jueves, 21 de octubre de 2021

LOS ENANOS DE LA COLZA


Ana Cuevas

El denominado "síndrome tóxico" parece que fue el resultado del desvío de un aceite de uso industrial para uso doméstico por parte de unos tipos desaprensivos y codiciosos. Cómo es lógico, ese aceite se vendía a granel en los mercadillos de los barrios más humildes. Sus víctimas no fueron precisamente miembros de la familia Botín ni mucho menos. Eran obreros mal pagados que rascaban de aquí y allá, comprando lo más barato posible, para poder alimentar a sus familias.
Sucedió hace 40 años pero las secuelas que les quedaron a los supervivientes siguen convirtiendo su existencia en un infierno. En mi adolescencia, mientras cuidaba a mi madre en uno de sus infinitesimales ingresos hospitalarios, tuvimos por compañera de habitación a una mujer víctima de la colza.
Recuerdo la impresión devastadora que me produjo su aspecto. Parecía recién salida de un campo de concentración. No creo que pesara más de 25 kilos y sus manos y pies estaban deformados. Luego supe que apenas tenía treinta años y era madre de dos niños pequeños. Pero su ingreso no era a causa de los graves daños neurológicos que padecía. Había intentado suicidarse haciendo el salto del ángel desde el balcón de su casa.
Ha pasado mucho tiempo, y muchos gobiernos de todo pelo, desde este envenenamiento masivo con trágicas consecuencias para miles de compatriotas.
Y la respuesta a tanto sufrimiento ha caído siempre en saco roto. Nadie ha atendido sus necesidades. ¿Por qué no me extraña?
Quizás porque somos un país al que le gusta barrer la porquería debajo de la alfombra. Más cuando hablamos de los padecimientos de la plebe.
Para muestra, los esqueletos que guardamos celosamente bajo nuestras cunetas-alfombra desde hace unas cuantas décadas. Somos un poco dejados como pueblo. Tendemos a esconder nuestras miserias y abandonar a las víctimas a su destino y nos tapamos la nariz para que no nos llegue el olor a tanta mierda.
Pero hete aquí que los esqueletos, a veces, salen a bocados de sus improvisadas tumbas. Esta semana seis afectados por el síndrome se parapetaron en el museo del Prado delante del cuadro de las Meninas amenazando con suicidarse públicamente si no se cumplían sus justas reivindicaciones. Eligieron a Velazquez. Barrriendo para casa, servidora hubiera escogido a Goya. Y en concreto, uno de sus cuadros: Los fusilamientos del dos de mayo. Me parece más representativo de lo que se hizo, y hace, con esta pobre gente.
Pero Las Meninas también tienen su retranca. Estos seres humanos parecían posar para el pintor en esa amalgama de lienzo casi kafkiano donde conviven infantas, enanos y perros palaciegos. ¡Total, llevan cuarenta años posando y no salen en ninguna foto! Su inexplicable abandono marida perfectamente con esa visión histriónica del genial artista de la sociedad patria. En una esquinita, sin quitar protagonismo a los enanos que servían de diversión a los burgueses, no chirriarían atados con una argolla a una criatura carente de alma que se llama Burocracia.
Un monstruo de dos cabezas, sin corazón ni cerebro, que se asoma del espejo al fondo del cuadro, para hacerles la peineta a quienes reclaman justicia.
Pensaban suicidarse porque ya están muertos. Muertos y enterrados bajo el inconmensurable felpudo del olvido.
Cuarenta años muertos, como los otros cuatro mil que perecieron durante los primeros años. Cuarenta años saliendo de sus vivientes ataúdes para recordarnos una deuda histórica. Cuarenta años recibiendo la callada por respuesta.
Cuarenta años arrastrando esta vergüenza que dice poco y malo de nuestro sistema de justicia. Cuarenta años de ignominia. De otra más que sumar a una larga lista. ¿Acaso importa? ¿Alguien ha calculado cuánta basura cabe aún debajo de nuestra puta alfombra?
Al final, si esperamos otros cuarenta años, ya no quedará nadie vivo para recordarlo. Solo esa imagen de los seis potenciales suicidas ante las Meninas del Prado perdidas en el profundo pozo de una hemeroteca.
Aquí todo es cuestión de tiempo. El justo para que a la sociedad nos prescriba la conciencia.

DdA, XVII/4987

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