lunes, 4 de octubre de 2021

PABLO IGLESIAS: NO ES DIFÍCIL IMAGINAR UN PROCESO DE INVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA EN ESPAÑA


Pablo Iglesias

Decían Marx y Engels en el Manifiesto comunista que el Estado era, básicamente, un consejo de administración de los negocios de la burguesía. Aquella noción del Estado como expresión administrativa de los intereses económicos de una clase social respondía, sin duda, a la realidad histórica del momento. El propio Marx, posteriormente, en uno de sus textos más influyentes, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, distinguiría entre poder político (que identifica con el Estado) y económico. Ni siquiera conquistar el poder político aseguraba dominar al poder económico. 

A partir del desarrollo de los Estados del bienestar en Europa, en la segunda mitad del siglo XX, varios marxistas comenzaron a entender que el Estado, sin dejar de abandonar buena parte de sus funciones administrativas y políticas tradicionales, era también un terreno de combate político. De entre ellos destaca obviamente Nicos Poulantzas. Para el teórico griego, los éxitos políticos del movimiento obrero italiano que habían cristalizado en el Estatuto de los Trabajadores de 1970 ejemplificaban que el Estado y el Derecho eran uno de los terrenos de la lucha de clases y de los avances de la clase trabajadora. Aquel Estatuto fortalecía a los sindicatos en las fábricas, prohibía el despido sin causa justificada y garantizaba la libertad de reunión. El Estado aparecía, de hecho, no sólo como un terreno de la lucha de clases tanto o más importante que la fábrica, sino como zona política estratégica.

La irrupción del neoliberalismo no hizo sino confirmar la paradoja; frente a la ofensiva de los poderes económicos vinculados al neoliberalismo en la economía, las Constituciones de posguerra y el Derecho laboral propios de los Estados del bienestar fueron herramientas de resistencia, en la política, para los trabajadores. 

Esto que les acabo de contar es un abc político que debiera estar tatuado en la reflexión estratégica y la praxis táctica de cualquier actor político de la izquierda. Esto es evidente en el caso de los independentistas catalanes y vascos, aunque hoy la clave del debate entre ERC y Junts es precisamente cómo encarar la relación-diálogo con el Estado; paradójicamente el partido heredero de CiU es el que de momento se sitúa en la posición maximalista. En el caso de los independentistas vascos se aprecia también una evolución en un sentido pragmático en los últimos años, sin duda consecuencia de una experiencia histórica que ha sido una dura lección sobre lo que significa enfrentarse al Estado. Pero incluso en el resto de las izquierdas, incluida una fuerza de gobierno como Unidas Podemos, el Estado sigue percibiéndose como algo ajeno. Esa percepción tiene su lógica por la propia historia de nuestro Estado, mucho más extensa que la de nuestra democracia, y donde el fracaso a la hora de imponer ideológicamente una sola nación en todo el territorio se compensó con la fortaleza de un Estado que sí pudo imponer una administración central, que convive hoy con las autonómicas, pero cuya superioridad jerárquica y competencial es evidente. 

La crisis del sistema de partidos de 2+2 que dejó la Transición ha hecho evidente cuáles son las dos grandes fuerzas con las que cuentan la derecha y la ultraderecha españolas. La primera tiene que ver con la estructura de poder mediático que da a los medios conservadores y ultras con sede en Madrid un dominio absoluto del ecosistema mediático del conjunto del país. Solo Catalunya y Euskadi cuentan con ecosistemas mediáticos diferentes (aun cuando no necesariamente de izquierdas). Es precisamente la existencia de ecosistemas mediáticos distintos lo que permitió al independentismo catalán avanzar posiciones ideológicas hasta el punto de que prácticamente la mitad de los votantes de Catalunya desearan la independencia y una notable mayoría fueran partidarios del derecho a decidir. En el caso vasco, las dos primeras fuerzas políticas son el PNV y EH Bildu y, en la última década, la única fuerza vasca con socios en el conjunto del Estado que ha podido cuestionar su hegemonía electoral (y sólo en dos elecciones generales de las cinco celebradas desde 2011) fue Elkarrekin Podemos. Sin embargo, ganar batallas culturales, ideológicas y finalmente electorales es muy distinto a que ese movimiento de la sociedad tenga una traducción en el Estado. Por el contrario, el surgimiento de Unidas Podemos y su llegada al gobierno así como el avance cultural e institucional del independentismo, y su apuesta por un choque con el Estado, han tenido como efecto que el dominio cultural e ideológico del Estado por parte de la derecha se haga más visible que nunca.

Aquel 3 de octubre de 2017, el Estado habló (y habló más a los jueces que al país) y, desde que naciera el gobierno de coalición, la estrategia de la derecha y la ultraderecha frente a lo que desde el principio definieron como “gobierno ilegítimo” ha sido empujar al Estado en su contra. Pablo Casado llegó a afirmar: “A Felipe VI lo votamos los españoles, a Garzón y a Iglesias no”. Tras la aparente estupidez de la frase se esconde lo que piensa la derecha en realidad: el rey tendría una legitimidad anterior y superior a la de cualquier diputado electo. Por eso mismo, la derecha y la ultraderecha no comparten que la legitimidad del órgano de gobierno de los jueces proceda del Parlamento. En una sui generis interpretación de Montesquieu, entienden que el gobierno de los jueces es una entidad puramente autónoma. Y piensan lo mismo del Tribunal Constitucional, al que consideran un organismo político cuya función vendría a ser corregir, incluso preventivamente, las decisiones de los parlamentos. Y no hablamos de las decisiones del Parlament de Catalunya; que el TC se haya pronunciado nada menos que contra el Estado de alarma en un contexto de pandemia sin precedentes revela el ánimo de ciertos soldados del Estado. Como escribe Pedro Vallín en su inminente libro (a mi juicio lo mejor que se ha escrito sobre lo que ha ocurrido en la política española en los últimos años), el origen del CGPJ tenía que ver con la voluntad democrática de controlar a una magistratura mayoritariamente franquista. Toda vez que no se depuró a los jueces de la dictadura, tenía cierto sentido al menos vigilar su escaso compromiso con las nuevas reglas de la democracia. En una frase que estremece por su cruda veracidad, Vallín dice que “las tensiones entre el Congreso de los Diputados y el CGPJ son una expresión de una pugna entre la voluntad popular y el rigorismo autodefensivo del Estado profundo”.

Es un territorio común reconocer hoy que la principal diferencia de la ultraderecha española respecto a su familia europea es su carácter de pura reacción frente al independentismo catalán y su escaso interés, hasta el momento, por las cuestiones de clase. Hay, sin embargo, otro hecho diferencial del que se habla menos: la ultraderecha nutre su estructura de cuadros políticos con altos funcionarios del Estado, militares y policías. Entre los dirigentes y cargos públicos de Vox, más allá del inmaculado currículum laboral de su líder o de las dudosas titulaciones de algunos de sus miembros, destacan jueces, abogados del Estado, mandos militares en la reserva, catedráticos… Gentes que, a pesar de sus fraseologías neoliberales, siempre han cobrado del erario público y tienen una fuerte conciencia funcionarial.

Con los recursos económicos, mediáticos y funcionariales de la derecha y la ultraderecha, no es difícil imaginar un proceso de involución democrática en España, al estilo de Polonia o Hungría, si el PP y Vox llegan al Consejo de Ministros. Se suele olvidar que la principal lección de la República de Weimar, de Italia y de España es que fue la derecha la que abrió el camino del fascismo. No habría habido Hitler sin Hindenburg y Von Papen, ni Mussolini sin los monárquicos italianos, ni Franco sin la Iglesia Católica. 

Frente al panorama que se nos presenta, las izquierdas deben entender que en un conflicto entre política y Estado sólo puede ganar el Estado, pues es en el Estado donde cristaliza el resultado del propio conflicto. Por eso las diferentes izquierdas que históricamente han identificado al Estado como exterior constitutivo de su propia identidad deben asumirlo como zona estratégica. Deben hacer más operativa su inédita ventaja táctica en un Parlamento en el que el PSOE no tiene alternativa de pacto para empujar reformas democráticas en el Estado. Pero además es necesario que se tome conciencia a largo plazo de la importancia de que haya otra gente en esa zona estratégica. Es cierto que el acceso por oposición a los cuerpos de jueces y fiscales, al cuerpo diplomático, etcétera tiene una serie de barreras de clase, pero no lo es menos el desinterés histórico por los mismos de amplios sectores de las izquierdas.

Ojalá existiera una escuela de Estado progresista que formara en valores democráticos y becara a jóvenes para que no sean siempre los mismos quienes ocupan las posiciones estratégicas más relevantes.

CTXT  DdA, XVII74971 


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