Muy interesante y digno de lectura y meditación es el artículo del doctor en Historia Miguel Ángel Sanz Loroño, publicado en elsaltodiario.com, en el que afirma que la España de "Masterchef" es la España de la frustración y el miedo, la tecnocracia y el autoritarismo, la España del neoliberalismo, pero también la del legado del franquismo. "Un gobierno progresista -entiende el autor- no puede descuidar las bases materiales de la libertad como lo está haciendo. Porque sin esas bases se sigue teniendo miedo. Y quien tiene miedo ni es libre ni puede ser firme en la defensa de otra cosa que de sí mismo".
Miguel Ángel Sanz Loroño
El
pasado mes de junio, el chef Jordi Cruz (Masterchef, TVE) afirmaba, con
el desparpajo que otorgan la bolsa llena y la vida resuelta, que Isabel Díaz
Ayuso era una buena presidenta. Primero, porque se consideraba un tecnócrata
con un especial olfato para la coherencia y la buena gestión, dos aspectos en los
que la CAM descuella. Segundo, porque la presidenta de España dentro de España
era la única que había entendido que el Reino vive de lo que vive, esto es, del
ladrillo y los bares, del turismo y la rapiña a manos del que más sobres pase
bajo cuerda.
La España entendida como tierra de chanchullo y conquista, de libertad diríase en el lenguaje liberal de ahora, se remonta a los orígenes de nuestra historia contemporánea, esto es, el periodo de Isabel II, y al comienzo de nuestra historia actual, el franquismo. En la Corte de los Milagros hubo de todo y nada fue bueno. En el franquismo sucedió lo mismo. La terrible posguerra, con miles de fusilados y desposeídos de propiedades y carreras, esa misma desposesión que la nueva ley de memoria va a dejar, por segunda vez, intacta. El páramo que dejó tal acumulación originaria de capital retrasó el reloj de España un par de décadas. El desguace de culturas, territorios y economías fue atroz. Infligió una herida silenciosa e invencible, necesaria, según el régimen, para recuperar la esencia de España, que era católica, cortijera y castiza. Con esta reconquista el franquismo refundó el Estado, creó unos apoyos inmarchitables e inculcó una lección que no debía olvidarse nunca: las jerarquías, como la letra, con sangre entran.
Tras este agujero negro, en el que se
aprendió a tener todo el tiempo miedo, se pudo dar rienda suelta al
desarrollismo industrial, que terminó de desencuadernar el territorio y de
enriquecer a las elites del nuevo Estado. España creció a un ritmo estridente y
acelerado construyendo hasta el cielo, exportando mano de obra y recibiendo
turistas a cascoporro. Con las suecas y el pisito, las lavadoras y el 600,
vinieron también la aspiración europea, la música pop y el modelo de urbanización
y ensueño, de coche y piscina, que ha configurado las aspiraciones —y los
miedos— de la clase media hasta ahora. Es esta clase media, surgida al calor de
la industrialización acelerada y la expansión del Estado a partir de las leyes
del funcionariado de la década de 1960, la que compró sus segundas residencias
y puso sus sueños sobre cuatro ruedas. Es la misma que no quiere líos, ni de
política ni de ningún tipo. Es la misma que cuelga la bandera monárquica en los
balcones a modo de ariete o escudo. Es la misma que se pone nerviosa cuando se
habla de revisar la Transición y sacar a los muertos de las cunetas, porque en
esa nebulosa de violencia y rapiña que fue la posguerra es donde yace la piedra
Rosetta de nuestro Estado. Y es esta misma España, asustadiza y rabiosa, la que
disfruta todas las semanas de las humillaciones que se perpetran en los
coliseos de focos y de cartón-piedra. Masterchef es uno de
ellos.
Concebido en el Reino Unido de Margaret
Thatcher, Masterchef es una catarsis teatral donde la España
de los balcones, a la que aspira la España que no los tiene, disfruta con
disimulada malicia del maltrato y de la competencia caníbal. Su visionado es el
gozo propio de la maledicencia y la indiscreción de visillo, de la mezquindad
de saberse a salvo de la bronca del profesor y del jefe tiránico, del alivio de
ver que es otra persona la que se ruboriza y, en su caso, llora, y no uno
mismo. Porque el espectador sabe que podría ser él o ella el objeto del
latigazo, de la caída o de la puesta en ridículo, pero no lo es y se congratula
por ello.
Porque la vida es, precisamente, este
sálvese quien pueda. Esta parece ser una de las lecciones más intolerables del
covid-19. La vida, al margen del ocio, parece un infierno. Sin las
compensaciones de la terraza, las cañas y la ruta de domingo, no somos nada, es
decir, desesperamos de la vida porque no podemos vivirla, ya que el tiempo de
trabajo no se considera vida. Sin cañas y sin bravas, reducidos a nuestro
espacio de trabajo, enloquecemos. Este hecho nos acerca a lo que el joven Marx
sostenía sobre la alienación. Sin el trabajo colaborativo que transforma la
realidad, el ser humano se reduce a sus funciones animales y pierde lo que le
es más propio. No estar alienado, en definitiva, se consigue, precisamente, en
el libre ejercicio de lo que es exclusivo del ser humano, no en lo que comparte
con otros animales. Pero si el trabajo solo es un pozo negro donde echar un
tercio de la vida, entonces, diría Marx, esa sociedad no es libre, sino todo lo
contrario. Y una sociedad que no es libre, no puede ser responsable de su
destino y, por tanto, no puede ser plenamente democrática.
Gozar de Masterchef es
sencillo porque, como ser derechas, es lo más fácil del mundo. Solo se precisa
liberar la mezquindad, la pasividad y el egoísmo más puro, porque mientras él o
ella recibe el castigo, yo, virgencita que me quede como estoy, callo y me
libro
En una sociedad de este tipo se admite
que se debe trabajar por cuatro duros, hacer el horario que haga falta y
frustrarse contando las horas. Se tiene un curro, no una carrera. A cambio, se
precisan pastillas para dormir y tener las terrazas abiertas para sublimarse en
las cañas de la libertad con bravas. Y aquí es donde Masterchef encuentra
su función y nicho. La vida es así, se infiere del show. Goza el síntoma lo más
salvajemente que puedas. Goza la jerarquía impuesta y la humillación del
contrario. Aplaude el genio y el talento, esas figuras tan misteriosas como la
mano invisible del mercado. Alaba al líder que sabe dirigir y al técnico que
sabe hacer. Deja el pensamiento, en definitiva, en manos de la tecnocracia de
lo que hay que hacer, que es siempre lo que conviene a la derecha. Porque no
hay alternativa al deseo de ver caer al de al lado o de defenderte del de
abajo. Gozar de Masterchef es sencillo porque, como ser
derechas, es lo más fácil del mundo. Solo se precisa liberar la mezquindad, la
pasividad y el egoísmo más puro, porque mientras él o ella recibe el castigo,
yo, virgencita que me quede como estoy, callo y me libro.
La España de Masterchef es,
en definitiva, la España de la frustración y el miedo, la tecnocracia y el
autoritarismo. Es la España del neoliberalismo, pero también es el legado del
franquismo. Por eso la solidaridad impositiva se entiende como un robo cuando
se va más allá de correr una carrera dominguera o de lucir una pulsera. Por eso
no importa cuántos naufragios se den en nuestras costas mientras no me quiten
las gambas al ajillo. Por eso Vox y un PP apocalíptico, como siempre que no
tiene mando en plaza, ganan terreno. Porque el fascismo no son solo uniformes
alucinados y desfiles con antorchas, que también, sino, fundamentalmente, la
guerra del penúltimo contra el último, el culto a la jerarquía y la rapiña de
los recursos colectivos. Poca gente recuerda que el ministro de economía de
Hitler hasta 1937 fue un reputado liberal como Hjalmar Schacht. Que Mussolini,
antes de tomar el poder, hablaba del funcionariado y los impuestos de la misma
manera que lo hace Santiago Abascal.
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