Javier Memba
A medida que voy cumpliendo años y
compruebo que el sentido último de todo es la nada, me reafirmo en esa idea,
que apunta Agnès Varda,
acerca de que la verdadera dicha es el recuerdo.
Más aún, ya sea para bien o para mal, tanto las cosas como los seres solo se
aprecian en su justa medida cuando se han perdido. La nada es lo eterno, lo
inmutable; el resto, empezando por el Ser, fugacidad. De modo que hasta esos
recuerdos, que me hacen tanto bien, tocan a su fin como las vistas de los
rayos-C, brillando en la puerta de Tannhauser, y las naves de combate en
llamas, más allá de Orión, de Roy Batty (Rutger Hauer) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982).
Con todo, cuando advierto que hasta mis
recuerdos se desvanecen, hay algo que me sigue estremeciendo íntimamente. Las conmociones verdaderas siempre suceden en la intimidad.
Lo de la lágrima fácil y de cara al público, tan al gusto de este tiempo
aciago, queda para los pastores de las masas.
Una de las primeras noticias que nos
trajo la primavera fue la petición de la eutanasia por
parte de Françoise Hardy. Nunca he sido, no soy y jamás seré
portavoz de nada ni de nadie. Pero creo que no exagero mucho si apunto que
cuantos nos enamoramos de ella al escuchar por primera vez Tous les garçons et les filles (1962) también
quisimos morir un poco —o acompañar de alguna manera en su último trance— a la
maravillosa Françoise.
A decir verdad, yo pertenezco a una quinta
siguiente a la de aquellos que amaron a las chicas yeyés. Pero aquellas
muchachas para mí también fueron —junto a las hippies de los
70 y las modernas de los 80— de lo mejor y lo más serio que ha dado la
humanidad. Si apunto a la seriedad es porque aquí siempre se las caricaturizó
—con la misma alegría que se decía que el modelo de Los Brincos eran The
Beatles cuando en realidad eran The Kinks— merced a la popular canción de
Conchita Velasco. Mi primera profesora de inglés era una chica yeyé canónica —recién
llegada del Londres de los 60, el del Swinging London— y
fue la persona que me descubrió el rock & roll. Era un niño de seis años y excuso decir que me enamoré de aquella
chica yeyé. Habiendo sido el ritmo del Diablo una de las grandes
referencias culturales de mi vida —la siguiente al cine y la anterior al cómic
belga, la bande dessinée— no hará falta
que me extienda sobre lo serias y lo de cerca que me han tocado siempre el
corazón las chicas yeyés.
Así pues, lo de Françoise reclamando su
“derecho a la eutanasia”, aquejada de un cáncer de faringe terminal, que desde
hace tiempo la sume en constantes problemas respiratorios y crisis de asfixia,
por no hablar de hemorragias nasales interminables”, me ha tocado de lleno el
corazón. “No tengo miedo a la muerte. Tengo mucho miedo al sufrimiento”. Sí que es atroz un destino que a una mujer, que fue todo
delicadeza, depara un final así.
Los yeyés —por supuesto que también
había chicos, aunque las llamadas a hacer historia eran ellas— surgieron en
torno a la idolatría de los jóvenes británicos de los 60 del rhythm and blues,
el pop y el rock & roll. Por eso sus chicas cantaban en inglés, idioma
original de todas estas músicas. Y en inglés cantaban Sandie
Shaw, Dusty Springfield, Petula Clark o Marianne Faithfull, la más
rebelde de todas ellas, la que experimentó con las drogas y fue algo así como
la abanderada de la transformación de tantas yeyés en hippies.
Sin embargo, las cantantes yeyés más
seductoras fueron las francesas. Es más, los propios mods —mod era la
denominación que recibían los yeyés en el Reino Unido—, en sus reuniones,
llegado el momento del baile lento —o “agarrao”, que también se decía en
Madrid— gustaban de poner piezas de Sylvie Vartan.
De ello viene a dar fe esa secuencia de la fiesta particular en Quadrophenia (Franc Roddan,
1979), la elegía mod basada en el doble álbum
homónimo publicado en 1975 por The Who.
Más aún, no falta quien sostiene que la
cultura yeyé tuvo su origen en la radiodifusión francesa, en el legendario
programa de Lucien Morisse, que Daniel Philipacci presentó por primera vez en
1959: Salut les copains. Y alguien
debería reivindicar un dato: la música yeyé —¡qué bien me sigue sonando más de
cincuenta años después!— básicamente estuvo liderada por chicas. Con un
productor musical detrás, sí. Pero con una muchacha de fabuloso encanto ante el
micrófono y frente a las cámaras de la aún rudimentaria televisión. Y al ser las chicas las vocalistas, las mejores jóvenes de
los años 60 sintonizaron con ellas. Así fue como florecieron las
yeyés. Y eso que en España había muchas que se tenían que poner la minifalda, y
las famosas medias de color de la canción, en casa de una amiga o en el
servicio de un bar. Donde fuera, pero que no lo viesen los padres, quienes
nunca las dejaban salir del hogar paterno “vestidas como fulanas”. Jamás
olvidaré las carreras de las chicas yeyés por la madrileña calle de don Ramón
de la Cruz, animada por sus principales boîtes, que se
llamaba a sus discotecas. Se les había hecho tarde dejando que el novio les
robase unos besos y de llegar pasadas las diez, en casa les esperaba el
bofetón, los insultos y la bronca monumental.
Entre esas cantantes francesas, que
interpretaban las procacidades de Serge Gainsbourg con
la gracia de France Gall y en las piezas
tristes hacían pucheros que conmovían a media Europa, tal era el caso de Marie
Laforêt al cantar Y volvamos al amor, destacaron,
mayormente, Françoise Hardy y Sylvie Vartan.
Esta última era la más roquerilla. Pese a estar casada con el rey del rock
& roll galo, Johnny Hallyday, cuando cantaba La plus belle pour aller danser todos los yeyés
querían tener una novia así.
Entre los enamorados
de Françoise Hardy hay que dar noticia del mismísimo Bob Dylan. Ya en la portada de Another
side of Bob Dylan (1964), el futuro Premio Nobel la dedicó un
poema de un modo inequívoco: For Françoise Hardy at the
Sena’s Edge… Pero no sólo fue eso. En aquellos días, al
comienzo de su carrera, que al de Minnesota se le fueron escribiendo canciones,
cartas a los amigos e innumerables apuntes, en los mismos bares del Greenwich
Village neoyorquino donde por las noches solía actuar, hay más literatura
inspirada por Françoise. Son poemas de amor en los que
se refiere a lo cerca que se sentía de ella pese a que aún no se conocían.
Lo hicieron en 1966, cuando él la invitó a su primer concierto parisino en el
Olympia.
Mucho tiempo después, ya en épocas más
recientes, con ella ya aquejada de ese cáncer que la retiró de los estudios de
grabación en 2018, esos versos salieron a subasta y alguien, cuyo nombre nunca
se supo, los compró para obsequiárselos a Françoise. Fue una de las últimas alegrías
que esa vida con la que ahora quiere acabar ella misma ante el miedo al dolor
—“yo lo hice con mi madre”, confiesa— le deparó.
Tampoco sería exagerado apuntar que Françoise Hardy y el mayo del 68 —antes de que la abyecta partidocracia cayese sobre el asambleísmo estudiantil que lo impulsó— fueron las dos mayores contribuciones parisinas a la cultura de los años 60. Admirándola en las primeras fotos de ella que dieron la vuelta al mundo, cuesta creer que Tous les garçons et les filles, su primera canción —escrita por ella misma, como tantos de sus grandes éxitos—, hablase de una chica que busca un amor como todos los chicos y chicas de su edad. Todo en ella era inocencia y candor. Nacida en el París de 1944, había sido educada en un internado religioso y había algo en ella de esas chicas de los colegios de monjas que, al salir de clase, parecían querer proteger su pudor con la carpeta que abrazaban contra su pecho.
Musa de varios poetas, aún faltaban unos
años para que Jacques Prevert le dedicase el
poema Una planta verde —incluido en el programa de mano
de su segunda presentación en el Olympia (1965)—, cuando algunos de los más de
siete millones de copias que vendió Tous les garçons et les
filles fueron adquiridos en España. Siempre lánguida —incluso
cuando interpretaba Comment te dire adieu, del
procaz Serge Gainsbourg—, la maravillosa Françoise
tampoco se les pasó por alto a los yeyés autóctonos. Fueron tantas
sus gracias que su natural elegancia, conservada hasta la vejez, encanecida y
sin retocar, la hizo desarrollar en paralelo una carrera, también
sobresaliente, como modelo.
Mi admiración por ella, ya digo, fue posterior, cuando
ya eran madres las chicas yeyés de a pie y Françoise Hardy, cuyos discos aún se
escuchaban en las fiestas de mi época, un mito de la canción francesa y de la
cultura juvenil del siglo XX. Ojalá que su tránsito a la nada
le sea dado sin sufrir.
Zenda DdA, XVII/4912
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