miércoles, 4 de agosto de 2021

THE WHITE LOTUS, UNA SERIE QUE FIRMARÍA GAUGUIN



Leticia Gondi

Si las series fuesen lienzos, esta sin duda estaría firmada por Gauguin [he visitado tantos museos este año que la pintura se ha convertido en la medida de todas las cosas]. Y no lo digo únicamente por la impronta que su estancia en las islas del Pacífico dejó en la obra del parisino, sino porque todo en la última ficción de Mike White es posimpresionista por no decir, posimpresionante.
Ya desde los primeros acordes de los créditos de apertura, y el estilo gráfico elegido para los mismos, dotado de esa belleza orgánica, única de la acuarela [cuando a trazos limpios, cuando a chorreones], y que tan bien funciona, nos mantiene alerta; quizás esta no sea una serie más, parece decirnos. Y es que puedes vestirte de punta en blanco para ese exclusivo evento, que si de pronto apareces con las uñas hechas un cristo… Lo mismo sucede con algunas producciones denominadas obras maestras, cuyos créditos de apertura o directamente, ausencia de los mismos, quedarán para el olvido.
A la música, por cuenta de Tapia de Veer, se le da un espacio preponderante, no para acompañar, sino para integrarse en la propia acción. Es decir, la música no adereza la acción sino que la desempeña, guiando, hasta al más distraído de los espectadores, en la interesante tarea de fluir a través de la misma trama, valiéndose de un originalísimo concepto de fusión folclórica electro-maorí, que late, cuando para ponernos alerta o excitarnos, cuando para invitarnos a reflexionar al ritmo que marcan los ukeleles, flautas de bambú, tambores, y demás instrumentos tecnológicos que conforman la partitura.
No tiene, sin embargo, demasiado mérito la fotografía, considerando que ha sido rodada en el mismísimo paraíso, es más, continuamente tienes la sensación de hallarte ante un anuncio de ropa o efectos surfistas. Las puestas de sol y amaneceres de todos los colores imaginables, las espumas en la orilla, la flora tropical… El escenario en sí es un cliché. Tampoco ayuda que gran parte de las escenas hayan sido rodadas en interiores.
Eso en cuanto a la calidad plástica; impecable en lo tocante al guion parido ex profeso para entretenernos, con la implícita vocación de hacernos reflexionar. Para que nos miremos en el espejo y sintamos, quizás, vergüenza ajena y propia. Para ello los guionistas se valen de la sátira como eje en el cual convergen y del cual fluyen un número ilimitado de pequeños vicios ligados a la idiosincrasia de la Norteamérica adinerada.
Para darle el argumentario necesario, recurren al mítico plot device del ‘grupo de desconocidos coinciden e impactan propiciando múltiples relaciones interpersonales’, en esta ocasión, entre los propios huéspedes y estos a su vez con el personal del resort donde se alojan, dejando en evidencia el sincretismo occidental a través de una serie de interacciones rocambolescas que ponen al descubierto unos personajes opulentos, interesados, inestables, ególatras, superfluos, enclenques, manipuladores, caprichosos. Y alguna que otra rara avis, como contrapunto.
Caricatura grotesca que evidencia las contradicciones burguesas donde el único cometido de las mujeres parece ser casarse, abandonar su profesión y ejercer la ‘elevada’ tarea de la caridad mediante una fundación benéfica. Retratando a sus homólogos como almas lastimeras demasiado ocupadas en vender la pena de saberse discriminados en una sociedad que tiempo ha, no hinca las rodillas ante el hoy, ‘pobre’ hombre-rico-hetero-blanco.
Aún no se han emitido los dos últimos capítulos: espero que este ímpetu no me valga un arrepentimiento. He visto comienzos brutales, echados a pique en la última escena…

DdA, XVII/4910

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