideologías de los combatientes coaligados. Finalmente, tras fracasar el movimiento en el resto del país, los obreros asturianos se enfrentarían a las tropas enviadas por el Gobierno hasta la rendición acordada entre el general republicano (y masón) Eduardo López Ochoa y el minero Belarmino Tomás, presidente del último Comité Revolucionario de la región; insólito acuerdo que permitió a los insurrectos salir relativamente airosos del trance: lo considerarían “un alto en el camino” no una derrota.
En cambio el octubre obrero del resto del país –heroísmos personales aparte– resultó un fracaso sin paliativos sobre todo en Madrid, sede del Comité Nacional Revolucionario encabezado por Largo Caballero, máximo dirigente entonces de la UGT y del PSOE que, en aquella coyuntura, se revelaría como un paradigma de la inepcia política. Formado en el moderantismo que caracterizó al sindicato socialista, Largo Caballero había colaborado con la dictadura de Primo de Rivera entre 1923 y 1928. Posteriormente se rehabilitó desempeñando el ministerio de Trabajo en los gobiernos de Manuel Azaña durante el primer bienio de la Republica (1931-1933); pero a partir del verano de 1933, inició un proceso de radicalización que le situó en las antípodas de la sumisión a Primo de Rivera, primero rechazando la colaboración con la izquierda republicana y rompiendo después con la República.
Su enloquecida huída hacia adelante le llevó a avalar un esperpéntico “programa de Octubre” redactado por Indalecio Prieto que nunca, durante los ocho meses de preparación del movimiento, sería debatido en el Comité Nacional Revolucionario en el que había representación de toda la familia socialista: partido, sindicato y juventudes. Análogo desaliño se registraría en el resto de las actividades preparatorias, exceptuando las obsesivas amenazas de subversión (la de octubre de 1934 será la revolución más anunciada de la historia) por parte del que pasaría a ser nombrado el “Lenin español” por sus más fanáticos seguidores.
Sin embargo, llegado octubre, la radicalización largocaballerista en absoluto arrastró a las masas: sólo a tres cuartas partes de los 20.000 afiliados a las Juventudes socialistas y comunistas, una quinta parte de la UGT (que contaba 800.000 afiliados) y unos pocos miles, muy pocos, de los 70.000 afiliados al PSOE. La inmensa mayoría no secundó el despropósito de quien siendo diputado y rechazando la negociación optó por la fuerza armada contra un gobierno de centro-derecha que además de proseguir con las reformas agraria, educativa y gran parte de las laborales del bienio republicano-socialista anterior, estaba respaldado por la mayoría absoluta obtenida en las elecciones de noviembre de 1933.
Pero no toda la responsabilidad del fracaso recaería sobre Largo Caballero. Su compañero de partido pero no de sindicato, el socialdemócrata Indalecio Prieto se plegaría a participar en la preparación de la sublevación obrera porque de no hacerlo corría el riesgo de convertirse en un cadáver político como de hecho ya estaban en trance de serlo Julián Besteiro y otros reformistas que habían dado la espalda al “movimiento francamente revolucionario”, nombre con el que Largo Caballero solía designar a su plan subversivo. En cualquier caso, el balance resultante de la contribución de Prieto al movimiento de octubre no pudo ser más vergonzoso: fracasó en la provisión de armas después de gastar cifras cuantiosas, y cosechó idéntico resultado en la captación de oficialidad del ejército, responsabilidad compartida con el propio Largo Caballero. Pues bien, entre ambos sólo consiguieron la deserción de un sargento, Jesús Vázquez, al que le cabría el dramático final de ser uno de los dos fusilados por participar en la revolución.
Culminada la fase preparatoria y llegada la hora de la acción, el octubre de la capital donde había nacido Largo Caballero 65 años antes, resultaría casi pintoresco: la inmensa mayoría de los obreros de Madrid reaccionará a la consigna movilizadora con una huelga total: no acudiendo al trabajo ni a secundar la insurrección mientras el presidente del Comité Revolucionario permanecía oculto antes de recluirse en su domicilio donde le encontró la policía republicana. Algo parecido sucedería en Bilbao, el feudo de Indalecio Prieto, donde la movilización de la masa obrera concluyó con el retorno a sus hogares tras la incomparecencia de los dirigentes llamados a encabezar la insurrección. Su supuesto líder, Indalecio Prieto, permaneció en Madrid junto a Largo Caballero pero, en vez de recluirse en su domicilio para dejarse detener y salir airoso del trance presumiendo de víctima, Prieto cruzaría la frontera de los Pirineos instalándose como exiliado en Francia hasta la campaña electoral del Frente Popular en 1936, en la que tuvo la osadía de publicar el programa de Octubre de 1934 en El Liberal de Bilbao, periódico de su propiedad.
En 1942, en su exilio mexicano, Indalecio Prieto se arrepentiría públicamente de haber participado en aquellos tristes sucesos “por indicación de otros”, eludiendo nombrar a Largo Caballero quien cuatro años después fallecería en Francia creyendo aún haber puesto una pica en Flandes al encabezar aquel “franco movimiento revolucionario contra los manejos reaccionarios del Gobierno”.
Aunque en las dos generaciones socialistas posteriores es mayoritario el sentir de Prieto desde que fue tímidamente recordado en la conmemoración del cincuentenario en 1984, todavía hoy, al cumplirse el 75 aniversario en las organizaciones de la familia socialista, permanece pendiente el debate sobre la movilización que dio lugar a la ultima revolución obrera de Europa. La que clausuró, en 1934, el ciclo abierto por la Comuna de París en 1871.
Fuente: Le Monde Diplomatique octubre de 2009
Conversación sobre Historia DdA, XVII/4974
No hay comentarios:
Publicar un comentario