lunes, 2 de agosto de 2021

AYER, A ESPALDAS DEL CEMENTERIO, LAS CALLES FUERON DE FUEGO



Víctor Guillot

La noche como un reyerta perdurable, como una gota de sangre derramada en el parque, como un atraco constante en la esquina. Así de violenta y delirante se presenta la noche, como una balada de gamberros en la madrugada que ocupa un titular a primera hora de la mañana, con dos jóvenes heridos tras una paliza emprendida por veinte tíos maleantes. Esta violencia histórica, atávica, alejada de cualquier abstracción, que explota en la noche por un par de euros, en un Gijón brillante, hambriento y absurdo, nos da la clave de un tiempo siniestro donde la felicidad y el narcisismo de las pantallas se acompaña de la violencia más brutal fuera de ellas.

Cuenta la crónica municipal que los veinte chicos que apalearon a los dos jóvenes aparecieron minutos después en el parque de los Pericones, sentados en bancos. Hay algo joven y alegre en esta violencia despreocupada, indolente y grupal. La violencia, cierto es, nos rejuvenece, aparta del camino las huellas de nuestra edad y nos alegra en tanto que borra de nosotros cualquier conciencia de nuestra condición. Esta violencia, querido y desocupado lector, es apolínea, llegando a simplificar el mundo a una acción que se abre camino entre el orden y el asfalto.

Me pregunto si las restricciones nos están devolviendo un carácter más destructivo, más explosivo. Del ensimismamiento se deriva el suicidio. El propio Íñigo Errejón ha otorgado carta de naturaleza política a las depresiones, a los estados de ansiedad y otras patologías. El envés de esta moneda son estas otras noches para la ira. Como diría Walter Benjamin, el carácter destructivo no vive del sentimiento de que la vida sea valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio es algo que no merece la pena.

Igual que hay una violencia neonazi, liberal y corporativa, una violencia pura, limpia y cromada de lengua neofalangista, hay también una violencia de pobres, una pobreza violenta, trapera y oxidada, hecha jirones, gualtrapeada, inculta y sonámbula, que te puede llevar por delante mientras sacas cincuenta euros del cajero porque en el pub de la esquina no gastan datáfonos. Entonces descubres que las calles son de fuego, como aquella peli de Walter Hill, pero sin géisers que irrumpan desde el suelo, en un agosto húmedo, cálido y fundacional que trata de escapar a la dichosa hora del cierre. Entre voces metafísicas, los ruidos y gemidos de la noche, entre melopeas y perfumes, surge Dafoe, con su sonrisa violenta y asesina, abriéndose camino, con toda su violencia, pasándote por encima con su moto, con su bate, con su puño, y una carcajada diabólica que reclama la presencia de los otros.

Hay quien sale cada noche a buscar el tiempo perdido. Se busca el tiempo perdido cuando las cuarentenas nos arrancan el tiempo que nos queda por vivir. Es entonces cuando algo nos reclama la presencia en la calle que, antañazo, sólo era paisaje. Ahora, cada segundo cuenta. En este presente tan apolíneo, tan vanidoso, tan impersonal e higiénico, que la violencia explote solo es una consecuencia más de esta vida correcta, frustrante y redundantemente violenta. Ayer, a espaldas del cementerio, los drugos de Kubrick y Burgess volvieron a bailar a Beethoven. La violencia no entiende de tiempo. Es presente puro. Eterna juventud.

MiGijón DdA, XVII/4908   

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