martes, 3 de agosto de 2021

TINO VETUSTA: GIJÓN NO FUE UNA BUENA NOVIA O NO LA SUPE CORTEJAR


Víctor Guillot

Dice Cioran que el hombre es un tipo impresentable. Con esta frase, el escritor rumano firma una enmienda a la totalidad del Universo, expresando sin pudor el rubor que produce la existencia. Pero también encontramos ese mismo rubor en Quevedo. Contra el lenguaje apergaminado del imperio, contra la costumbre chabacana de vivir, entonces y ahora, surge el idioma de Quevedo, que lo pone todo patas arriba, como si se tratara de un escritor nuevo. En la prosa y las sátiras de don Francisco descubrimos que el hombre también es un impresentable, pero alcanza una visión más íntima de las cosas cuando asegura ser «un fui y un será y un es cansado». Este cansancio de ser anuncia todo el existencialismo europeo. Es el intimismo triste de un castellano adelantado a cuatro siglos.

Mi viejo amigo Tino Vetusta (Belmonte de Miranda, 1948) ha fallecido. Vivía cansado de la ciudad, más atento a las últimas lecturas, las biografías, en la casa familiar de Cezana, una aldea perdida de Belmonte. Gijón se había convertido en un capítulo de su vida demasiado conocido, cruelmente repetido, un tiempo angustiosamente exasperado, que reclamaba su fin. Quizá poner tierra de por medio fue la mejor opción cuando uno se siente un fui, un será y un es cansado.

Aunque había sido maestro, la decepción lo empujó al mundo del libro antiguo. Era el mejor y tuvo el reconocimiento del gremio en Santiago de Compostela, en Valladolid, en Salamanca, en Pamplona, en Logroño o en Madrid. Llamado a tasar bibliotecas familiares y presidenciales, en España o en Perú, logró hacer del libro como objeto una abstracción mercantil y cultural. Su epicentro era su librería. «No estorba, pero sí perturba o, al menos, inquieta, porque no ha sido comprendida. Tampoco la intentaron comprender quienes se acercaron a ella», me contó en más de una ocasión. «Uno se da cuenta de esto por las expresiones de la gente cuando contempla su escaparate. Pienso que el vecino que transita la calle de La Merced se incomoda porque cree equivocadamente que este lugar es un templo o un lugar un tanto esotérico, regentado por un tipo que no es de fiar. Por eso no traspasaron el umbral del conocimiento que les hubiera dado otro tipo de relación personal con la misma».

Pienso que cuando uno frisa los setenta años de edad inicia una especie de meditación de su tiempo interior, una revisión equivocada y resplandeciente de todo aquello que fue y que el presente convierte irrevocablemente en pólvora mojada. En el caso de Tino Vetusta ese tiempo interior pasaba por una acumulación gloriosa de libros y sobre cualquiera de ellos está el sentido existencial que nos ofrece Quevedo de la vida. «El hombre son presentes sucesiones de difuntos», dice el poeta.

Afirmaba que uno se enamora de las imperfecciones de los demás. Alguna errata hubo en su vida, como erratas hay en los textos. «Hay quien asegura que uno aprende de sus errores y mi mayor acierto ha sido aprender de todos ellos. Honestamente, cometí más de un fallo: por un exceso de timidez o de pudor, no he sabido darme a conocer a los demás. Fingí exageradamente algún aspecto negativo, sin duda, para preservarme del daño que pudiera sufrir y, la verdad, no me salió bien», me contó en una de mis primeras entrevistas. «No supe mostrar quién era y, naturalmente, no me supieron comprender. Todos nos formamos un personaje, no para mostrarnos, sino para escondernos. Hay una pose necesaria en todos los individuos: una pose para beber, otra para fumar, otra para vivir. Creo que la mía nadie la entendió».

Me convence la muerte que su pose, su vida, su librería y su mundo no fueron realmente comprendidos. La máscara que se inventó, los múltiples y provocadores hombres que han sido Tino Vetusta no sirvieron para que la calle penetrara en su librería, ubicada en la calle de La Merced. Hoy es una tienda de ropa. Tras verlo por última vez me detengo ante el escaparate de su «cueva», como una presencia que el recuerdo logra retener en mi mente. Pienso que Tino ha ido acumulando todos los libros que murieron y que nadie enterró, múltiples presentes, sucesiones de difuntos que todavía se están yendo con el secreto de la vida.

Vetusta, entre liberal, anarquista y republicano, fue el heterodoxo, el dandy, el esteta, un sentimental, un hedonista y un escéptico subyugado por la sensibilidad que jamás perdió cierta verticalidad de temperamento, inspirada de cerca o de lejos en el Marqués de Bradomín aunque hoy habría pasado por ser un perfecto Jep Gambardella. Para Vestusta, la vida era el tiempo que nos queda. Somos el tiempo que nos queda, dice el poeta. El gaditano, otro militante de Quevedo, se pregunta cómo evitar el simulacro de la vida, cómo vivir sin desvivirnos. Quizá haya que desvivirse constantemente para no morir en el olvido. Demasiado tiempo acumulado en esa librería para no darse cuenta de que ya se había convertido en un panteón.

No tuvo una relación estrecha con Gijón. Más bien áspera como la de dos amantes que no se comprenden. «Uno nunca se despide. No vine, luego no me voy. Yo recalé en esta ciudad por obligación. Nunca nos hicimos el uno al otro. Ella no fue una buena novia o yo no la supe cortejar. En cualquier caso, la despedida no es ni añorante ni rencorosa. No tendría que despedirme de la ciudad, sino de personas singulares. Tampoco existe desagradecimiento, porque viví dignamente en Gijón. Pero los dos debemos reconocer que la relación de tú a tú no fue muy fructífera y, si lo fue, en todo caso, lo sería para ella y no para mí. Pero si me encontrara a un extranjero, le diría que viniera, que disfrutara de su paisaje y de sus vecinos y que escapara de sus restaurantes».

Hoy me despido de mi amigo, de mi maestro, de mi padrino. Nada de lo que ustedes leen, nada de lo que yo siento y escribo se habría forjado sin su amistad, su familiaridad, su afecto, su experiencia y su cariño. Aquel muchacho tímido que entró por primera vez en su librería, hace treinta años, salió tiempo después convertido en un hombre. Hasta siempre, amigo. Tu recuerdo ha sido perenne y caminará siempre conmigo.

MiGijón.com  DdA, XVII/4909

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